domingo, 13 de enero de 2013




-9-

          

          Tenía frío. Tiritaba. La habían dejado allí tirada, en la penumbra de la celda, acompañada únicamente por los fuertes dolores que punzaban sus entrañas. Arrebujada en una de las esquinas, trataba de abrigarse de la penetrante humedad de las mazmorras, mientras apretaba fuertemente sus piernas, intentando, en vano, cortar aquel profuso sangrado que lentamente robaba su vida. El final debía estar cerca. Su mirada, borrosa, distorsionaba las sombras que la rodeaban. Semejaban espectros. Espíritus esperando el momento de guiarla hasta su nueva morada. Y ahí estaba él, Bastien. La más brillante de las visiones. Su delator, su verdugo, su asesino. Su amado.




     Yacía en el lecho conyugal con los brazos en cruz y la mirada fija en las vigas del techo, en tanto que su esposa, temerosa de perderlo a manos de otra fémina, lamía generosamente su miembro, arrodillada entre sus piernas. Bastien sentía la pastosa lengua de Karine subiendo y bajando por la superficie del falo, recorriendo cada pliegue, cada protuberancia, buscando agradarlo ayudada de sus pocas habilidades. Él suspiró hastiado. Algo no marchaba en sus partes. Debía actuar. Agarró de los largos cabellos a su mujer, la empujó hacia delante con rabia y llenó su boca, a la fuerza, con aquel grueso trozo de carne blanda que tantos días llevaba sin funcionar. Movió violentamente su cabeza, una y otra vez, hasta golpear con el extremo del pene la campanilla de ella, quien lo respondió con unas sonoras arcadas y el doloroso clavar de su mellada dentadura en la piel.  
      Se incorporó súbitamente y apartó a su esposa de un manotazo brusco, tirándola al duro suelo de piedra. Ella protestó, cómo no, como siempre,  pero ignorándola por completo salió a la noche iluminada por la luna llena. Tembló. Apretó el centro de su pecho con la palma de la mano sintiendo un profundo ahogo. Le costaba respirar y sus ojos fueron llenándose de lágrimas, a medida que las imágenes de su amada inundaban su mente. Culpable. Lo era, si. Responsable del seguro sufrimiento de Marjolaine. ¿Qué había hecho? La había condenado, había firmado su sentencia de muerte a cambio de preservar una vida, convertida en penitencia sin ella. Tenía que hacer algo. Con urgencia. Un trueno retumbó en la lejanía. Levantó la mirada y descubrió un cielo cubierto por gruesas nubes que se movían rápidamente anunciando lluvia. Un rayo de esperanza lo iluminó entonces. Quizá no fuera demasiado tarde para salvarla. Detendría la inminente ejecución. Lo haría. Más debía apresurarse.
         Entró de nuevo en la casa, se vistió de cualquier manera y rebuscó bajo el relleno de hojarasca y paja de la ropa de cama. La arpía con la que hubiera contraído nupcias lo agarró por el brazo desesperada, hincándole sus uñas semejantes a garras, intentando frenética que soltara lo de allí sacado. De un empellón, se zafó de ella, quien salió despedida contra el montón de troncos apilados junto al hogar, cayendo estos ruidosamente mientras se desparramaban por la estancia. Aprovechó Bastien la oportunidad para escapar, para salir de aquellas asfixiantes cuatro paredes.
      En el exterior, la tormenta había arreciado. La lluvia caía en bloque y quedó empapado en cuanto sus pies tocaron el embarrado camino. Cerró los ojos y alzó nuevamente el rostro hacia el cielo, respiró hondo y escuchó. Los furiosos truenos habían transformado en murmullos lejanos los insultos e improperios salidos por boca de Karine. Comenzó a andar pensando cuánto la aborrecía, de qué manera odiaba su penetrante voz chillona, sus incesantes quejas, sus órdenes, sus desvaríos. Maldecía la hora en la que los caminos de esa solterona de piel ajada y su progenitor, deseoso de quitársela de encima casándola con el primero que su mano pidiera, se habían cruzado. Tomó la unión, en primera instancia y guiado por su avaricia, como el más próspero negocio de su vida. Sin embargo, a pesar de la dote, del aumento  de posesiones y de la mejora de estatus, los últimos años habían sido un auténtico infierno, trabajando como un esclavo para dos patanes que no valoraban nada de lo que hacía y cuidando de su decrépito suegro. Y ahora, aun habiendo sido bendecido por Dios con la muerte del viejo, su vida no se había convertido en ningún campo de rosas. Seguía sintiendo repugnancia por su esposa y su acre olor a sudor, por sus largas jornadas de trabajo huyendo de sus deberes carnales y por las noches en que, sin escusa, debía consumar.
