domingo, 2 de diciembre de 2012







-5-

                                                                        
     El olor a excrementos humanos era insoportable en las mazmorras. Algunos de los cubos de madera que los condenados utilizaban para hacer sus necesidades se hallaban a rebosar de heces y orines, mientras que otros hacía tiempo que se habían volcado, desparramando su inmundo contenido por el suelo empedrado. El  obispo Godet utilizó el borde de la manga de la sotana para taparse los orificios nasales y evitar que la pestilencia llenara su garganta y sus pulmones. Las ratas, acostumbradas a la presencia del ser humano, salían a su paso por cada recoveco, sin ningún temor hacia él, dando agudos chillidos y con los ojos brillantes a la luz de las velas. Apartó a varias de ellas violentamente, ayudado por su báculo, lanzándolas contra los muros pétreos. Entonces los oyó. Unos gritos femeninos llenaban cada rincón de aquel cavernoso laberinto de celdas y salas de tortura. Era de una de éstas últimas estancias de las que provenían los lastimeros quejidos que se repetían una y otra vez por el eco, dando la impresión de que no era una sola, sino mil, las mujeres que gemían de puro terror. El clérigo sonrió al imaginar a tantas odiosas rameras sufriendo al tiempo.
     -¡Tened piedad!, ¡tened piedad por Dios!- suplicó la prisionera entre llantos cuando el cura entró en la celda de castigo.
     La muchacha, de no más de veintidós años, colgaba por las muñecas de una soga que pendía de una argolla en el techo. Estaba helada y con cada sacudida de su tembloroso cuerpo, la cuerda erosionaba más la piel de sus articulaciones, haciendo que la sangre resbalara a lo largo de los antebrazos hasta llegar a los codos y de allí al suelo, donde el constante goteo del ferruginoso líquido había formado sendos charcos. Se encontraba completamente desnuda, resaltando en su palidez extrema el vello púbico y el de las axilas.  Alguien, probablemente el verdugo, había cortado a cuchillo su larga cabellera, tanto, que podían verse zonas en los que el cuero cabelludo había desaparecido, dando lugar a  repugnantes ronchas cubiertas de golosas moscas que se alimentaban mientras no paraban de zumbar.
     -¡Callad perra!- él le pegó un puntapié en la cadera- ¡No oséis manchar el nombre de nuestro señor pronunciándolo con vuestros adúlteros labios!
     El golpe hizo que la joven perdiera su ya precario equilibrio. Llevaba horas de puntillas, con las piernas completamente estiradas, para evitar que las fibras musculares de sus brazos se rasgaran. Ya eran dos días en la misma posición, con los miembros superiores entumecidos por la falta de riego sanguíneo, orinando y defecando en aquella postura, sobre sus propias piernas, sin acostumbrarse a aquel repugnante hedor que en varias ocasiones le había hecho vomitar lo poco que su estomago contenía.
     Pero lo peor estaba por llegar. Lo sabía. Ese no era más que el aperitivo de su tortura. Las palizas, el hambre, la humillación, no eran nada comparado con las atrocidades que los verdugos podían cometer. Ella había sido acusada, por su esposo, de adúltera y semejante pecado no podía quedar impune ante los ojos de Dios. Había escuchado historias sobre el paseo de la vergüenza, unidos los amantes por los sexos para que todos pudieran ser testigos de semejante traición a las santas escrituras. De buena gana hubiese elegido aquel castigo entre todos los posibles. Que todos se enteraran. Ella lo amaba. Amaba a Bastien. Si se hubieran conocido antes de casarse con sus respectivos cónyuges, nada de aquello estaría sucediendo. Quería verlo, saber de él. Trataba de escuchar en el silencio de las mazmorras, oír su voz, su respiración. Nada. Quizá lo hubieran llevado a algún otro lugar para que sufrieran más al no saber el uno del otro. Y ciertamente, dudaba que pudiera haber tortura mayor que aquel total desconocimiento.
     -Vengo como mensajero de malas noticias, he de reconocerlo- el obispo Godet se colocó ante la muchacha mirando sin ningún tipo de tapujo sus tersos senos, bajando ella la mirada, avergonzada por su desnudez-. Era predecible. Un cuerpo tan bien esculpido, un rostro angelical… Satán sabe cómo hacer apetecibles sus criaturas.
     -¿Satán?-la muchacha no entendía nada.
     -Parecéis sorprendida, como él me advirtiera en su confesión. Dijo que disimularíais, que os haríais la inocente… Pero no penséis que voy a caer en vuestros engaños. Yo soy la mano de Dios, Él me guía y me hace cauteloso. Vuestra máscara de juventud y belleza ha caído ante mis ojos y os veo como el engendro demoníaco que sois en realidad. Hicisteis que un buen hombre, un fiel esposo enamorado, sucumbiera a vos engullido por vuestras malas artes. Bastien habló cuando iba a ser torturado. Recordó entonces cómo había sido embaucado por vos mediante algún tipo de brebaje. A punto estuvimos de cometer una injusticia al torturar a un inocente, a un buen hombre del que os aprovechasteis sin compasión, tan solo para apartar del rebaño a uno de los nuestros. Pero habéis de saber que el bien siempre sale victorioso.
     No podía creerlo. Era incierto, aquel cura mentía. Bastien no podía haberla acusado para librarse de la tortura. Se amaban tanto… Ella lo amaba tanto…  
     -¿No decís nada?- el obispo seguía ante ella, inmóvil, atenazando su mirada con aquellos gélidos y negros ojos faltos de vida-. Verdugo- dijo sin dejar de mirarla-, traed la pera. Ha llegado la hora de que esta puta de Satán comience a hablar.
     El sayón desapareció por la puerta enrejada y volvió a aparecer en unos instantes, con un utensilio de hierro en forma de pepino en la mano. Se lo entregó al clérigo.
     -Yo seré en esta ocasión la espada de la justicia divina. El bien y el mal cara a cara, como desde tiempos remotos. Mi mano, guiada por el Señor, tendrá el cometido de sacar a la luz vuestra verdadera identidad- colocó el instrumento de tortura frente al rostro horrorizado de la prisionera, sabedora de lo que ocurriría a continuación.
     El obispo hizo un gesto al verdugo. Este se acercó a la joven y separó sus piernas tanto como pudo, impidiendo que ella se revolviera. Godet colocó la pera entre los pechos de la muchacha, haciendo que sus pezones se endurecieran al contacto del frío metal, y lo deslizó suavemente hasta el monte de venus. Después, sin ningún miramiento, lo introdujo en la vagina al tiempo que la mujer rompía el silenció con un fuerte gemido de dolor, convertido en alarido cuando el cura accionó el mecanismo que hacía que las hojas metálicas del instrumento de tortura se abrieran, rasgando el interior de su conducto vaginal. La sangre no tardó en  resbalar entre sus  temblorosas piernas, como dos ríos de color bermellón.