-11-
Karine despertó aturdida. Había permanecido en vela hasta altas horas de la madrugada, a la luz de los fogonazos de los rayos y alterada por los ensordecedores truenos, esperando la vuelta de Bastien. Sin embargo, ni éste ni la bolsa con sus ahorros habían regresado aún. Ahora, casi mitad del día, aporreaban la puerta sin cesar. Se levantó enojada y colocó sobre sus hombros un echarpe de lana, preguntándose si no sería su pésimo marido quien llamaba. Meneó la cabeza. Se encontraría en alguna taberna, borracho como una cuba y gastando su dinero en la cama de alguna prostituta.
-¡Qué!- vociferó abriendo bruscamente y colocándose soberbia ante el autor de los golpes.
Dos grandes soldados la miraban impertérritos, espada en mano. El uno moreno y de espesa barba rizada, pelirrojo el más joven. Dio un paso atrás, aturdida, y atisbó por encima de sus colosales hombros. El carro para transportar a los detenidos se hallaba ante su morada, como cuando, días antes, condujeran a Bastien a las mazmorras por su delito de adulterio. ¿Qué habría hecho esta vez? Volvió a mirar a los hoscos hombres de rostros inexpresivos, sus ojos acusadores clavados en ella. Echó una rápida ojeada calle arriba, con la esperanza de ver aparecer a su esposo. Pero entonces, sin darle tiempo a reaccionar, el mayor de los milicianos la agarró fuertemente del cabello y la sacó de la casa, a rastras, quedando la puerta abierta de par en par. Echó la mujer las manos hacia arriba, hasta agarrar las del avasallador, impidiendo que la tensión le desgarrara el cuero cabelludo. Pateó. Trató en vano de levantarse, de seguir la marcha de aquel miserable, pero sus talones, resbalosos en el lodo, no le concedieron la más mínima posibilidad de mantenerse en pie. Se detuvieron junto al carro. El taheño, que había cubierto la retaguardia en todo momento, le agarró por los tobillos y, aunando esfuerzos con los de su compañero, la lanzó sobre el vehículo de madera. En éste, un campesino la ató de pies y manos con gruesas correas de cuero y la rodeó con una pesada cadena de hierro, impidiendo cualquier movimiento.
Los caballeros montaron y abrieron la vergonzosa marcha dirección al castillo. El rudimentario carromato se tambaleaba peligrosamente con cada piedra encontrada en su camino y Karine cayó de rodillas cuando una de las ruedas topó con un profundo bache disimulado por el barro. Las cadenas se le clavaron en la carne, bajo las rótulas, rasgando piel y ligamento. Gritó de dolor y comenzó a llorar de rabia y miedo. ¿A dónde se dirigían? A su alrededor, el vulgo, sus propios vecinos, se echaban sobre el vehículo escupiéndola, vejándola, escrutándola como a una apestada, del mismo modo que no hace mucho, ella hiciera con la amante de su marido.
-¡Yo no he hecho nada! ¡Soltadme! ¡Soltadme os digo!- una piedra golpeó su frente y, por unos instantes, se sintió turbada.
-¡Calla puta!- gritó alguien protegido por el gentío.
-¡Al patíbulo con ella!- exclamó otra voz, esta vez de mujer, y muchas otras le siguieron.
La cautiva protestó y continuó vociferando, rogando, tratando de explicar el error, aquel equívoco desafortunado, mas calló al no ver a nadie dispuesto a ayudarla. Se detuvo el carro y el campesino, ganzúa en mano, la liberó de las cadenas y cortó las ligaduras de los tobillos. El soldado moreno tiró con tal ímpetu de ella, que cayó de bruces contra el empedrado de la plaza mayor y, no pudiendo frenar el golpe contra el suelo al tener las muñecas atadas a la espalda, varios de sus dientes se partieron llenándole la boca de sangre. Escupió. La piedra se tiñó de rojo ante numerosos pies que apuntaban a su rostro. Ambos guerreros la alzaron y la guiaron en volandas entre las gentes congregadas a su alrededor. Karine alzó los ojos velados buscando a su esposo. ¿Dónde estaría? ¿En que tugurio se hallaría cuando tanto lo necesitaba? Aguzó la vista, pero no se veían sino cabezas, decenas de caras desconocidas que cuchicheaban, que murmuraban y la insultaban, multiplicando por centenas los estallidos de voces que hablaban sobre ella. A medida que avanzaban al centro de la plazoleta, la muchedumbre se hacía a un lado abriéndoles pasillo entre pescozones y ciegas patadas dirigidas a la presa.
