-10-
El cielo, cubierto de negros nubarrones, anunciaba nuevos chubascos. Antoine se detuvo situándose junto a uno de los saeteros, con el viento revolviendo sus rubios cabellos. Desde el adarve volado de la muralla, perpetua ronda de los centinelas, divisó los estragos ocasionados por las torrenciales lluvias de la noche pasada. Los terrenos, otrora secos, se hallaban convertidos, hasta donde la vista alcanzaba, en un paisaje embarrado y de plantaciones anegadas a causa del desbordamiento de los pequeños ríos que regaban Mauban. En ciertas zonas, los árboles habían sido arrancados de cuajo por las furiosas aguas, y taponaban ahora las vías de paso a la fortaleza, dificultando el camino de quienes ansiaban entrar o salir de aquellos dominios.
El príncipe continuó el paseó absorto en sus pensamientos, tras una noche insomne en la cual, los fantasmas de su mente lo habían turbado sobremanera. Sentía dicha al saberse próximo rey consorte de aquel grandioso reino, más las obligaciones que le serían asignadas al contraer nupcias con Madeleine, lo angustiaban.
Pensó en sus progenitores. Sonrió. Su dulce y bella madre estaría orgullosa de él, como lo hubiera estado desde el momento en que naciera. Lo besaría, lo abrazaría y susurraría a su oído, todas y cada una de las palabras que un hijo necesitaba escuchar por boca de su ser más querido. Volvió a detenerse. La sonrisa que llenaba su rostro se apagó al recordar a su padre, hombre poderoso y despiadado, epicentro de lloros, de lamentos a lo largo de su vida. Jamás lo había valorado y no sería esta una excepción. Lo despreciaba por ser débil, por carecer de dotes de mando, por ser diferente a su persona. Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar las palizas por su padre propinadas, las súplicas de su madre interponiendo su frágil cuerpo entre él y los puñetazos y patadas de aquel monstruo imperturbable. Antoine reinició el paseo cabizbajo, mojadas sus mejillas, temiendo el momento en que el séquito real de Levisoine llegara.
Los parroquianos llegados de diferentes puntos de la comarca iban ocupando sus asientos, deseosos de presenciar la misa matutina. Como cada mañana, los bancos corridos y los pasillos del convento se atestaban de cristianos que detenían sus tareas para acudir a venerar las palabras de aquel orador de envolvente voz grave, dador de respuestas, mensajero de Dios en la tierra. Donatien, uno de los hijos del carpintero, preparaba aquel día el altar antes de la aparición del obispo Godet. La gran mayoría de asistentes echaron de menos la presencia de la vivaracha Brigitte, sin que nadie se atreviera a comentarlo en voz alta.
El prelado, entre tanto, calmaba los nervios en la sacristía, apoyado en el borde de la gran mesa central y tocando su miembro bajo la sotana. Miró la pequeña abertura de la puerta. Proveniente del templo, el barullo provocado por aquel atajo de sucios e incultos campesinos sonaba estruendoso. Se impacientaban. El monaguillo lo avisaría en breve para dar comienzo al oficio. Remangó la prenda, destapó el falo y se tocó más rápido, presionando la base del glande con su atrofiada mano. Le excitaba imaginarse sorprendido in fraganti, ver el rostro desencajado del niño mirando su viejo pellejo con la multitud a su espalda. No le asustaba que gritara, ni que lo contara. No lo haría. Él sabría cómo impedírselo en dos simples palabras. Al borde del éxtasis, su mente viajó al bosque, al momento en que, por última vez, poseyera a una Brigitte pálida, inmóvil, a punto de dejar de existir. Pero no era aquella sinvergüenza la que yacía en sus brazos. Se trataba de su amada, quien probablemente, en aquel mismo instante, se hallaba sentada ante el púlpito, puntual como cada martes, deseosa de verlo aparecer en el altar, con sus inteligentes ojos escudriñándolo durante la misa, ansiándolo como siempre lo había hecho. El semen salió despedido por el círculo formado entre el pulgar y el índice, cayendo en parábola al suelo empolvado de la estancia. Las gotas lechosas dejaron un rastro de salpicaduras. Expulsó el aire contenido en su retumbante pecho mientras acariciaba sus testículos. Esperaba no haber sido oído. Se puso en pie. La sotana cayó sobre su viejo cuerpo, marcándole el duro miembro.
La puerta se abrió repentinamente. Donatien lo miró, atento, desde el vano.
-¿Acaso tus padres no te han enseñado a llamar?- bramó el obispo, llegando hasta el niño y propinándole un pescozón. Se santiguó ante la imagen de cristo y tocó la campanilla, dando inicio a la misa.
-Si, monseigneur- se tocó la dolorida nuca, enmarañando más aun sus cabellos, y bajó la mirada, topándose sus ojos con las singulares manchas del suelo. Al parecer, al igual que él, el obispo Godet había descubierto que a pesar de las amenazas de Dios, los tocamientos impuros no eran causantes de ceguera.
