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Otoño. En forma de fina niebla, la lluvia
caía incesante sobre la villa de Mauban aquel primer aniversario de la muerte
del rey Louis Phillippe. Las gentes, cubiertas sus cabezas por gorros y
capuchas, cruzaban el enlodado cementerio de las afueras de la ciudadela y se
internaban en la catedral de Sainte Marie
des Innocentes, aún en construcción y repleta de andamios que ascendían por
las paredes de la Capilla Mayor y la planta de cruz latina, hasta la insegura y
provisional techumbre.
El
obispo Clemenceaux, finalmente elegido desde Roma para presidir la comunidad
cristiana del reino, esperaba de pie en el presbiterio, ante el altar mayor, ataviado
con una imponente mitra que apenas dejaba a la vista su hirsuto cabello
grisáceo. Una vez los asistentes hubieron tomado asiento, abrió la biblia por
una página cogida al azar y, de memoria, con el eco de las goteras que caían del techo como
acompañamiento, comenzó con su monótono y aburrido sermón en homenaje al amado
e importante difunto.
Madeleine, de riguroso luto, miraba hacia
abajo, hacia el dorso de sus manos, escuchando sin entender las vacías palabras
del prelado desde el primero de los bancos corridos. Con un ligero movimiento,
ladeó la cabeza sobre su hombro derecho. Antoine. Allí estaba su esposo, el monarca, el
hombre, aquella bestia con apariencia angelical. Suspiró volviendo a bajar la
mirada, esta vez con las palmas hacia arriba, quedando su vista fija en las
cicatrices nacaradas del interior de sus muñecas. Cerró los ojos al recordar y,
presa de la vergüenza, escondió las marcas bajo las mangas, más largas de lo
habitual desde que cometiera aquella locura. Entonces elevó el rostro para
mirar a su izquierda. Annette. Y entre sus brazos, con su perpetua sonrisa, el
futuro rey de Mauban; su pequeño Phillippe, su vida, su alegría, de cabello rizado en la parte de la nuca y negro
como el carbón de la fragua, la piel morena
como la de un campesino y los ojos de un verde tan hermoso como los de
su padre. Yannick. Cerró los ojos y suspiró de nuevo, en esta ocasión por el
recuerdo de aquel que un día desapareciera y al que quizá nunca volvería a ver.
Acarició las mejillas de su precioso bebé y éste la sonrió, tomándole un dedo con sus manitas
regordetas y llenas de vida. Madeleine se
agachó y besó su carita, caliente
a pesar de la humedad que reinaba entre aquellas paredes de piedra y, al
instante, todas las cicatrices que marcaban su cuerpo y su alma desaparecieron
como por arte de magia.