-¡Bruja!- rugió alguien.
Y entonces lo comprendió. Sabía dónde la llevaban y lo que pasaría a continuación. Miró ante ella, al montón de troncos apilados que se vislumbraban entre los cuerpos de los presentes. La iban a quemar.
-¡No! ¡Nooooooooo! ¡Soltadme!- la desesperación y el pánico hablaban por su boca sanguinolenta- ¡Os confundís! ¡No soy una bruja! ¡No lo soy! ¡Creedme! ¡Vais a cometer un error!
Los soldados, hartos de la condenada, la lanzaron sobre las ramas bajas de la pira y el verdugo, preparado para tomar parte del espectáculo, la asió del brazo y la empujó sin miramientos contra la estaca central, sin importarle las costillas que acabara de romperle. Comenzó a atarla con una cuerda, bien prieta, rajando su piel con el rugoso cáñamo. Prendió una antorcha. La pasó ante los ojos fuera de órbita de la mujer para después, acercarla despacio a los palitroques que descansaban a sus pies. Un humillo blanco comenzó a ascender desde la base de la hoguera, entre los chisporroteos de la madera humedecida, y las llamas no tardaron en aparecer lamiendo los escarpines de Karine, mientras ésta se desgañitaba pidiendo clemencia. Con cada bocanada de aire tragado, los pulmones se le llenaban de espeso humo. Tosió. El fuego empezaba a abrasarle las plantas de los pies, los tobillos, al tiempo que el olor de su propia carne quemada le provocaba nauseas al penetrar por sus fosas nasales. La población gritaba sin parar, revolucionada, pidiendo su muerte, su sangre, su alma. Y en ese instante lo vio. Bastien. Fundido con el gentío. Mirada tensa, rostro serio, cansado. Sus ojos fijos en ella. Lo llamó en un último esfuerzo, con un lamento continuo y desgarrado, en tanto el fuego trepaba por el gran palo, devorando su piel y sus entrañas.
Aquella deprimente chusma ávida de sangre, sucia, maloliente, lo rodeaba alzando los brazos, gritando vítores ante la quema de su esposa. Sonrió sin ganas mientras la cabeza de aquella, calva y llena de ampollas inflamadas por el calor, se desplomaba sobre su pecho, al tiempo que sus globos oculares estallaban acompañados de dos pequeñas explosiones. Los adultos, comportándose como bestias, aplaudían la muerte de la bruja, en tanto los niños lo celebraban corriendo alrededor de la hoguera, haciendo unos de valientes caballeros, otros de malvados hechiceros que huían de los afilados hierros de los primeros. El humo, arrastrado por las rachas de aire, rodeaba a los presentes del mismo modo que el olor a cerdo chamuscado desprendido por el cuerpo. Y sin embargo, Bastien no se movió un palmo de donde se encontraba, encandilado por la danza hipnótica de las llamas sobre la masa informe de lo que hacía apenas unos instantes había sido una mujer. La suya.
-Monsieur le marchand?
-El mismo. ¿Quién desea saberlo?- preguntó, frunciendo el ceño, a un joven mancebo de acento cerrado y pelo revuelto, que no habría cumplido los trece.
-Monseigneur l’évêque- fue su respuesta, entregándole una pequeña bolsa de considerable peso y un correo lacrado con el sello distintivo de la obispalía.
El mercader lo recogió y viendo al muchacho ante él, inmóvil como una roca, puso un par de monedas sobre sus agujereados guantes.
-¿Mejor así, granuja?
