-57-
Con la lluvia empapándolo de pies a
cabeza, Dashiell se alejó de la catedral a medio hacer y recorrió los estrechos
caminos que se internaban entre las
innumerables sepulturas del cementerio, conduciéndolo hasta la de Marie,
engalanada como siempre, como ninguna otra, con un bello ramo de flores frescas.
-Natien, granuja- susurró sonriendo, al
pensar en ese ladronzuelo que tenía por escudero.
El caballero se acuclilló, las puntas de las
botas hundidas en el barro, la capa arrastrando sobre el mismo, y permaneció
inmóvil, con la mirada fija en la humilde cruz de madera sobre la que él mismo
había hecho tallar el nombre de la muchacha. Y allí, a solas con ella, se maldijo
como cada día, por no haber sido capaz de atrapar a Godet, al miserable
malnacido que había robado la inocente vida de tan dulce criatura y al que en
mala hora rebanara el tendón de Aquiles en lugar del pescuezo.
Al
son del repicar de la campana, los feligreses salieron en procesión de la misa
por Louis Phillippe y bordearon el cementerio, donde la silueta de Dashiell se
dibujaba emborronada tras la cortina de lluvia. Annette, el bebé prieto contra
su pecho para que no se enfriara, giró la cabeza hacia el caballero, alto,
bello, fuerte, con las vestimentas
pegadas al cuerpo como una segunda piel y el rubio cabello adherido a la frente,
que erguido y con semblante triste, contemplaba un túmulo decorado con flores. Cómo
no. La tumba de Marie. ¡MARIE, MARIE, MARIE, SIEMPRE ELLA! La doncella,
ruborizada, retiró la mirada para fijarla
al frente, al notar una hiriente punzada de envidia atravesar su pecho.
Inmediatamente sintió vergüenza y lástima por su persona, por su oscura alma y
sus negros pensamientos, y sobre todo por desear estar muerta para despertar en
él el mismo amor que aquella cocinera, quien no era, ni sería, más que un
espíritu vagando perpetuamente unido a sus vidas.
El joven caballero Thibaut salió a caballo
de entre las murallas de la villa de Mauban y, al galope, llegó a lo que antes
fuera el convento del obispo Godet. Desmontó y paseó con lentitud sobre las
ruinas carbonizadas que, a pesar de la lluvia caída desde aquel día, aproximadamente
un año antes, ennegrecían aún la tierra rojiza del claro en el que se hubiera
erigido el santo edificio. Un ruido. Se giró en redondo hacia el espeso bosque.
Ningún movimiento. Dio unos pasos al frente, la espada en posición de ataque, hacia
el lugar donde las gentes vecinas hubieran encontrado el cuerpo descompuesto de
la pequeña protegida de Godet, además de no menos de cuatro esqueletos. Una
sombra entre los arbustos. El custodio dio el alto y esperó. Como en anteriores
ocasiones, un hombre encapuchado surgió de entre los matorrales, se acercó a él
sin decir palabra y le hizo entrega de un sobre lacrado para el monarca Antoine.