domingo, 8 de septiembre de 2013



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      Reflejada en el espejo del tocador, miraba embelesada Madeleine la sutileza y  habilidad con que una de sus doncellas le colocaba el tocado ceremonial de su difunta madre, cuando la puerta de sus aposentos se abriera violentamente, irrumpiendo en la estancia un hombre cetrino de sorprendente altura, barbas y greñas grasientas y voluminosa barriga, que portaba en su diestra una jarra de la que no paraban de derramarse, con cada uno de sus torpes e inclinados pasos,  hilillos de dorada cerveza.

     -Futuro suegro- la reina se giró de nuevo hacia su reflejo, sin disimular la desidia en su voz,  e hizo un gesto para que la doncella abandonara el dormitorio-. Debe ser importante lo que venís a decir, si no habéis dudado en molestarme instantes antes del primer acto de los esponsales entre vuestro hijo y mi persona.

     Léonard de Levisoine arrastró la pastosa lengua por su labio inferior, intentando construir una serie de palabras con significado.

     -Vengo a por lo que me corresponde- dijo al fin, alzando la jarra y tirando al suelo la mitad de su contenido.

     Madeleine se carcajeó y se levantó del taburete.

     -Así que mis espías no mentían. Poseéis a cuantas mujeres habitan en Levisoine- se aproximó al gigante y el olor a sudor que desprendía la hizo retroceder con el dorso de la mano cubriendo su nariz-. ¡Por Dios, apestáis! ¡Desdichadas las muchachas por vos desvirgadas!

     El monarca, tambaleante, llegó hasta el tocador y, con un golpe seco, dejó el recipiente de plata sobre la superficie, encarándose a su futura nuera.

     -¡Soy rey y varón y, como tal, es mi derecho desde que nací!- las resbalosas palabras finalizaron con un eructo pestilente. Dejó la jarra y sacó la verga por la parte superior de las calzas-. No perdamos tiempo. Levantaos las faldas, abríos de piernas y en breve habremos terminado.

     -No solo estáis borracho, sino que además deliráis. Envainad vuestra arma y comportaos como un buen invitado, para que así mismo, pueda ser yo buena anfitriona. Estáis en mi casa, en mi reino y aquí se cumplen mis leyes.

     -Pero no podéis impedirme conocer a quien se convertirá en esposa de mi hijo y madre de mis nietos. ¡Debo comprobar vuestra valía!- el hombre se aproximó a Madeleine con el miembro cimbreante, limpiándose los espumarajos que manchaban su negra barba.

     -Acercaos solo un paso más y os dejaré la polla tan maltrecha que no volveréis a conocer mujer alguna el resto de vuestra penosa vida.  Tened por seguro que si  quisiera que me poseyerais nadie me lo impediría, ni siquiera vuestro hijo- a pesar del hediondo aliento del hombre, la reina le hizo frente-.  Pero jamás me acostaría con alguien que huele peor que un cerdo.

     Léonard de Levisoine frunció el ceño, uniéndose ambas cejas en una sola y súbitamente comenzó a reír estruendosamente, al tiempo que propinaba dos manotazos sobre la espalda de la muchacha.

     -Tenéis más pelotas que muchos hombres con los que haya luchado- se olió los sobacos-. ¡Madre de Dios, teníais  razón! ¡Apesto! No me extraña que a mi reina le importe poco con quien me acueste mientras no  yazca junto a ella- y salió de la estancia sin parar de carcajearse.