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Madeleine hizo un
gesto con el dedo a su doncella, que se acuclilló a su lado para escuchar al
oído lo que le tuviera que decir.
-Ahora mismo- susurró Annette y, sin llamar
la atención del resto de comensales, salió al frío corredor, acompañada
únicamente por las temblorosas sombras que
creaban las velas. Anduvo hasta los establos, entró en la cuadra donde
descansaba su caballo, lo ensilló ella misma y se colocó la oscura capa que
colgaba de un gancho junto a la puerta.
-¿Dónde vais?
La muchacha se
giró asustada.
-Caballero-
respiró aliviada al descubrir que era Dashiell quien la había sorprendido-. No
os he escuchado entrar. Sois demasiado sigiloso.
-Serlo es parte de
mi trabajo- se acercó a ella y la ayudó a montar-. La noche está cayendo. ¿Os
parece prudente salir sola a pasear?
-Ahora que lo decís- alargó el brazo hacia el
soldado, extendida la palma de la mano hacia arriba-, no me vendría mal vuestra
compañía.
Él la agarró con
fuerza, metió el pie izquierdo en el estribo y se dio impulso con el derecho
hasta el asiento, donde pegándose al máximo al cuerpo de Annette, le arrebató
las riendas y la rodeó por debajo de los pechos con el brazo que quedaba libre.
-¿Cuál es nuestro
destino?- dijo Dashiell, dirigiendo el corcel hacia el portón principal.
-Passan.
El rey Antoine entró en el enorme salón donde
se celebraba el banquete con el que finalizarían los festejos nupciales,
comenzando los músicos a tocar con más entusiasmo, mientras cientos de cabezas
se giraban para observarlo; su porte distinguido, su bello rostro, sus
penetrantes ojos azules, sus elegantes andares. Rodeó la mesa sonriente,
palmoteando con energía los hombros de los presentes y alabando la hermosura de
sus mujeres, como si en realidad algo de aquello le importase.
-Amada mía- dijo
situándose junto a su esposa, tendiéndole la mano para que se levantara-,
momento es de retirarnos- Madeleine se la tomó sin ganas y se alzó con la
mirada ausente-. ¡Reales súbditos!-exclamó sin soltarla y cogiendo una copa de
vino que levantó a la altura de su pecho, en tanto los presentes iban
silenciando sus voces y poniéndose en pie-. Disculpadnos por nuestra inmediata
ausencia- hizo una pausa para beberse el caldo de un trago y dejar el
recipiente de plata, de golpe, sobre la mesa-, pero la alcoba nos espera.
El caballero y la doncella llegaron a las
afueras de Passan, donde la silueta de la casa del herrero se dibujaba contra
los árboles, sin que ninguna luz trasluciera por las rendijas de las
contraventanas cerradas. Dashiell desmontó, ató el animal a uno de los postes
de madera del porche y se aproximó a la fragua.
-Nadie parece
haber trabajado hoy aquí- dijo frotando entre sus dedos las finas cenizas, que ningún
rescoldo resguardaban.
-Resulta extraño- opinó
Annette, callándose repentinamente al escuchar el ronco relincho de un
caballo-. Proviene del establo de Yannick- se lanzó a los brazos de Dashiell,
que la esperaban abiertos para ayudarla a descender del corcel, y fueron hacia
la cuadra, el custodio adelantado y desenvainada su espada, la mujer unos pasos por detrás, envueltos ambos
por la negra oscuridad acrecentada por los
sombríos bosques adyacentes.
Entraron al pequeño recinto; olor a
estiércol y paja. En la zona más alejada a la entrada, un único caballo.
-¿Lo reconocéis?-
el joven acarició las crines sedosas del nervioso equino.
-Sí, es el mismo
que el herrero dejara a mi señora para regresar al castillo. Pero, faltan los
otros dos- apuntó.
Dashiell la agarró
y volvieron al porche. Intentó abrir la puerta, pero se hallaba cerrada a cal y
canto. Sacó un pequeño puñal del interior de una de sus botas y forzó la
cerradura. Entraron.
-Aquí no hay
nadie- el custodio registró cada rincón de la morada-. Y visto lo que ha
dejado, no parece tener la intención de regresar- metió un atizador entre los
leños negruzcos de la chimenea y levantó lo que parecían restos quemados de
ropa de niño.
Annette salió de
nuevo a la oscuridad y entró corriendo en el establo. Le extrañaba que hubiera partido
dejando un caballo, uno solo, ése precisamente, el que prestara a la reina. A
tientas acarició sus crines, su grueso cuello, su lomo. Nada. Se arrodilló en
el sucio suelo, segura de que debía haber algo, y palpó las finas y sin embargo
recias patas del corcel. Y allí estaba, una estrecha correa y un papel doblado apresado en su interior. Lo
cogió, se incorporó y regresó a la casa sin perder tiempo, lanzándose sobre la
mesa frente al hogar y desplegando el papel a la luz de un quinqué.
Amada mía,
Eres por lo único que lamento marcharme, mas alejarme debo de las muertes
y la desdicha que me persiguen donde voy. Me alejo para siempre de estas
tierras, de este dolor tan profundo que me engulle en su negrura, y te libro así
de este lazo que no te proporcionaría sino amargura y reproches.
No puedo pedirte que me recuerdes, que me
añores, porque sería egoísta, pero prometo que siempre estarás en mi memoria y en
mi corazón.
Siempre
tuyo,
Yannick
Aquella escueta misiva cortó la respiración de Annette.
-Teníais razón, el herrero se ha ido- miró a Dashiell con ojos llorosos,
imaginando la pena que embargaría a su amada cuando le comunicara la noticia-.
Y os aseguro que no ha elegido el mejor momento.