jueves, 1 de noviembre de 2012



PRÓLOGO



      
     Hacía calor a pesar de encontrarse la ventana abierta de par en par. La luz del plenilunio bañaba la estancia, llenándola de fantasmagóricas sombras que parecían moverse a cada parpadeo de los asustados ojos de la niña. Estaba alerta, esperando. Escuchó un portazo, unos pasos en el pasillo y el pomo de la puerta de su dormitorio comenzó a girar con un leve gruñido, más pronto aquella noche que ninguna otra. Subió las sábanas por encima de su nariz, sintiéndose así más segura, atisbando la conocida figura negra cuya silueta se dibujaba en la rendija  que iba agrandándose entre el batiente y la jamba. Él Salvador entró como un suspiro, directo al lecho. Tenía la respiración agitada, como tras una carrera, y parecía molesto, pero no por su causa. Eso lo sabía. Cuidaba mucho de no cometer errores que lo excusaran para propinarle una paliza. Él apartó el tejido encimero de un estirón y la dejó desprotegida, desnuda como había aprendido a esperarle para no recibir mayor castigo. Ya sin ropa, se tumbó sobre ella y apretó sus muñecas contra la cama con sus grandes y poderosas manos. La luz brilló entonces en su rostro y pudo ver un tajo profundo que cruzaba una de sus mejillas, además de sus ojos vidriosos, iracundos, muertos. Por un momento olvido su tormento y se cuestionó si su señor habría sido atacado por un gato montés. Mañana se lo preguntaría. Mañana, un nuevo día.  Él le separó las piernas bruscamente y la penetró sin más, como si no fuera sino una muñeca de trapo, y mientras, ella voló hasta lejos de allí, a su lugar preferido, al mismo sitio que durante tantos años había visitado cada noche, bajo un sol radiante que calentaba su rostro, que la llenaba de vida. Había verde, mucho verde, un prado. Y flores, de todos los colores. Oyó un rumor tranquilizador que la llamaba y, al acercarse, vio el cauce de un río de fuertes corrientes, de rocas que producían mil y un saltos de agua cantarines. Metió los pies y notó el frío recorriendo todo su cuerpo, haciéndola vibrar. Y aquella sensación le encantó. Las piedras, llenas de verdín, los lomos dorados de los peces brillando bajo el agua, los árboles movidos por la suave brisa… La cara comenzó a arderle y aquel maravilloso mundo se difuminó hasta desaparecer por completo. Ya no había prados, ni río, ni árboles a su alrededor. De nuevo la noche, sus aposentos y Él. Comprende entonces que la ha golpeado en la mejilla, puesto que todavía siente el quemazón que le llega hasta la oreja. No entiende su furia, la zarandea, se levanta del lecho y comienza a limpiar rudamente su miembro, friccionándolo sin cuidado alguno contra las sábanas. Ella se incorpora y lo mira, y ve algo rojo en el tejido, y se asusta, y se mira ella misma. Y ve que la cama también esta roja, llena de sangre, como cuando desangra a los pollos y que ella es como un pollo, y que se esta desangrando. Y él la llama ramera, y puta y más cosas, pero no lo escucha porque, se esta muriendo desangrada. Corre a la cocina y con un paño cualquiera limpia sus partes, pero la sangre no para de correr por sus piernas. Ya le debe quedar poco, la parca debe estar cerca. Mira a un lado y a otro, asustada, temiendo ver la muerte acechándola con su guadaña y su capa negra. Pero nadie salvo ella ocupa la cocina. Hasta que, de nuevo, llega Él. Aparece desnudo, colgándole fofo el torcido falo, rojo por el roce de las sábanas. Ya no la insulta. Ya no habla. Solo la mira y se acerca a ella, despacio, deleitándose con el momento, con su infatigable compañero de viaje prendido de la mano,  presto para golpear. Y lo hace, una y otra y otra y otra vez, sobre su espalda, sus pechos, sus piernas, pero nunca en la cara, para que nadie conozca jamás sus pecados ni su vergüenza. Luego la deja tendida en el suelo, más muerta que antes, con la carne abierta por las heridas. Y Él se sienta ante ella, con las piernas abiertas, mirándola con lástima y con la mano libre en sus testículos, maleándolos como masa de pan. Y se echa a llorar. Como un niño, cubriéndose el rostro compungido. En cambio ella, hace tiempo que no llora. Desde aquel lejano día. Y al verlo, su corazón se encoge de lástima, porque Él la quiere y la cuida y la protege. Se levanta ella tambaleándose, sin lanzar gemido audible. Se aproxima a Él y acaricia su mejilla, pero su señor la aparta con brusquedad, rabioso, impotente y, aun con lágrimas, le explica que antes de la próxima puesta de sol debe marcharse de su lado para siempre. Ella no comprende el motivo, pero asiente y se dirige a su dormitorio, pensando en que aún vive y en que, mañana, efectivamente, será un nuevo día.