domingo, 26 de enero de 2014


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       Despuntaba el alba. Dashiell despertó sintiendo a su lado el cálido cuerpo de Annette, su aliento pausado en la nuca, sus redondos pechos pegados a la espalda. Estiró el brazo hacia atrás buscando la mano de ella, esbelta, suave, y la llevó hasta su torso, donde, entrelazando los dedos de ambos, la apretó con fuerza contra su ombligo. Entonces se acarició el miembro que, erguido, lo saludaba como cada mañana. Se lo tocó despacio en un principio, inquieto por no saber la reacción de la doncella si despertara hallándolo en situación tan embarazosa. Mas escuchó y continuaba dormida, notando el caballero la proximidad del calor de su sexo sobre la piel. Y empezaron a ser más rápidas las caricias, más dura su polla. Bajó la mano de la muchacha hasta el inicio de su ensortijado y rubio vello púbico estrangulando con ella su falo. Un súbito jadeo y una estela de semen manchó la alfombra.

     Tocaron a la puerta. Hora de comenzar la jornada. Se volvió para besar los labios de Annette, y, levantándose sin ganas, echó sobre ella una manta para que no se enfriara en aquella gélida estancia.

     -Los reyes están preparados- le anunció uno de sus soldados cuando saliera al corredor.

     -¿Todo listo para su partida?

     -Sí, mi señor.

     -Entonces, escoltadlos hasta el patio de armas.

 

 

 

 

     La doncella de la reina despertó en soledad en los aposentos de Dashiell. Se preguntó haría cuanto habría partido el joven y se encogió bajo la manta de piel de oso que la cubría y que no recordaba de la noche pasada. Armándose de valor se levantó y se enredó en la piel, sintiendo, en cada trozo de su carne que quedaba a la intemperie, la fría humedad del dormitorio. Se aproximó al hogar y, como tantas veces lo hacía en las dependencias de su reina, encendió un fuego que pronto caldearía la estancia. Entonces se percató. Una mancha blancuzca decoraba la alfombra. Sonrió. Debía ser costoso saciar una verga de aquel tamaño. Mordió su labio inferior. Espiró sonoramente. Su clítoris endurecido por el deseo. Se dirigió al lecho, echó hacia atrás el cobertor, la manta y la sábana y se puso de rodillas, rozando su sexo contra la bajera, hasta que con el nombre del caballero en los labios, se corrió.

 

 

 

 

      Dashiell ayudó a que su señora, la reina de Lévisoine, montara sobre su hermoso corcel blanco.

     -Cuidadlo caballero.

     -Lo haré.

     -No permitáis que acabe siendo como su padre.

     - Promesa os doy de ello, mi reina.

     -Confío en vos, mi leal Dashiell- dijo apoyando su mano sobre el hombro del soldado-. Sois un buen hombre- y dicho esto, partió al galope con su esposo y todo su séquito tras ella, en tanto el custodio se preguntaba, si aquella promesa podría mantenerla por mucho tiempo.

     Volvió a sus aposentos. Annette ya no estaba y sintió un enorme vacío en el pecho al no encontrarla allí, tumbada a los pies del hogar, esperando por él. Su cama, revuelta, albergaba una escueta nota escrita con un tizón:

 

Deseo que mi aroma,

 ayude a saciar a la bestia.

 

     Dashiell se lanzó sobre las sábanas, olisqueando como un perro hambriento en busca de comida, y halló, vivo aún,  el perfecto olor del sexo de Annette.