    Apresuró el paso al recordar a Marjolaine, su única riqueza verdadera, su radiante flor del Mediterráneo, marchita ahora, en los calabozos de la fortaleza, a causa de su cobardía.
   Jadeó desesperado. Si bien se encontraba próximo a su primer destino, el lodo descendiente por las callejas le impedía avanzar con rapidez. El aguacero caído sobre las secas tierras había propiciado la formación de un río de abundante caudal, que arrastraba piedras y ramas de los árboles del bosque cercano por medio de la maltrecha calzada. Estaba exhausto y los goterones lo cegaban, castigando su rostro a latigazos con cada ráfaga de viento. Incluso la naturaleza parecía estar en su contra. Tropezó con algo duro y cayó al suelo con los brazos extendidos. Se llenó su boca de barro. Levantándose con agilidad escupió a un lado, varias veces, intentando quitar de su boca aquel desagradable regusto a fango. Miró a su alrededor con la respiración entrecortada y totalmente perdido. Estaba oscuro. Aguzó la vista y en cuanto se acostumbró a la negrura, vislumbró el edificio que buscaba. Se aproximó y aporreó la puerta con el puño, tan poderosamente que una luz no tardó en iluminar una de las dependencias superiores. Cuando la puerta principal se abrió violentamente, apareció en el umbral un hombre descomunal de pobladas cejas y barba negra, sin duda el ser humano más fornido y temible del pueblo, que no era sino el carnicero.   
      -¡¿Qué quieres, desgraciado?!- vociferó el gigante mirándolo de arriba abajo, arrugando la nariz con claro desprecio. Sabía que conocía a ese hombre.
     -Necesito que me acompañéis a las mazmorras- consiguió pronunciar Bastien entre el castañeteo de sus dientes.
     -¿A las mazmorras dices? ¿Ahora?- hizo una pausa mirando el torrente que bajaba por la  calle aquella espesa noche, y volvió a mirarlo confuso- ¡Fuera de aquí, loco! ¡Y no oses volver a molestarme!- cerró de un portazo y las luces volvieron a apagarse.
     -¡No, no me dejéis aquí!- comenzó a lloriquear desesperado, envuelto de nuevo en la fría oscuridad. Se arrodilló ante la puerta sintiéndose inservible- ¡Necesito vuestra ayuda! Os necesito. Debéis ayudarla- escondió la cara entre sus sucias manos, cuando un débil tintineo lo esperanzó. Se irguió sobre sus temblorosas piernas, abrió el talego que colgaba sobre su cadera derecha y sacó la pequeña bolsa de monedas que su esposa hubiese querido arrebatarle anteriormente. La hizo sonar- ¡Tengo dinero! ¡Os puedo pagar el favor!- exclamó triunfante, al tiempo que las luces volvían a encenderse. La puerta se abrió otra vez. 
     -¡Enséñame el dinero!
     El mercader así lo hizo. Le tendió al carnicero el saquito perteneciente a Karine, donde aquella puta guardaba cada una de las monedas que sisaba de sus ganancias. Ahora le serían útiles.
      -De acuerdo- dijo el otro arrancándoselo de la mano-. Deja que me cambie de vestimenta y te acompañaré.
