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Cojeando atrozmente a causa de su tobillo
malherido y arrastrando aquel colgajo sanguinolento que tenía por pie, el
obispo Godet se adentró en el bosque aferrado, con todas sus fuerzas, al báculo
pastoral. Las ramas bajas de los árboles
azotaban su debilitado cuerpo, mientras las agujas de pino y los guijarros se
clavaban en sus pies desnudos. Una roca lo
hizo tropezar y cayó sobre la alfombra de hojas que cubría el húmedo paraje. Se
sentó para mirar la herida abierta que rezumaba sangre, como si se tratara de
una olla rebosante de agua en ebullición,
y maldijo al caballero del príncipe Antoine, artífice de aquel tajo profundo
hasta el hueso, que enlazaba ambos
maléolos.
Se irguió
trabajosamente ayudado de su inseparable bastón y reanudó la marcha. No había
tiempo que perder. Debía ponerse a salvo del vengativo soldado que tarde o
temprano daría con él.
Los truenos retumbaban a lo lejos, más allá de
las altas montañas, mientras el bosque iba llenándose de penumbras. No
obstante, Juliette no aceleró el paso, ni siquiera cuando la lluvia comenzó a
empaparla. Disfrutaba de aquella soledad, de la oscuridad protectora, del
silencio y la calma, y esperaba llegar a su hogar cuando toda su familia
durmiera ya, cuando nadie la molestara con un sinfín de peticiones y órdenes
por ser la mayor de once hermanos. Entonces, sigilosamente, se acurrucaría en
la abarrotada cama en la que pronto serían, al menos, uno más, y descansaría
hasta el amanecer de un nuevo y agotador día limpiando y escuchando las quejas
hambrientas de diez bocas que apenas si tendrían qué comer.
Se
agachó y recogió del suelo una rama de árbol llena de hojas que habían comenzado
a amarillear y prosiguió su marcha por el estrecho sendero agitando el palo, como
si espantara moscas, y silbando una alegre cancioncilla que la ayudaba a no
pensar.
Un quejido antinatural llegó hasta sus oídos instantes después. Se
detuvo. Volvió a oírlo. Un sonido alargado y lúgubre que llegaba hasta ella
cascado y lejano. Dio unos pasos inseguros hacia la vegetación que bordeaba el
camino.
-¿Quién hay ahí?- preguntó en voz baja y temblorosa.
Nada, salvo las gotas de lluvia al caer.
-¿Quién hay?- alzó la voz.
-¡Ayudadme!- la voz rota llego hasta ella atravesando el bosque- ¡Estoy
herido!
La muchacha soltó la rama y, sin pensar en los peligros que la pudieran
acechar, se sumergió en la espesura en
busca del desesperanzado hombre, al que no tardo en hallar.
-¡Oh, alabado sea el todopoderoso Señor!- exclamó un viejo con la espalda
apoyada en un grueso tronco- ¡Él os ha enviado como a un ángel guardián!
¡Acercaos y ayudad a este malparado siervo de Dios!
Juliette se aproximó a él lentamente, con pasos cautos, dispuesta a
correr ante la más mínima señal de peligro. Llegó hasta sus pies embarrados y
miró aquel cuerpo sucio, arrugado y desvalido, que en nada se quedaba sin su
sotana y sus palabras floridas.
-¿Monseigneur?