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Ante el tocador de los reales aposentos, Annette peinaba con mimo los largos y morenos cabellos de la princesa. Ninguna hablaba. En la estancia, únicamente el roce de las cerdas del cepillo desenredando la melena perturbaba el silencio. Étoile había muerto. Aquella mañana. Sacrificada. Nada se había podido hacer por ella. Nada, salvo calmar el sufrimiento causado por la infección.
-No podéis continuar así. Apenas habéis comido y las lágrimas os han marcado con sendas ojeras. Princesa…
-Estoy bien. Solo necesito descansar, estar sola- miró a su doncella-. Lo comprendéis, ¿no es así?
-Por supuesto- se puso en cuclillas ante ella y le rozó el dorso de la mano con una de sus mejillas. Después se lo besó dulcemente-. Llamadme si necesitáis de mis servicios- Annette volvió a levantarse.
-¡Esperad! Deseo que esta noche hagáis lo pactado.
-Lo que ordenéis- la muchacha hizo una reverencia y salió al corredor.
-Vengo a ver a vuestro señor- Annette se detuvo ante los aposentos del príncipe. Dashiell la miró de arriba abajo, sintiendo el fuerte deseo de hacerla suya.
-Cada día estáis más hermosa, doncella.
-Y vos cada día sois más descarado, caballero- la sirvienta sonrió ante aquellos pícaros ojos azules. Solo se habían acostado en una ocasión y, sin embargo, aquel hombre la había subyugado. Eran pocos los varones junto a los cuales había yacido, pero sin lugar a dudas, no había habido otro más generoso que él entre las sábanas.
-Hace cuatro noches no decíais lo mismo- le sonrió el muchacho, recordando la ardiente pasión de la joven.
-Hace cuatro noches, los menesteres que nos ocupaban necesitaban de vuestro descaro.
-Entonces lo guardaré para cuando nuevamente sea solicitado.
-Deberéis guardarlo con paciencia y esmero, soldado. Ahora me debo a las órdenes de MI princesa y en dichas órdenes no entráis vos, sino nuestro futuro rey.
-Es una verdadera lástima ser un simple caballero y no un príncipe al que visitan mujeres tan hermosas y entregadas al amor como la princesa y vos. Quizá en una próxima rencarnación la buena fortuna me sonría.
-Disfrutad de vuestras posesiones caballero Dashiell, puesto que ese anhelo lejos se encuentra para alcanzarlo con los dedos. No necesitáis títulos nobiliarios ni riquezas para demostrar vuestra hombría y rodearos de hermosas mujeres que beban los vientos por vos.
El custodio hizo una leve reverencia a la doncella agradeciendo sus palabras. Dio un paso hacia la gran puerta, golpeo tres veces con el puño y la abrió, echándose a un lado para que ella entrara en el dormitorio de su señor.
-A partir de este instante- le susurró al oído rozándole la entrepierna-, que vuestros labios enmudezcan ante lo escuchado por vuestros oídos.
Dashiell asintió sin decir palabra, con el miembro duro y aún más ganas de poseerla, mientras la muchacha se adentraba en los aposentos con paso decidido, cerrando la puerta tras de si.
Annette hizo una reverencia al cerrar la puerta de la estancia y se dirigió hacia el príncipe, quien la miraba expectante junto al altillo de la ventana.
-Mi señor, la princesa me ha dado unas órdenes y vengo a cumplirlas- la doncella se detuvo a su lado y comenzó a desnudarse ante los incrédulos ojos del muchacho.
Le costaba dejar de admirar a la sierva de Madeleine que, a tan solo un par de pasos, lo miraba impasible, mostrándole sin tapujos su pálido cuerpo de generosas caderas. Observó sus pechos, redondos, tersos, no demasiado grandes, pero con los pardos pezones, del tamaño de un escudo de oro, erectos, apuntando directamente hacia su torso, como si lo señalasen. Y su verga se irguió, como cada mañana al despertar, apretándose contra sus calzas en pos de la liberación, deseando poseerla. Se arrodilló ante ella y comenzó a morder aquellas dos montañas de suaves laderas con intensidad y rudeza. Annette, en vez de oponer resistencia, lo instó a que prosiguiera, a que la mordiera aún con más fuerza, haciéndolo él sin darle opción a cambiar de parecer, con unas ansias que parecían surgir de lo más profundo de su ser. Sentía la presión de sus testículos, llenos de esperma, y el palpitar de su pene esperando el momento indicado para eyacular sobre ella, sobre sus redondas nalgas, sobre su sexo, en su pelo, dentro de su boca. Era eso lo que más le apetecía, embadurnarla con su leche, dejar su estampa sobre aquella zorra con cara de ángel y que ella pidiera más, sin saciarse de él, de su virilidad. Necesitaba meterse en ese cuerpo hace tiempo desvirgado, sentirse un hombre completo de una vez por todas, en todos los aspectos, sin presiones, sin la compañía de su futura esposa, cuya sola presencia lo convertía en un pelele de poca habilidad y fácil manejo, sin la autoritaria espada de su padre blandiendo sobre su cabeza, con la única meta de hacer de él un digno heredero al trono, obligándolo a consumar actos impuros con inmundas mujeres de olor a corrupción y podredumbre. Y era aquella doncella de desmayado rostro y perfume floral, única y exclusivamente ella, quien había conseguido hacerlo sentir desinhibido, seguro de si mismo, vivo, libre al fin.
