lunes, 10 de marzo de 2014


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     Con la lluvia empapándolo de pies a cabeza, Dashiell se alejó de la catedral a medio hacer y recorrió los estrechos caminos que se internaban entre  las innumerables sepulturas del cementerio, conduciéndolo hasta la de Marie, engalanada como siempre, como ninguna otra, con un bello ramo de flores frescas.

     -Natien, granuja- susurró sonriendo, al pensar en ese ladronzuelo que tenía por escudero.

     El caballero se acuclilló, las puntas de las botas hundidas en el barro, la capa arrastrando sobre el mismo, y permaneció inmóvil, con la mirada fija en la humilde cruz de madera sobre la que él mismo había hecho tallar el nombre de la muchacha. Y allí, a solas con ella, se maldijo como cada día, por no haber sido capaz de atrapar a Godet, al miserable malnacido que había robado la inocente vida de tan dulce criatura y al que en mala hora rebanara el tendón de Aquiles en lugar del pescuezo.

    

 

 

 

     Al son del repicar de la campana, los feligreses salieron en procesión de la misa por Louis Phillippe y bordearon el cementerio, donde la silueta de Dashiell se dibujaba emborronada tras la cortina de lluvia. Annette, el bebé prieto contra su pecho para que no se enfriara, giró la cabeza hacia el caballero, alto, bello, fuerte,  con las vestimentas pegadas al cuerpo como una segunda piel y el rubio cabello adherido a la frente, que erguido y con semblante triste, contemplaba un túmulo decorado con flores. Cómo no. La tumba de Marie. ¡MARIE, MARIE, MARIE, SIEMPRE ELLA! La doncella, ruborizada,  retiró la mirada para fijarla al frente, al notar una hiriente punzada de envidia atravesar su pecho. Inmediatamente sintió vergüenza y lástima por su persona, por su oscura alma y sus negros pensamientos, y sobre todo por desear estar muerta para despertar en él el mismo amor que aquella cocinera, quien no era, ni sería, más que un espíritu vagando perpetuamente unido a sus vidas.

 

 

 

 

     El joven caballero Thibaut salió a caballo de entre las murallas de la villa de Mauban y, al galope, llegó a lo que antes fuera el convento del obispo Godet. Desmontó y paseó con lentitud sobre las ruinas carbonizadas que, a pesar de la lluvia caída desde aquel día, aproximadamente un año antes, ennegrecían aún la tierra rojiza del claro en el que se hubiera erigido el santo edificio. Un ruido. Se giró en redondo hacia el espeso bosque. Ningún movimiento. Dio unos pasos al frente, la espada en posición de ataque, hacia el lugar donde las gentes vecinas hubieran encontrado el cuerpo descompuesto de la pequeña protegida de Godet, además de no menos de cuatro esqueletos. Una sombra entre los arbustos. El custodio dio el alto y esperó. Como en anteriores ocasiones, un hombre encapuchado surgió de entre los matorrales, se acercó a él sin decir palabra y le hizo entrega de un sobre lacrado para el monarca Antoine.