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Bastien
detuvo el paso y cerró los ojos. Aspiró la mezcla intensa de los olores del
otoño de la fértil Navarra; la tierra húmeda, la hojarasca amontonada en el
camino, la leña seca ardiendo en los lares. Su mente lo envió a Foix, donde un
año antes hubiera comenzado la andadura hasta su nueva vida: la agotadora subida
del nevado Port de Cize desde la villa de Saint Michel, en la vertiente de
Gascuña, la llegada al hospital de Roldán, en Roncesvalles, cuando sus fuerzas
a punto estaban de abandonarles y los aullidos de los lobos hambrientos se
escuchaban tan próximos en el bosque que sentían sus alientos malolientes en el
cogote. Abrió los ojos de nuevo y miró entonces el refulgir de los danzarines brillos
que el sol dibujaba en las cristalinas y tranquilas aguas del río Ega, en cuyo meandro, en la orilla
derecha, al pie de un pequeño relieve rocoso, sobre los restos del antiguo burgo de Lizarra, se asentaba la
fortaleza en el interior de la cual se hallaba su nuevo hogar, así como el de otros
muchos francos, hombres libres del vasallaje a nobles y eclesiásticos. Se giró
hacia Khalia, su esposa, cabello rizado, largo, suelto, tez morena de terciopelo, toda
ella radiante, hermosa y perfecta. Tomó su mano, delicada y fuerte al tiempo, y
acarició su abultado vientre, hinchado a más no poder ante la inminente llegada
al mundo de su retoño. Le sonrió, reflejada en su rostro una dicha tan inmensa
que nunca antes recordaba haber sentido.
-Caminenos- ella besó sus labios-. Pronto anochecerá y toca el turno de
cenas.
Y con calma, se pusieron en marcha hacia
la fortificación de Estella o L’Izarra, como se la solía llamar en esa mezcla de idiomas entre el lenguaje
rudo y extraño de los navarros y el francés de los llegados de Tours y del Puy,
y que pronto, gracias al creciente comercio de la zona al ser paso obligado del
camino de peregrinación a Santiago, formaría una grandiosa villa junto con
las tierras aledañas de San Juan
y El Arenal.