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-¿Los cruzados?-
Bastien se acercó a Khalia, que continuaba amontonando alimentos.
-Sí, los mismos-
la mujer alzó las cuatro puntas del pañuelo, las anudó y levantó la mirada para
fijarla en la de Bastien-. Uno de nuestros soldados ha muerto en mis brazos- le
mostró las manos y las mangas ensangrentadas- y, entre los estertores de la
muerte, tiempo ha tenido de narrarme
cómo, mientras él y los suyos realizaban maniobras en un terreno quebrado, los
enviados del Papa les tendieron una
emboscada. Y ahora se dirigen aquí, dispuestos a acabar con los cátaros.
-Ni tú ni yo somos
cátaros, ¿por qué huir?
Khalia rio a
carcajadas y después acarició el mentón barbudo del mercader.
-Ellos no van a
preguntar. Matarán a cualquiera que se cruce en su camino, en nombre de su
Dios.
-Pero, debemos
avisar a los otros.
-Ya es tarde- ella
cogió un cántaro de agua bajo un brazo y lanzó el hatillo contra el pecho de
Bastien-. O ellos, o nosotros- y salió corriendo de la morada sin mirar atrás.
El maubanés la siguió
sin dudarlo y vio que rodeaba la vivienda. De pronto, recordó el dinero que
guardaba en su dormitorio, la fortuna que el obispo Godet le hubiera entregado y,
sin desprenderse del hatillo, se giró en redondo, volvió a entrar en la casa, corrió
escaleras arriba y entró en sus aposentos. Abrió el primer cajón de la apolillada
cómoda y, al fondo, encontró la bolsa en la que se hallaba su pequeño tesoro. La tomó y cuando se disponía a salir
del cuarto, se acercó al lecho y, de debajo de la almohada, cogió el fragmento
de libro que hasta aquel tramo del viaje lo hubiera conducido. Entonces bajó
los escalones de tres en tres, trastabilló en el último de ellos y cayó al
suelo estrepitosamente, pero el escándalo proveniente de las puertas de la
muralla, los gritos, los relinchos, los choques de hierros, lo hicieron alzarse
de inmediato y correr hasta la parte trasera de la posada, como si la vida le
fuera en ello. Sin embargo, allí detrás no había ni rastro de Khalia, solo roca
y más roca.
-Khalia, mi vida-
susurró sin atreverse a elevar la voz-. Khalia.
Se quedó plantado
allí mismo, con el hatillo, el libro y su fortuna colgando de sus manos, sin
saber qué hacer, cuando de una hendidura camuflada en la colina de roca que
sostenía el pequeño castillo de Foix, apareció el moreno rostro de su amante.
Los hombres del
alguacil trabajaban afanosamente, rodeados por un corro de gentes de Passan que
observaban su tarea en solemne silencio. A un lado de la puerta de la vivienda,
Yannick los contemplaba sin estorbar, con los ojos llorosos, viendo cómo
entraban de manos vacías y salían con uno de los cuerpos, cómo volvían a entrar y a salir con otro más, a entrar y a
salir, y así, una y otra vez, una y otra, hasta cargar por completo el carro de
bueyes que llevaría los cadáveres hasta Mauban, donde se les
realizaría un examen exhaustivo con el
fin de averiguar más sobre sus violentas muertes y acerca del autor de las
mismas.
El carruaje se puso en marcha y ninguna
campana resonó para ahuyentar los demonios de aquella casa. Y sin embargo, no
hacía falta, puesto que aquel que la hubiera morado, lejos se hallaba.