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Tras la
tranquilizadora noticia de que su amado Yannick había podido escapar de la
guardia personal de Levisoine y de la suya propia, Madeleine se acurrucó en el
lecho junto con su doncella y ninguna despertó hasta que los deliciosos y
suaves rayos del astro rey acariciaron sus blancas pieles.
-Llegó el día, mi
reina- susurró Annette con la cabeza sobre la almohada y los ojos entrecerrados.
-Llegó.
-Cabeza erguida,
amplia sonrisa y relucientes ojos de enamorada.
-¿De qué otro modo
si no?
-Aunque tengáis
que pensar en otro para lograrlo.
-En otro y en vos-
Madeleine la besó suavemente en los labios.
-Alegrad ese
semblante, mi señora, y también la voz, pues no es más que un matrimonio de
conveniencia, de sobra lo sabéis- Annette la abrazó, arropándola con su
desnudez-. Una vez sellado el enlace ante la iglesia y los súbditos acomodados,
ambos reinos formaran uno más grande y poderoso; tendréis un vástago, o dos a
lo sumo, muy hermosos ambos, puesto que tanto él como vos lo sois, y los
amaréis sobre cualquier otra cosa en esta vida porque serán fruto de vuestra
carne. Pero a él, a él no tendréis por qué amarlo, ya que no es sino un peón en
este juego de victorias y riquezas.
-Lo sé y, sin
embargo, siento en lo más profundo de mí, que esta unión será el comienzo del
fin.
Cuando la reina
apareció exultante en la engalanada sala del trono, Antoine se hallaba hablando
con el obispo Clemenceaux, venido desde la Mediterránea ciudad de Targo, única
y exclusivamente para celebrar aquel mayestático enlace, mientras en tierras
itálicas elegían al sucesor de Godet, al prelado que profesaría su culto en la
nueva catedral de Sainte Marie des Innocentes, una vez sus obras concluyeran.
-Admirad la
belleza de mi prometida- dijo el príncipe dirigiéndose al obispo, al tiempo que
se aproximaba a la muchacha y acariciaba la bien disimulada herida de su
labio-. Soy un hombre con suerte.
Madeleine se
acercó al hombre de Dios y besó su mano haciendo una reverencia.
-Realmente
exquisita.
-Gracias,
monseigneur- la reina volvió a inclinarse, aprovechando aquel instante para mirar
a la madre de su elegido, pálida y silenciosa junto a su despreciable esposo, sumisa,
perdida en el insuperable abismo que su amado hijo, al pegarla, había abierto
entre ambos la noche anterior.
Los recién casados salieron a la calle para
compartir su felicidad con el pueblo, que los recibió alterado y dichoso,
lanzando al aire millares de coloridos pétalos de rosa arrancados al alba.
-Acompañadme esposa- Antoine de Mauban le
tendió la mano-. Deseo enseñaros algo importante.
Madeleine se la
cogió dubitativa y, echando una furtiva mirada hacia Annette, se dejó llevar
lejos del tumulto, hasta las empinadas escaleras que conducían a las mazmorras.
-¿Por qué me
traéis aquí?- sin soltarse de él, la reina se detuvo con el vello de la nuca
erizado-. Dudo del romanticismo de este lugar.
-No es romántico,
lo admito- tiró de ella con suavidad,
comenzando a bajar los escalones-. No obstante, mi regalo nupcial para
vos se halla en los subterráneos y no quiero demorar en demasía la ofrenda.
-¿Y ni siquiera una pista obtendré de vuestros
labios sobre dicha ofrenda?- intentó sonsacarle la muchacha, mientras se
internaban en el pestilente y oscuro laberinto de corredores que ante ellos se
abrían.
-Si así lo deseáis-
el nuevo monarca hizo una pausa no demasiado larga y continuó hablando con
tranquilidad-, os diré que aquí abajo encontraréis lo que más deseáis en este
mundo.
-Vos sois lo único
que deseo- Madeleine agarró con más fuerza aquella gran mano, intentando
disimular la creciente sensación de ahogo que crecía en su pecho.
-No lo dudo mi
reina, no lo dudo- respondió la voz hueca de Antoine-. ¡Carcelero!
¡¡Carcelero!!
-Mi señor- el
verdugo salió de una silenciosa celda, con las manos ensangrentadas-. Os
esperaba ansioso para finalizar el trabajo- el gigante advirtió la presencia de
la mujer y enrojeció-. Mi reina- hizo una torpe reverencia-. Lamento mi
aspecto- se disculpó tratando de limpiar la sangre en el delantal de cuero que vestía.
-¡Aligerad
carcelero y llevadnos ante él!- apremió el rey.
-¿Ante él?- la
reina tragó saliva al tiempo que reanudaban la marcha-. ¿Quién ha sido
encarcelado sin mi consentimiento?
-¿Pensáis en
alguien especial al que temierais perder?- los fríos ojos de Antoine se posaron
en los suyos.
-No, en nadie.
Solo que no comprendo nada de esto.
-Enseguida lo
entenderéis, amada mía- dijo el monarca con retintín, siguiendo al verdugo
hasta otra oscura celda-. ¡Iluminad el rostro del herrero!