Recorría Dashiell la plaza de la ciudadela a lomos de su caballo cuando vio a Marie, a paso ligero, cruzando el portón principal de la fortaleza. Apremió al corcel a que acelerara el paso, dando dos fuertes golpes de talón en sus laterales, y se detuvo frente a ella bajo la barbacana.
-¿Os llevo a alguna parte, mi señora?
La muchacha lo miró sorprendida y, tímidamente, se envolvió con su vieja capa.
-Os lo agradezco, caballero, pero no es necesario- rodeó al animal y continuó su camino, más presurosa aún.
Él tiró de las riendas para dar media vuelta y la siguió, poniéndose a su lado, sin que ella dejara de andar.
-Las vías se hallan embarrados y la lluvia puede comenzar a caer en cualquier instante. Hacedme el honor de permitir que os acompañe para facilitar vuestra marcha.
Marie se detuvo al fin, pensativa. A pie no llegaría a tiempo y, ciertamente, los sedimentos y el barro hacían muy difícil el acceso por las rutas principales.
-Está bien- dijo mirándolo-, acepto vuestro ofrecimiento, pues voy con retraso a misa- alzó las manos y Dashiell tiró de ellas para elevarla. Marie quedó sentada de costado, apoyada en su fuerte pecho y rodeada por sus poderosos brazos. Notó el rubor inundando sus mejillas.
Con el caballo al trote, el soldado la observó desde arriba. Era hermosa. Aquel día llevaba los cabellos recogidos de manera elegante y olían a jabón de jazmín. Aspiró de nuevo el aroma sin que ella lo notara y recordó la campiña en primavera, a sus hermanas jugueteando entre los cultivos, a sus padres trabajando de sol a sol para procurarle un título nobiliario cuando se hiciera un hombre. Suspiró.
-¿Estáis bien?- le preguntó ella preocupada.
-Mejor que nunca- la besó suavemente en la frente, sintiendo que la muchacha se apretaba más contra su cuerpo.
A medio camino, unos troncos cortaban el paso y Dashiell frenó al corcel.
-Conozco un sendero para evitar este obstáculo. Guiad al caballo hacia el bosque de la izquierda y en seguida toparemos con él.
Dicho y hecho, entraron en la tupida vegetación cubriéndose la cara para no ser golpeados por las altas ramas de los árboles y acompañados por un estruendoso y constante sonido. Al poco, llegaron a la orilla de un caudaloso riachuelo de rápidas corrientes, causante de aquel ensordecedor ruido. Bajaron al húmedo suelo cubierto de lodo y hojarasca para que el corcel bebiera. Marie se acercó al borde.
-Desde niña vengo aquí cuando necesito pensar. Es un bello lugar, ¿no os parece?- ella se giró para mirarlo a los ojos.
-Cualquier lugar es bello junto a vos- el joven se situó frente a ella, la tomó por las manos y acercó sus labios a los de ella, hasta fundirse en un dulce beso, al tiempo que entrelazaban sus dedos, como si no quisieran separarse jamás. Dashiell metió entonces su lengua por entre los labios de ella y esta reculó con los ojos desmesuradamente abiertos.
-Debo irme, es muy tarde- hizo ademán de marcharse a pie, pero él la detuvo. Montó y la ayudó de nuevo. Continuaron el recorrido en silencio, por el sendero anteriormente señalado por ella, llegando en un corto lapso de tiempo hasta uno de los laterales de piedra del convento.
La furia lo poseía por dentro. Cerró el libro de salmos de golpe, en tanto los asistentes al oficio salían del convento hablando de la homilía. La había estado esperando mientras sus labios pronunciaban cada sílaba del sermón, mirando hacia el asiento ocupado aquel día por otro parroquiano. Mas no había aparecido. Se preguntaba dónde estaría, qué le habría sucedido para ausentarse. ¿Los quehaceres? ¿Alguna enfermedad? ¿Otro hombre? El calor ardía en su interior, recorriendo sus venas como agua hirviendo, subiendo desde el estomago, como una bola de fuego abrasadora para calcinar sus entrañas, ennegreciéndolas como cenizas. Por primera vez desde el día que la echara de entre aquellos muros, le había fallado.
Salió del sagrado edificio dando tumbos, empujando a quienes se agolpaban aun en los corredores y haciendo caso omiso de sus quejas. Hizo pantalla con su mano, al dañarle los ojos la luz cegadora del exterior. Parpadeó. La silueta de una pareja a caballo apareció por el sendero del bosque. Aguzó su vista cansada y la reconoció. Iracundo, cerró los puños con fuerza, hincándose las largas uñas en las palmas. Venía con aquel hombre rubio, joven, de buena apariencia, uno de los soldados del príncipe de Lévisoine, apoyada en su pecho como una vulgar ramera. Ni siquiera ella era diferente. Ni tan siquiera ella.
Se detuvieron frente a él, a unos pasos. El caballero descendió y la ayudó, agarrándola de la cintura, tocando aquellas curvas deliciosas. Advirtió sus miradas, los ojos de uno en los de la otra, la mirada sucia de los que se desean. Marie se apartó de él con una reverencia y el jinete partió al galope.