domingo, 19 de enero de 2014


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     Con gemidos prolongados y sentada a horcajadas, Annette arqueó su espalda hasta apoyarla sobre las piernas de Dashiell, en tanto que este la ceñía de la cintura para que su verga no saliera de la cálida caverna, hasta no haber vertido en ella hasta la última gota de su esencia.

     -¡Sí!- un par de enérgicas sacudidas y su polla rezumó aquella virilidad guardada desde la muerte de Marie. Alzó a la doncella y, sin salir de ella, la tumbó sobre su pecho-. Sois increíble-  susurró a su oído, acariciados sus labios por sus claros y largos cabellos.

     -Lo sé- susurró Annette a su vez, levantando la cabeza para mirarlo sonriente-. Pero me encanta que vos lo digáis- se acurrucó en aquel grande y cálido cuerpo, exhausta  tras la cabalgada, y acabaron durmiendo abrazados sobre la mullida alfombra que yacía ante la chimenea de la estancia del caballero.

 

 

 

 

    Bastien despertó con el ulular de un búho. Miró fuera de la gruta, restregándose los ojos adormecidos y con restos de cenizas. Noche cerrada en Foix.  Llamó a Khalia.

     -Ya es la hora- le dijo y ella se desperezó y lo besó con sus gruesos labios, haciendo acopio de su habitual energía.

     Se pusieron en pie y se asomaron al agujero rocoso, desde el cual, a causa de las penumbras, no se adivinaba la distancia que los separaba del suelo.

     -Sígueme- se agarró la muchacha a uno de los salientes de la pared de piedra y comenzó el descenso con la habilidad de un felino. Él no lo dudó y fue tras su amante, e intentando no resbalar en las piedras pulidas por el desgaste del río al transformarse en salto de agua, bajaron lentamente por la abrupta ladera, aprovechando, para asirse y no caer,  grietas, raíces, malas hierbas y pequeños agujeros que quedaban al desprenderse, aquí y allá, pedazos de roca.

     Llegaron abajo internándose en el espeso bosque que rodeaba la villa más importante del condado y, ya entre los árboles, al amparo de su protección, se detuvieron ambos para contemplar el gallardo y enhiesto castillo de silenciosas torres, arropado por gruesas murallas e iluminado por las fantasmales llamas de la ciudad caída. Caída, arrasada, incendiada, abatida.

      Afortunadamente para los condes, nobles y todas aquellas personalidades inspiradoras de la resistencia occitana a los que  los cristianos de la iglesia católica perseguían, la fortaleza no había sido sitiada; y allí, arriba en la colina, observadora de primera, había resistido el ataque de los enviados de Dios, mientras la plebe moría, sin importar su religión ni creencias, quedando sus cuerpos  amontonando en macabras pilas.

 

 

 

 

 


     Yannick abandonó Passan sin volver la vista atrás, hecha la firme promesa de no regresar jamás a aquellas codiciosas tierras, las cuales se habían adueñado de más de lo que él nunca podría haber ofrecido.