domingo, 6 de abril de 2014


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     Bastien detuvo el paso y cerró los ojos. Aspiró la mezcla intensa de los olores del otoño de la fértil Navarra; la tierra húmeda, la hojarasca amontonada en el camino, la leña seca ardiendo en los lares. Su mente lo envió a Foix, donde un año antes hubiera comenzado la andadura hasta su nueva vida: la agotadora subida del nevado Port de Cize desde la villa de Saint Michel, en la vertiente de Gascuña, la llegada al hospital de Roldán, en Roncesvalles, cuando sus fuerzas a punto estaban de abandonarles y los aullidos de los lobos hambrientos se escuchaban tan próximos en el bosque que sentían sus alientos malolientes en el cogote. Abrió los ojos de nuevo y miró entonces el refulgir de los danzarines brillos que el sol dibujaba en las cristalinas y tranquilas aguas del río Ega, en cuyo meandro, en la orilla derecha, al pie de un pequeño relieve rocoso, sobre los restos del antiguo burgo de Lizarra, se asentaba la fortaleza en el interior de la cual se hallaba su nuevo hogar, así como el de otros muchos francos, hombres libres del vasallaje a nobles y eclesiásticos. Se giró hacia Khalia, su esposa, cabello rizado,  largo, suelto, tez morena de terciopelo, toda ella radiante, hermosa y perfecta. Tomó su mano, delicada y fuerte al tiempo, y acarició su abultado vientre, hinchado a más no poder ante la inminente llegada al mundo de su retoño. Le sonrió, reflejada en su rostro una dicha tan inmensa que nunca antes recordaba haber  sentido.

     -Caminenos- ella besó sus labios-. Pronto anochecerá y toca el turno de cenas.

       Y con calma, se pusieron en marcha hacia la fortificación de Estella o L’Izarra, como se la solía llamar  en esa mezcla de idiomas entre el lenguaje rudo y extraño de los navarros y el francés de los llegados de Tours y del Puy, y que pronto, gracias al creciente comercio de la zona al ser paso obligado del camino de peregrinación a Santiago, formaría una  grandiosa villa  junto con  las tierras aledañas de San Juan y El Arenal.