-Certainement monsieur, je vous remercie le pourboire! - se guardó los escudos en el interior de una de sus botas, pensando en qué podría gastar la generosa propina.
-Marchad y decidle a vuestro señor que el mensaje ha sido recibido. Allez! Allez!- le gritó, indicándole con las manos que se alejara
-Immédiatement!- el enviado del prelado salió corriendo hacia el convento, esquivando a los espectadores que todavía ocupaban la plaza.
El hombre, con la misiva bien guardada, se apartó de la muchedumbre y entró en una de las estrechas callejuelas que convergían en el mercado. Sacó el papel y comenzó a leerlo, sin perder detalle de lo narrado por aquel depravado.
Mi buen Bastien. Ciertos menesteres de urgencia dependientes de mi presencia me han impedido asistir a tan importante evento. Aun así, no podía dejar de agradeceros vuestra valentía al presentaros de buena mañana ante mi persona, sin temer las represalias de vuestra esposa, haciéndome partícipe de vuestra sospecha, finalmente verificada por quien os escribe. Efectivamente, Karine d’Armignon fue quien os hechizara, haciéndoos sucumbir a la lujuria con una mujer casada, obligándoos después a culpar de brujería a la susodicha.
Sin embargo, no debéis sentiros mal por la desgraciada muerte de Marjolaine. No podíamos saberlo. Luchamos con manos desnudas y puros corazones contra el macho cabrío y sus súbditos, siendo en ocasiones incapaces de pensar con claridad a causa de la ceguera provocada por los sentimientos. Pensad en su fallecimiento como la liberación de su alma. Ahora Dios la tiene en su seno, alejada y protegida de los innumerables pecados que corrompen nuestro mundo.
Olvidad. Nada más podéis hacer que borrar de vuestra mente todos estos desdichados sucesos. Id lejos, donde nadie os conozca y comenzad una nueva vida junto a una buena hembra que os colme de hijos y os sacie en todos los aspectos. Encontrad la ansiada felicidad que todo hombre busca sin hallarla. Aprovechad esta segunda oportunidad dada por la vida.
-¡Maldito bastardo!- Bastien hizo una bola con el papel y lo lanzó con ímpetu contra una de las paredes vecinas, donde rebotó para caer después sobre un charco amarillento.
Hipócrita. Ese gusano tenía el valor de hablarle de brujería, de hechizos, cuando ambos sabían que aquello no era sino una patraña. Las brujas. Personajes de leyenda inventados para mantener a los niños alejados de los bosques, de los pantanos y sus peligros. Godet, empero, lo había llevado más allá. Había transformado las fábulas en realidad, utilizándolas en su propio provecho y en el del reino. Ante el rumor de una revuelta, de una subversión, no había como señalar con dedo traicionero a una inocente y quemarla en la hoguera ante una multitud agitada, que pronto olvidaría sus sueños de alzamiento delante del cuerpo calcinado y apestoso de una vecina, de una pariente.
Caminó hacia su casa vacía, con paso decidido, intentando no pensar en su latente traición, en su hiriente cobardía, ladrona de la juventud, de la hermosura y del porvenir de su amada. Cerró la puerta asegurándola con un tablón, queriendo evitar la intrusión de cualquier inoportuno que pudiera sorprenderlo contando la generosa donación del obispo. Lanzó las monedas sobre el colchón y sus pupilas se dilataron ante la visión de aquella pequeña fortuna de olor metálico, resurgiendo en sus ojos, como un leve resplandor, su adormecida avaricia. Volvió a guardar los cuartos en la bolsa y comenzó a preparar un zurrón, donde no metería sino lo necesario para el largo viaje con destino a su nueva vida.