      Cuando el hombre salió cubierto por una capa con capucha, la tormenta había amainado, más la corriente del río que atravesaba la villa parecía ahora más embravecida. Cerró la puerta y sin decir palabra comenzó a andar, con paso firme, con Bastien corriendo a su lado, al no conseguir llevar el ritmo de sus largas zancadas. Subieron la empinada cuesta que llevaba al grandioso portón principal y los soldados, que lo custodiaban pétreos, lanza en ristre, los dejaron pasar sin hacer preguntas. Se adentraron en plena fortaleza. El matarife sacó un manojo de pesadas llaves de su zurrón y abrió con una de ellas una alargada puerta de barrotes.  La cruzaron y comenzaron a bajar los escalones húmedos dirección a las mazmorras. El agua de lluvia que se filtraba por las hendiduras que quedaban entre las piedras de los desgastados y gruesos muros, les acompañaba en su empinado descenso, creando toda suerte de extraños ecos formados por el chapoteo de sus pies y  los guturales gorgoteos que sonaban por doquier, dando la impresión de estar rodeados por miles de invisibles almas errantes hablando en susurros al unísono. Ya en el sótano, el carnicero entró en una estancia bien iluminada, la única en aquella laberíntica red de celdas. Cuando volvió a salir, llevaba el velludo torso desnudo, la abultada panza sobre la cinturilla de unos calzones grises con extrañas manchas parduzcas que los oscurecían de manera desigual y una capucha tapándole completamente el rostro, a excepción de los ojos y la boca. Bastien se estremeció.
     -Y ahora dime. ¿A quién quieres ver?
     -A mi amada. Marjolaine. El obispo Godet la tachó de bruja por mi confesión, más estaba aturdido y no supe decir la verdad y…
     -¡Ahora te reconozco! ¡Eres el adúltero!
     -Lo soy y enorgullezco al decirlo, puesto que la amo. Desearía hablar con ella y explicarle las malas artes que se utilizaron en mi contra para que la culpara de lo que no es.
     -Yo no me preocuparía. Dudo que esa dulce criatura vuelva a culpar a alguien- el verdugo sonrió maliciosamente, guiándolo hasta una de las celdas. Abrió la puerta enrejada y lo dejó pasar, con la única compañía de una antorcha que diera algo de luz a la oscura habitación.
     Bastien entró en la celda susurrando el nombre de aquella que su corazón había robado. No obtuvo respuesta. Volvió a pronunciarlo, esta vez más fuerte. Silencio. Caminó hacia la izquierda Iluminando la estancia con la tea, recorriendo concienzudamente cada recoveco de piedra. Un sonido a sus espaldas lo sobresaltó. Giró raudo y extendió el brazo para que las llamas penetraran en las tinieblas, más nada vio. Avanzó un paso hacia el ruido. Otro. Se detuvo. Ladeó la cabeza para escuchar mejor. Solo aquel sonido indescriptible, acompañado de los restallidos de su agitada respiración. Volvió a ponerse en marcha mientras su mente trabajaba con frenesí. Pisó algo y cayó cuan largo que era. La antorcha salió despedida de su mano y rodó al aterrizar en el suelo. Bastien se estremeció de horror. Se hallaba tendido junto a su pobre Marjolaine, inerte en el suelo sobre un charco de oscuros fluidos, tan pálida ella bajo el brillante titilar de las llamas, como la cera. La sangre la cubría similar a  una estola mojada y roja pegaba a su piel, a su rostro. Sin embargo no le costó reconocerla. Se sentó a su lado y acarició sus heladas mejillas. Sus ojos permanecían abiertos, con los irises y las pupilas vueltos hacia arriba, casi bajo los párpados superiores. Los cerró con dulzura, apenado porque nunca lo volverían a mirar, porque nunca le concederían el perdón. De nuevo el ruido. Cogió la tea y la pasó por encima de Marjolaine, despacio, como si le asustara descubrir algo peor que tenerla muerta frente a él. Con cuidado, la atrajo hacia si agarrándola del hombro.




     Escuchó un alarido de horror amplificado y repetido por el eco. El delgaducho la había descubierto al fin. Dejó a un lado el vino que estaba bebiendo y se adentró nuevamente en las mazmorras, con el manojo de llaves en la mano. Entró en la celda. Olía a vómito. Podía ver la silueta del afeminado a su diestra, en cuclillas, con la espalda pegada a la pared y ocultando su rostro con unas manos que no conocían el verdadero trabajo. Siguió hasta el fondo de la estancia, al lugar exacto donde aquella misma mañana la ramera había emitido su último suspiro de vida. Ésta se hallaba ahora boca abajo, totalmente ensangrentada, con las vísceras y los huesos a la vista, mientras decenas de ratas la devoraban al compás de su rápido roer.