domingo, 4 de agosto de 2013


-33-

 

 

     La futura soberana ató su corcel en el lugar señalado, a pocos pies de la salida del bosque, donde el animal aguardaría, para no levantar sospechas, hasta que su guardia personal se ocupara de recogerlo al anochecer. Agazapada tras las ramas bajas de la primera línea de árboles, la muchacha observó, envueltos en una fina neblina, las torres y el adarve que las unía y aprovechó el instante en el que ninguno de los soldados miraba hacia su dirección para echar a correr hacia la pared fortificada. Allí, pegada la espalda a la roca, anduvo hasta la entrada secreta y empujó una de las piedras que formaban el muro hasta que cedió, deslizándose aquella suavemente hacia el interior. Una vez dentro del pasadizo, Madeleine volvió a cerrarla con cuidado de no hacer ruido, y siguió el estrecho camino hasta llegar a su dormitorio, agradablemente caldeado gracias a las llamas del hogar. Como siempre, su amada Annette no dejaba nada al azar.

      Se quedó en cueros tirando las mojadas vestimentas al suelo y lanzando los escarpines por el aire con la única ayuda de sus pies y se sentó después frente al tocador, cepillando su empapada mata de pelo negra mechón a mechón, antes de que los nudos se apoderaran de ella.

     -Sois una hermosa zorra, Madeleine- se dijo en voz alta, palpando su plano vientre sin dejar de admirar su imagen en el espejo-. Solo hace falta que el inocente Antoine no se dé cuenta de hasta qué punto.

 

 

    

    El príncipe Antoine miró por el ventanal de sus aposentos y la visión de la lluvia lo transportó a sus añoradas tierras de Levisoine, bordeadas al sur y al este por frondosos bosques y humedales, bañadas al norte y al oeste por un mar de aguas frías y vientos violentos, mensajero de implacables y constantes tormentas provenientes de Inglaterra que se dejaban morir en sus escarpadas y verdes costas.

     Se sentó en uno de los poyetes y pegó la espalda y la cabeza sobre el frío muro, alzando esta última para mirar, abatido, el techo abovedado pintado en grana y decorado con detalles dorados.

     -Ya queda menos- susurró mientras espiraba todo el aire de sus pulmones, meditando en lo cercano de las nupcias, de los festejos y, sobre todo, de la aparición inminente de sus progenitores-. Madre- una lágrima rodó por su mejilla derecha al pensar en ella y en la falta que le hacían sus abrazos tiernos y protectores. Al recordar a su padre, sin embargo, pasó instintivamente el dorso de la mano por el mojado rostro para retirar de él aquella marca de debilidad. Cuando lo tuviera delante, levantaría la cabeza bien alta por la hazaña conseguida al unir su reino con el de Mauban y enlazarse en matrimonio a una mujer de la hermosura y valía de la princesa Madeleine. Sonrió sin ganas. Sabía que su testa no permanecería demasiado tiempo erguida tratando de frente con su engendrador, quien a pesar de la gesta no tardaría en hacerlo sentir indigno y necio, como siempre había hecho.  

     Escuchó pasos aproximándose por el corredor, un breve cruce de palabras y  pasos que se alejaban. Se había producido el cambio de guardia. Cerró los ojos y respiró profundamente,  preguntándose si no sería Dashiell quien tras la puerta se hallaba y, de nuevo sintió nacer en su interior ese algo inexplicable que su custodio le transmitía cuando se encontraba a su lado, cuando sus manos tenían la fortuna de rozarse. Separó su espalda de la pared  abriendo los ojos al máximo y se miró la entrepierna, abultada en esa zona la saya que utilizaba para dormir. Se levantó azorado como siempre que le sucedía, odiándose por el comportamiento obsceno y poco cristiano de su cuerpo. Se apretó los testículos lo más fuerte que pudo hasta dañarse, hasta conseguir que su polla volviera a su estado de flaccidez, e intentó borrar de su mente al soldado, porque no era lo correcto para un príncipe, para un hombre, para el hijo de un semental con la potestad de desvirgar a todas las doncellas del reino llegado el momento.

     -¡Soldado!- exclamó poniéndose en pie, en tanto un joven custodio entraba en la estancia-¡Que venga mi escudero! ¡Presto!

     El soldado hizo una reverencia, cerró la puerta una vez hubo salido y el sirviente no tardó en llegar.

     -Ayudadme con los ropajes. Debo presentarme ante mi prometida.