domingo, 15 de septiembre de 2013





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     -¡Soy Yannick!- gritó el herrero a pleno pulmón, aporreando con los nudillos la puerta de sus vecinos con una impaciencia que rara vez se adueñaba de él-. ¡Voy a entrar!- tiró del pomo sin que la puerta cediera-. Maldita sea- masculló el hombre mirando nervioso la vacía aldea, mientras su mente se divertía recomponiendo las imágenes de su regreso del campo de batalla años antes, el aciago día en que encontrara su casa cerrada a cal y canto desde dentro y a su esposa e hijos, sin vida, en el interior. Se acercó entonces a unos de los postigos cerrados y escudriñó entre las rendijas de las contraventanas, esperando ver los cadáveres descompuestos de sus amigos tirados ante él. En su lugar, vio una sombra-. ¿Juliette?- trató de reconocerla, pero los pequeños resquicios entre los listones de madera y la falta de luz lo imposibilitaban-. ¿Estáis bien?

     -Si- contestó la muchacha próxima al hueco de la ventana-. Estamos bien- hizo una larga pausa-.  Pero mis padres no están. Fueron temprano a la ciudadela.

     -¿Con todos tus hermanos y con tu madre a punto de parir?- fue respondido por un sí apenas audible-. Harto extraño me resulta que no me pidieran acompañarles y no haberlos  oído ni visto pasar en dirección a Mauban- dijo recordando la escandalera que aquella tropa de diez  infantes armaba allá donde iban.

     -Padre no querría molestarte sabiéndote tan ocupado desde que eres empleado de la casa real. Seguro que tomaron un atajo para no distraerte de tus labores.

     -¿Y a ti no te apeteció acompañarlos?

     -Me sentía… ¡Indispuesta!- acertó a decir ella, como si se le acabara de ocurrir.

     -Está bien- el herrero se giró en redondo no muy convencido-. Pero cuando llegue tu padre, no olvides decirle que he estado y que mañana vendré de nuevo para que hablemos.

     Yannick se alejó de la vivienda sin poder quitarse de encima aquella sensación de desazón que continuaba carcomiéndolo.

 

 

 

 

     Godet observó el paso seguro del herrero mientras se alejaba de la casa y dejaba la villa. Una vez perdido de vista se giró hacia Juliette, que acurrucada en el suelo, cerca del hogar,  lloraba desesperadamente mientras con las manos cubría su esquelético rostro.

     -Pequeña- el obispo Godet, cojeando, se acercó a la niña y se sentó a su lado rodeándola con el brazo, intentando ella zafarse de aquella garra que apresaba su huesudo hombro-, no llores- la miró con la compasión de un anciano cura-. Por las palabras que de vuestras bocas he escuchado, doy por hecho que es por él por quien tanto suspiras,  ese a quien te entregarías en cuerpo y alma. ¿Me equivoco?

     Azorada por aquel secreto confesado en un momento de debilidad y sintiendo el ardor enrojecido de sus mejillas, intentó Juliette ocultar su vergüenza agachando la cabeza, mas el obispo se la alzó hasta estar enfrentados sus ojos, sujetándole la mandíbula inferior entre el pulgar y el índice, llegando a  hacerla llorar de dolor.

     -Sí, es él- balbució la jovencita entrecortadamente, prefiriendo contestar a padecer su ira.

     -Pues hazme caso y no sufras por  un hombre fuerte y varonil como ese, al que dudo le guste una chiquilla flacucha como tú- soltó su rostro con desprecio y se levantó-. Será de los que prefieren a esas rameras de tetas grandes y culos grasientos que logran satisfacer cuantos vicios les son propuestos- escupió al suelo.

    -¡No! ¡Yannick no es de esos!- gritó Juliette indignada, recordando a la esbelta mujer con la que lo vio yacer en plena herrería.

     -¿Acaso te lo ha contado?- el párroco lanzó una risotada.

     -Lo vi- susurró ella apesadumbrada-. Uno o dos días antes de la muerte del rey.

     -¿Que lo viste?- Godet se acercó de nuevo a la muchacha, deseoso de conocer aquella interesante historia que seguro haría empalmar su verga, como las sucias confesiones de los feligreses lo hacían. Volvió a sentarse junto a ella y escuchó atentamente la narración, mientras una amplia sonrisa dichosa se adueñaba de sus mejillas secas y arrugadas.