Bajó más, hasta la vulva y contempló que el vello púbico del rededor de los labios había sido afeitado. La lamió fácilmente, recorriendo con la lengua cada recoveco con el que se encontraba, comprobando que su sabor era totalmente diferente al del sexo de Madeleine, más suave, como a leche cuajada. Annette lo agarró del rubio cabello y tiró con fuerza de su cabeza hacia atrás, hasta que sus ojos se encontraron.
-Adoro vuestras caricias, mi señor, pero debéis penetrarme de una vez. Ése es vuestro cometido.
-¿Para aprender a saciar a la princesa?- Antoine recordó con rabia las palabras del obispo.
La sierva lo apartó con sutileza, se agachó sobre sus ropas tiradas por el suelo y, de una bolsita de cuero sacó un pequeño frasco de vidrio lleno de un líquido denso y dorado.
-La princesa nunca se sacia- dijo ella bajándole las calzas.
El miembro, totalmente tieso, salió de su cárcel como movido por un resorte. Lo lamió despacio, deleitándose con su gusto, su tacto, imaginando que SU princesa y ella lo chupaban juntas hasta hacerlo eyacular. Abrió el frasco y untó con la mano derecha la dura superficie, embadurnándola de aceite de lino. Annette se subió a la cama colocándose de rodillas, de espaldas a él, y movió el dedo índice indicándole que se aproximara.
Antoine se acercó a la joven por detrás, sin saber lo que ella deseaba que hiciera. Desde aquella posición veía perfectamente los misterios más ocultos de la doncella. Ésta se metió uno de los dedos en su jugosa boca y posteriormente, con la misma falange, acarició los límites del menor de sus orificios. Él tragó saliva. Había oído hablar de la sodomía, un acto impuro y sucio del que, pensaba, solo eran participes los hombres que fornicaban entre ellos. La iglesia, tan permisiva para otras cosas, perseguía sin ningún tipo de piedad a aquellos que disfrutaban de tales aberraciones. Él mismo había sido testigo de la crueldad con la que los verdugos los torturaban, encadenándolos a la pared donde quedaban suspendidos en el aire sobre una pirámide de madera, para dejarlos caer de golpe sobre la punta de la misma, provocándoles profundas heridas en testículos y ano.
Se aproximó al lecho, le agarró las nalgas fuertemente y las separó, haciendo que aquel pequeño agujero se abriera ligeramente, mientras los fluidos vaginales empapaban por completo el sexo femenino. Le metió un dedo por el ano y notó la estrechez del orificio. Dudaba que su pene pudiera meterse entre aquellas prietas paredes y volvió a echar más aceite de linaza sobre su falo, para restregarlo después durante un buen rato sobre aquellos cuartos traseros que harían enloquecer a cualquier hombre.
Ella estaba deseando tenerlo de una vez por todas en su interior. Le encantaba el placer del dolor y era por aquel agujero por donde más placer le habían dado los hombres con quienes había yacido. El miembro del príncipe no era tan grande como el del caballero Dashiell, pero Annette estaba convencida de que la estocada merecería la pena.
Ayudado por el resbaladizo fluido, el futuro monarca la penetró poco a poco, oyendo excitado los gemidos de gusto y dolor de la sirvienta, que más disfrutaba cuánto más se hundía el pene en su interior. Sus testículos golpeaban acompasados el cercano orificio vaginal, haciendo un ruido de chapoteo. Aquel sonido, los gemidos de Annette, su fuerte respiración con cada acometida, la mezcla de olores a sexo y sudor, la unión de ambos cuerpos, lo sumergían en un estado nebuloso, donde todo pensamiento se disipaba como la silueta de una nave en la bruma.
Annette, apoyada en la cama con una sola mano, acariciaba su endurecido clítoris, que pedía a gritos un maravilloso orgasmo a dos tiempos, de los que la hacían temblar de arriba a abajo. A ratos, echaba hacia atrás la mano para acariciar los testículos y el perineo del príncipe con la humedad de su propio sexo, a la vez que contraía su esfínter anal para apresar con más fuerza aquel falo real, que ante la súbita estrechez, rugía de placer. De repente y ante la relajación total de sus glúteos, el agujero pareció dar de si, penetrando al máximo la verga del joven. Éste agarró las caderas de su amante, controlando así el empuje de sus movimientos y los últimos envites de aquel acto que no tardaría en concluir.
Annette salió de la habitación del futuro rey colocándose aún el tocado. Dashiell la miró divertido, mientras ella le echaba una mirada de reproche.
-Recordad caballero, deberéis ser sordo y mudo. Si no, yo misma mandaré al verdugo que os corte la lengua.
-No lo creo. Mi musculo resulta demasiado preciado para vos como para arrebatarlo de mi boca- respondió con una sonrisa-. Sin embargo podéis descansar tranquila. Todos los gemidos que he escuchado en esa habitación quedaran a resguardo en mi mente y solo yo seré participe de ellos en mis solitarias noches.
-No tenéis vergüenza- dijo ella divertida, intentando que el soldado no viera su sonrisa.
-Ni solitarias noches tampoco.
Annette no dudó ni por un instante aquella afirmación.