lunes, 16 de diciembre de 2013


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    Sesgando la vida de cualquiera que se interpusiera en su camino en aquella matanza indiscriminada, sobre sus monturas cubiertas por gualdrapas, tomaron las calles de Foix los cruzados, estandartes de Beaussant y lanzas en alto.

     Sin tiempo para reaccionar, Hyppolyte corrió hacia ninguna parte chocando con sus paisanos, pisando cuerpos que en el suelo se retorcían malheridos, huyendo de aquellos hombres acorazados y santos, cuyas almas eran tan rojas, como las cruces que a la altura del pecho adornaban sus mantos blancos. Entonces divisó su hogar, con las hermosas y coloridas flores de Khalia embelleciendo las ventanas. Khalia. Aceleró la carrera preguntándose dónde se hallaría su amada esposa, si habría tenido tiempo de ocultarse o si, por el contrario, habría salido en su busca, atemorizada por su suerte.

     Haciendo verdaderos esfuerzos por esquivar a los soldados de ´Roma, el hombre llegó por fin hasta los escalones de su porche, los ascendió y entró en la vivienda. Vacía. Nadie. Ni rastro de Khalia, ni del mercader extranjero.

     - ¡Khalia!- gimió asustado, lagrimeando, embargado por una soledad tan hondamente sentida, que lo hizo acurrucarse en un rincón de la habitación, como si de un niño de teta se tratase.

     De repente, el exterior se llenó de galopes, de voces como rugidos. Hyppolyte se arrodilló, gateó hasta la pared y, escondido tras las macetas de cerámica, se asomó a una de las ventanas de la planta baja. 

    -¡No! ¡No!- gritó lleno de pánico, cayendo al suelo de nalgas y reptando hacia atrás hasta chocar su espalda contra las patas de una silla-. No puedo morir sin recibir el consolamentum- y cubrió la cara entre sus manos temblorosas, ocultándose del soldado de rostro barbudo salpicado de sangre, que lo miraba fijamente y sonriendo desde el otro lado de la ventana, sujeta en su peluda mano una antorcha prendida.

      

 

    

 

 

    La jaqueca de Yannick, aquel golpeteo regular, abrumador y eterno, aumentaba con cada lento paso que daba camino a la herrería. Su mente, esa a la que había tratado de enseñar a no pensar, a no recordar, trabajaba ahora a destajo, mostrándole un millar de imágenes que no alcanzaba a comprender y que, no obstante, habían sucedido. Los niños. Los pobres niños. Colocados uno encima de otro como fardos, sus caritas y cuerpos, normalmente famélicos, hinchados por la putrefacción. Su madre, preñada de nueve meses, abierta en canal y ensangrentada, abrazada a una preciosa niña nonata a la que todavía permanecía unida por el cordón umbilical. El padre, su buen amigo, atado a una silla, marcadas sus muñecas por profundas heridas causadas al intentar zafarse de las ligaduras, mientras miraba, impotente, al depravado que acababa con su familia. Y Juliette. La enfurruñada Juliette con la que ayer mismo había hablado cuando los demás eran ya cadáveres, a la que aquel malnacido  había golpeado, forzado y tirado después al suelo como un desperdicio, queriendo despojarla así del  valor, del orgullo y del honor  que tuviera en vida.  

     -¡Bastardo!- se detuvo en el lateral del camino, se arqueó hacia delante, apoyó las manos sobre los muslos y vomitó, siendo bilis lo único que saliera por su boca. Escupió unos amargos espumarajos, limpió sus labios con el dorso de la mano y continuó la marcha hasta llegar a su morada, donde se dirigió al dormitorio, se quitó el calzado y se metió en el lecho sin desprenderse de los ropajes, ni del triste recuerdo de catorce muertes sin sentido.

 

 

 

 

     -Khalia, no puedo respirar- dijo Bastien agarrándose a una roca, encorvado y sin poder parar de toser-. Me ahogo.

     -Aguanta la respiración- la joven rasgó la parte inferior de su falda, e hizo de ella tres jirones, dos de los cuales empapara en agua de la tinaja-. ¡Toma! ¡Tápate nariz y boca!- dijo entregándole el pedazo de tela mojada y cubriéndose ella misma con la otra.

    -Si no salimos de aquí, moriremos asfixiados- jadeó con voz gutural el mercader a Khalia, que en cuclillas, manipulaba casi a ciegas el contenido de su hatillo, mientras el blanco y espeso humo los envolvía rápidamente.

     -Aguarda aquí- sin esperar respuesta, la muchacha salió corriendo de la gruta, bien cubiertos sus orificios respiratorios por el trapo, entrecerrados los ojos para que las cenizas y brasas que danzaban a su alrededor no los cegasen. Fuego. Miró en torno a ella, parpadeando ante la luz de las llamaradas. Foix ardía. Su casa. Su maravillosa casa, las de los vecinos, todas ennegrecidas y reduciéndose  a escombros ante su perpleja mirada. Qué más daba, era su sino. Otro hogar arrasado, otra nueva vida truncada. La lucha por la supervivencia continuaba. Resignada dio media vuelta, cogió un  grueso palo del suelo, lo envolvió con el jirón de falda previamente engrasado con el sebo que llevaba en el hatillo y lo prendió juntándolo a las llamas que surgían de su hogar, de lo que aún quedaba de su fachada. La improvisada antorcha ardió de inmediato y la belleza africana corrió hacia la estrecha abertura de la gruta, antes de que la pared de atrás de su vivienda se desplomara y la tapara.

     -¡Estamos atrapados!- Bastien corrió al lugar donde las piedras habían caído-. ¡Vamos a morir! ¡No hay salida!

     -¡Por aquí!- exclamó ella lanzándose a correr por las galerías serpenteantes que se extendían bajo la colina sobre la que se asentaba el castillo y él, sin dudarlo un solo instante, la siguió cargado con todas sus pertenencias.

     -¿Dónde estamos?- preguntó Bastien cuando llegaron a un espacio más abierto, como un hermoso salón del trono decorado con grandiosas estalactitas y estalagmitas amarillentas que brillaban bajo la luz de la antorcha-. ¿Qué es eso?- ambos se acercaron a una de las paredes.

    -Parecen los dibujos de un niño- dijo ella tocando la fría y resbaladiza piedra a la altura de aquellos infantiles trazos rojos, que simulaban la caza de un enorme bisonte por unos hombrecillos armados con lanzas.