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Reflejada en el espejo del tocador, miraba
embelesada Madeleine la sutileza y
habilidad con que una de sus doncellas le colocaba el tocado ceremonial
de su difunta madre, cuando la puerta de sus aposentos se abriera
violentamente, irrumpiendo en la estancia un hombre cetrino de sorprendente
altura, barbas y greñas grasientas y voluminosa barriga, que portaba en su
diestra una jarra de la que no paraban de derramarse, con cada uno de sus torpes
e inclinados pasos, hilillos de dorada
cerveza.
-Futuro suegro- la
reina se giró de nuevo hacia su reflejo, sin disimular la desidia en su voz, e hizo un gesto para que la doncella
abandonara el dormitorio-. Debe ser importante lo que venís a decir, si no
habéis dudado en molestarme instantes antes del primer acto de los esponsales
entre vuestro hijo y mi persona.
Léonard de
Levisoine arrastró la pastosa lengua por su labio inferior, intentando
construir una serie de palabras con significado.
-Vengo a por lo
que me corresponde- dijo al fin, alzando la jarra y tirando al suelo la mitad
de su contenido.
Madeleine se
carcajeó y se levantó del taburete.
-Así que mis
espías no mentían. Poseéis a cuantas mujeres habitan en Levisoine- se aproximó
al gigante y el olor a sudor que desprendía la hizo retroceder con el dorso de
la mano cubriendo su nariz-. ¡Por Dios, apestáis! ¡Desdichadas las muchachas
por vos desvirgadas!
El monarca,
tambaleante, llegó hasta el tocador y, con un golpe seco, dejó el recipiente de
plata sobre la superficie, encarándose a su futura nuera.
-¡Soy rey y varón
y, como tal, es mi derecho desde que nací!- las resbalosas palabras finalizaron
con un eructo pestilente. Dejó la jarra y sacó la verga por la parte superior
de las calzas-. No perdamos tiempo. Levantaos las faldas, abríos de piernas y
en breve habremos terminado.
-No solo estáis
borracho, sino que además deliráis. Envainad vuestra arma y comportaos como un
buen invitado, para que así mismo, pueda ser yo buena anfitriona. Estáis en mi
casa, en mi reino y aquí se cumplen mis leyes.
-Pero no podéis
impedirme conocer a quien se convertirá en esposa de mi hijo y madre de mis
nietos. ¡Debo comprobar vuestra valía!- el hombre se aproximó a Madeleine con
el miembro cimbreante, limpiándose los espumarajos que manchaban su negra
barba.
-Acercaos solo un
paso más y os dejaré la polla tan maltrecha que no volveréis a conocer mujer
alguna el resto de vuestra penosa vida. Tened por seguro que si quisiera que me poseyerais nadie me lo impediría,
ni siquiera vuestro hijo- a pesar del hediondo aliento del hombre, la reina le
hizo frente-. Pero jamás me acostaría
con alguien que huele peor que un cerdo.
Léonard de
Levisoine frunció el ceño, uniéndose ambas cejas en una sola y súbitamente
comenzó a reír estruendosamente, al tiempo que propinaba dos manotazos sobre la
espalda de la muchacha.
-Tenéis más pelotas que muchos hombres con los
que haya luchado- se olió los sobacos-. ¡Madre de Dios, teníais razón! ¡Apesto! No me extraña que a mi reina
le importe poco con quien me acueste mientras no yazca junto a ella- y salió de la estancia sin
parar de carcajearse.