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Las calles de la
fortaleza se habían llenado del bullicio y la alegría precedentes a cualquier
enlace real que se preciase en aquellos tiempos. Maubanenses de toda la región
habían llenado posadas, colmado albergues para peregrinos y ocupado cualquier
alojamiento que pudiera utilizarse durante los tres días que duraran los
esponsales entre la reina Madeleine de Mauban y el príncipe Antoine de
Levisoine.
Donatien miraba en
todas direcciones con los ilusionados y atentos ojos de un niño, extasiado por
todo aquel movimiento de sus vecinos corriendo de un lado a otro, dando los
últimos retoques a aquellas rúas por las que aquella misma mañana, víspera del
idus de octubre, pasaría la comitiva real encabezada por los prometidos. Se
detuvo en una de las callejas laterales y observó que, al igual que en el resto
de la villa, también las ventanas de aquellas viviendas se habían adornado con decenas
de elaboradas guirnaldas de flores silvestres recién cortadas, que coloreaban
aquel mundo casi siempre gris. El mozo echó una rápida mirada a su alrededor,
corrió hacia un bajo balcón y, encaramándose a la balaustrada, cogió un hermoso bouquet metido en agua que pronto alguien echaría en falta. Huyó
sin esconderlo y salió de la fortaleza
esquivando a la multitud que no dejaba de llenar la plaza, colocándose donde
ordenaban los soldados. Subió la pequeña colina lindante al este con los muros
defensivos de piedra y vio las obras paradas de lo que a la larga sería la
nueva iglesia de Mauban, la que se llamaría Sainte
Marie des Innocentes, tras la desaparición del obispo Godet y con el convento reducido a una montaña de
escombros y cenizas.
-Sainte
Marie, mère de Dieu, sanctifié soit ton nom…- comenzó a rezar el muchacho frente
a una de las lápidas más recientes, se santiguó, se arrodilló en la hierba
fresca y
colocó las flores sobre la tumba-.
J’espère qu’elles te plaisent.
-Seguro que a
Marie le habrían complacido- dijo Dashiell desde un promontorio de piedra del
que bajó de un salto sacudiéndose, acto seguido, la parte trasera de sus engalanadas
vestimentas, para posteriormente acoger en el pecho al mozuelo cuando éste se
le abalanzara propinándole un fortísimo abrazo-. Vaya Natien, cada día estás
más fuerte… y más ágil- añadió mirando por encima de su hombro el bello ramo de
flores que descansaba sobre la tumba-. ¿A quién se lo has robado?
El hijo del carpintero
agachó la cabeza y sus orejas enrojecieron por pura vergüenza.
-Tranquilo, no voy a delatarte- le revolvió
los cabellos-. En la fortaleza hay hoy muchas
flores, demasiadas, y estas habrían hecho feliz a Marie- el custodio le propinó
un poderoso manotazo en la parte baja del cuello, y tosió para disimular el quiebre de su voz tras pronunciar aquel nombre-. Vamos, los
festejos no tardaran en comenzar- y
ambos caminaron hacia el portón cuando el
primer aviso de cornetas se expandía aún por el aire.
Yannick se despojó del sucio delantal y utilizó el viejo balde de madera medio
podrida de la herrería para quitarse la mugre de cara y manos. Apagó la fragua
y escuchó los primeros acordes de las cornetas entre el siseo del suave viento.
Estaba preocupado, carcomidas las entrañas por una angustia exacerbada que le
impedía pensar con claridad. Pero aunque al principio lo creyera, no era por
Madeleine, no. Ni tampoco por su inminente y asumido matrimonio. El motivo de
la desagradable sensación de desazón que ungía sus tripas era Juliette, a la
que no había vuelto a ver desde aquella tarde de seis días antes.
-¡Caballero!-
Annette corrió hasta él con las ensordecedoras notas de las segundas cornetas
acompañándola- ¿Dónde os hallabais? El desfile está a punto de comenzar y
pensaba que mi pareja no aparecería- lo sujetó por el codo y ambos avanzaron
entre el gentío.
-Siento la
tardanza, pero…- dijo el joven custodio aminorando el paso, haciendo que la
doncella se girara para observarlo de frente-…tuve que detenerme en numerosas
ocasiones a satisfacer a las mujeres que se abalanzaban excitadas sobre mí.
El serio semblante
del soldado la hizo sonreir.
-A pesar de los
últimos sucesos, me alegra constatar que seguís siendo un bufón.