lunes, 3 de febrero de 2014


-53-

 

 

     -Tenéis que volver a ser la de antes- pidió Annette a su reina, mientras ceñía los cordeles a la espalda del vestido-. Sois fuerte, pero falta hace de una demostración de vuestro aplomo. El  pueblo os necesita más que nunca tras la muerte del soberano.

     -Me cuesta tanto…

     -Lo sé. Sé lo mucho que os afectó la  repentina desaparición de vuestro padre y que, los cambios de humor del rey Antoine, en nada os ayudan a superarla. Pero la plebe de Mauban os adora, tanto como lo hago yo- la giró hasta tenerla de frente y la besó-. Y todos queremos recuperar a la Madeleine de siempre.

     -Lo intentaré- se volvió hacia el espejo, y éste le devolvió una imagen ojerosa y triste de sí misma-. Pero necesito saber de él.

     La doncella asintió con la cabeza.

     -Descuidad. Os traeré noticias de Yannick, en cuanto me sea posible.

    

 

 

 

   
  A punto de finalizar el tercer y último día de festejos por sus nupcias, el rey Antoine se excusó ante los comensales sentados a la mesa en forma de herradura, salió a la intemperie y descendió a las mazmorras por las empinadas escaleras de piedra. Deteniéndose al final de las mismas, escuchó una serie de jadeos ahogados, profundos,  provenientes de una de las celdas de tortura, donde algún preso, sin duda, recibía, a manos del verdugo, un merecido castigo. Anduvo el monarca hasta el origen de los sonidos y quedó paralizado bajo el arco que daba paso a la lúgubre estancia.

      -¡Seguid!- jadeaba el verdugo, las muñecas encadenadas por encima de la cabeza, y ésta, cubierta por una máscara negra sin aberturas y atada al cuello mediante tensas correas que marcaban su piel-. ¡Seguid! ¡No paréis!- y las dos muchachas arrodilladas ante él con los pechos descubiertos, no pararon: sobre su miembro hinchado, dos bocas, dos lenguas a un tiempo.

      Una de aquellas jóvenes, de rostro pecoso y  larga cabellera color zanahoria, rasgos ambos irlandeses, tenía una gran boca de labios finos, entre los que penetraba todo el grosor del enorme falo del carnicero. La otra, con los cabellos morenos revueltos y cortados a cuchillo, de aspecto desaliñado, sucio y  hambriento, lamía torpemente los testículos semejantes a brevas maduras que pendían ante su rostro enjuto, al tiempo que su mano derecha pasaba por entre las piernas del hombre, acariciaba su perineo y hacía que penetrara al máximo la vela que metida por el ano, amenazaba con escurrírsele del orificio. El matarife gimió por aquel placentero dolor, apretó las nalgas, echó hacia delante su cuerpo para llenar la boca de la pelirroja con su polla y eyaculó.

     -¡Bravo!- aplaudió Antoine, entrando en la sala, sin ápice de humor en su voz -. Bonito espectáculo, sayón.

     Asustadas por las inesperadas palabras, las jóvenes se giraron poniéndose en pie y cubrieron sus pechos desnudos al ver al rey, al apuesto rey,  ante ellas.

     -¿Quién hay?- preguntó el verdugo sin ver nada, moviendo la cabeza de un lado a otro esperando percibir a través del tejido alguna silueta, colgado de aquellas cadenas con la verga al aire, a medio camino entre el vigor  y  la laxitud.

     Sin hacer caso al torturador, el soberano cogió de la cintura a la pecosa, cuando con andares apresurados pasara por su lado. Acercó sus labios a los de ella y penetró la lengua en su boca, deleitándose en el obsceno sabor de la leche del verdugo. Entonces, la soltó de golpe relamiéndose los labios.

     -¡Fuera!- bramó ante la  estúpida mirada de la prostituta, que salió de la habitación en una carrera alocada, retumbando las pisadas de sus finas suelas de alpargata por corredores y escaleras, en pos de su compañera de oficio.

.    -Soltadme señor, quienquiera que seáis- suplicó el patético personaje, sin reconocer la voz de su amo.

     El rey cogió el látigo que descansaba bajo sus pies y lo rodeó con él a la altura de las rodillas. Fue subiéndolo hacia la cintura, tan pegado a su cuerpo que levantó su pene, de gran tamaño y sin embargo nada apetecible. Siguió alzando el arma y la verga cayó fofa, blanda a su lugar de origen. Cuando el látigo rodeó el cuello del verdugo, Antoine, situado tras él, lo apretó con fuerza hasta escuchar los gruñidos ahogados del  hombre.

     -¿Hicisteis el trabajo tal y como os pedí?- acercó su oído al lugar donde la máscara de tela formaba unos labios-. No os escucho, vasallo. ¿Hicisteis el trabajo?- lo soltó para que pudiera contestar.

     -Mi rey- tosió el verdugo, ronco a causa de la presión que hubiera ejercido el látigo sobre su gaznate-. Lo hice. Descuarticé al herrero tal y como me pedisteis.

     -Está bien- Antoine dio la espalda al hombre y se marchó.

     -¿Mi señor?- al no encontrar respuesta, el carnicero volvió a preguntar-. ¿Mi señor? ¿Vais a dejarme así?

     -Tranquilo, esas putas os bajaran cuando regresen a por el dinero que le debéis.