Donatien, sin resuello, entró en el convento y apoyó las manos en las rodillas doblando la cintura hacia delante, intentando recuperar el aliento. No había parado de correr desde la plaza, con las monedas bailando en el interior de su bota, y se deleitaba pensando en la hora de gastarlas en alimento para su familia. Miró a su alrededor enderezándose. Las figuras de los santos, talladas en madera, lo miraban desde la negrura de las diferentes capillas. Los veía. Veía aquellos ojos alargados pintados de un blanco antinatural, observándolo, como alimañas agazapadas en la oscuridad, dispuestas a saltar sobre él a la menor oportunidad. Aceleró el paso con los ojos fijos en el terrazo, sin atreverse a correr, con miedo a detenerse en la oscuridad perpetua de la casa de Dios. Se internó en la iluminada sacristía y cerró la puerta fuertemente, sintiendo un inmenso alivio al haber dejado fuera aquellas reliquias que tanto lo asustaban.
-¿Continuas entrando sin llamar?
El niño pegó un respingo al escuchar la voz. Miró hacia delante y allí estaba el obispo, sentado en un sillón, desnudo, con las piernas abiertas y los muslos cubiertos por docenas de gordas y resbalosas sanguijuelas infladas por su sangre. La puerta impidió su retroceso. Sin apartar la mirada del fláccido miembro del prelado, buscó a tientas el pomo, intentando que Godet no lo notara.
-¿Intentas huir? ¿Acaso temes a este viejo?- señaló su pene arrugado y torcido.
-Non, monseigneur- pero el pánico lo atenazaba con sus pinzas de hielo-. Monsieur le marchand a bien reÇu votre lettre.
-Buen trabajo muchacho- hizo una pausa para acomodarse en el asiento y le indicó que se aproximara.
A pesar de no querer acercarse, el monaguillo obedeció dando pequeños pasos hasta su señor. Recordó a Brigitte. Se la imaginaba andando hacia el obispo, viendo lo que él mismo veía y sintió repugnancia, pena, pavor. ¿Dónde se encontraría? ¿Qué habría sido de ella? Nadie había osado preguntar por la chiquilla aquella mañana, en la misa ¿Habría huido de aquel viejo asqueroso? Si así fuera, se alegraba. ¿Quién podría reprochárselo? Tragó saliva y su abultada nuez subió y bajó ostentosamente sobre la tráquea, al detenerse junto a uno de los brazos del sillón.
-Fíjate en mi polla- el cura pasó la mano por debajo del pequeño trozo de carne y lo dejó apoyado en la palma-. ¡No pongas esa cara de asco!- con la mano libre lo agarró por la nuca y lo obligó a arrodillarse junto a él, con la boca casi rozándole el prepucio-. Algún día tú también la tendrás así de vieja, con los huevos colgando como dos alforjas y con unas inoportunas ganas de mear que no te dejarán vivir tranquilo- disminuyó un ápice la presión en el cogote-. Pero todavía funciono, ¿sabes? ¡Vaya si funciono! Ahí esta el problema. Siempre tengo ganas de fornicar. ¡Siempre! ¡Ganas de metérsela a una de esas guarras hasta que grite de dolor!
Donatien volvió a pensar en Brigitte, ahora con menos dudas sobre lo verdaderamente ocurrido. Debía huir, ponerse a salvo. Se revolvió, mas las garras del cura lo tenían bien apresado. Su mejilla rozó un par de húmedas sanguijuelas y el obispo lo aplastó contra ellas fuertemente, sintiendo aquellos blandos e hinchados cuerpos deformándose bajo la presión de su rostro. Cerró los ojos y rezó. Rogó por su vida, porque todo aquello terminase de una vez.
-No eres más que inmundicia- le susurró Godet al oído, inclinándose sobre el-. El hijo de un carpintero sin aspiraciones. Y sin embargo, voy a apiadarme de ti. Corre a casa, presto, y no digas jamás lo aquí sucedido, porque, en tal caso, verás a tu madre en la hoguera y a tu hermana menor en mi lecho, sodomizada por mi verga.
En cuanto el viejo lo hubiera soltado, Donatien se precipitó al exterior del templo sagrado. La noche había caído sobre el bosque y la niebla flotaba entre los troncos de las encinas y los alcornoques. Corrió sin detenerse, aterrado, mas no por las sombras, ni por la oscuridad, ni por las imágenes de los santos tan lejanas en su mente, sino por la crueldad de aquel hombre que promulgaba la palabra del Señor.