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Sesgando la vida de
cualquiera que se interpusiera en su camino en aquella matanza indiscriminada, sobre
sus monturas cubiertas por gualdrapas, tomaron las calles de Foix los cruzados,
estandartes de Beaussant y lanzas en alto.
Sin tiempo para
reaccionar, Hyppolyte corrió hacia ninguna parte chocando con sus paisanos,
pisando cuerpos que en el suelo se retorcían malheridos, huyendo de aquellos
hombres acorazados y santos, cuyas almas eran tan rojas, como las cruces que a
la altura del pecho adornaban sus mantos blancos. Entonces divisó su hogar, con
las hermosas y coloridas flores de Khalia embelleciendo las ventanas. Khalia. Aceleró
la carrera preguntándose dónde se hallaría su amada esposa, si habría tenido
tiempo de ocultarse o si, por el contrario, habría salido en su busca, atemorizada
por su suerte.
Haciendo
verdaderos esfuerzos por esquivar a los soldados de ´Roma, el hombre llegó por
fin hasta los escalones de su porche, los ascendió y entró en la vivienda.
Vacía. Nadie. Ni rastro de Khalia, ni del mercader extranjero.
- ¡Khalia!- gimió
asustado, lagrimeando, embargado por una soledad tan hondamente sentida, que lo
hizo acurrucarse en un rincón de la habitación, como si de un niño de teta se
tratase.
De repente, el
exterior se llenó de galopes, de voces como rugidos. Hyppolyte se arrodilló,
gateó hasta la pared y, escondido tras las macetas de cerámica, se asomó a una
de las ventanas de la planta baja.
-¡No! ¡No!- gritó
lleno de pánico, cayendo al suelo de nalgas y reptando hacia atrás hasta chocar
su espalda contra las patas de una silla-. No puedo morir sin recibir el consolamentum- y cubrió la cara entre
sus manos temblorosas, ocultándose del soldado de rostro barbudo salpicado de
sangre, que lo miraba fijamente y sonriendo desde el otro lado de la ventana,
sujeta en su peluda mano una antorcha prendida.
La jaqueca de Yannick, aquel golpeteo regular,
abrumador y eterno, aumentaba con cada lento paso que daba camino a la
herrería. Su mente, esa a la que había tratado de enseñar a no pensar, a no
recordar, trabajaba ahora a destajo, mostrándole un millar de imágenes que no
alcanzaba a comprender y que, no obstante, habían sucedido. Los niños. Los
pobres niños. Colocados uno encima de otro como fardos, sus caritas y cuerpos,
normalmente famélicos, hinchados por la putrefacción. Su madre, preñada de
nueve meses, abierta en canal y ensangrentada, abrazada a una preciosa niña nonata
a la que todavía permanecía unida por el cordón umbilical. El padre, su buen amigo,
atado a una silla, marcadas sus muñecas por profundas heridas causadas al
intentar zafarse de las ligaduras, mientras miraba, impotente, al depravado que
acababa con su familia. Y Juliette. La enfurruñada Juliette con la que ayer
mismo había hablado cuando los demás eran ya cadáveres, a la que aquel
malnacido había golpeado, forzado y
tirado después al suelo como un desperdicio, queriendo despojarla así del valor, del orgullo y del honor que tuviera en vida.
-¡Bastardo!- se detuvo en el lateral del
camino, se arqueó hacia delante, apoyó las manos sobre los muslos y vomitó,
siendo bilis lo único que saliera por su boca. Escupió unos amargos
espumarajos, limpió sus labios con el dorso de la mano y continuó la marcha
hasta llegar a su morada, donde se dirigió al dormitorio, se quitó el calzado y
se metió en el lecho sin desprenderse de los ropajes, ni del triste recuerdo de
catorce muertes sin sentido.
-Khalia, no puedo respirar- dijo Bastien agarrándose
a una roca, encorvado y sin poder parar de toser-. Me ahogo.
-Aguanta la
respiración- la joven rasgó la parte inferior de su falda, e hizo de ella tres
jirones, dos de los cuales empapara en agua de la tinaja-. ¡Toma! ¡Tápate nariz
y boca!- dijo entregándole el pedazo de tela mojada y cubriéndose ella misma
con la otra.
-Si no salimos de
aquí, moriremos asfixiados- jadeó con voz gutural el mercader a Khalia, que en
cuclillas, manipulaba casi a ciegas el contenido de su hatillo, mientras el
blanco y espeso humo los envolvía rápidamente.
-Aguarda aquí- sin
esperar respuesta, la muchacha salió corriendo de la gruta, bien cubiertos sus
orificios respiratorios por el trapo, entrecerrados los ojos para que las
cenizas y brasas que danzaban a su alrededor no los cegasen. Fuego. Miró en torno
a ella, parpadeando ante la luz de las llamaradas. Foix ardía. Su casa. Su
maravillosa casa, las de los vecinos, todas ennegrecidas y reduciéndose a escombros ante su perpleja mirada. Qué más
daba, era su sino. Otro hogar arrasado, otra nueva vida truncada. La lucha por
la supervivencia continuaba. Resignada dio media vuelta, cogió un grueso palo del suelo, lo envolvió con el
jirón de falda previamente engrasado con el sebo que llevaba en el hatillo y lo
prendió juntándolo a las llamas que surgían de su hogar, de lo que aún quedaba
de su fachada. La improvisada antorcha ardió de inmediato y la belleza africana
corrió hacia la estrecha abertura de la gruta, antes de que la pared de atrás
de su vivienda se desplomara y la tapara.
-¡Estamos
atrapados!- Bastien corrió al lugar donde las piedras habían caído-. ¡Vamos a
morir! ¡No hay salida!
-¡Por aquí!- exclamó
ella lanzándose a correr por las galerías serpenteantes que se extendían bajo
la colina sobre la que se asentaba el castillo y él, sin dudarlo un solo
instante, la siguió cargado con todas sus pertenencias.
-¿Dónde estamos?- preguntó Bastien cuando llegaron
a un espacio más abierto, como un hermoso salón del trono decorado con grandiosas
estalactitas y estalagmitas amarillentas que brillaban bajo la luz de la
antorcha-. ¿Qué es eso?- ambos se acercaron a una de las paredes.
-Parecen los dibujos de un niño- dijo ella tocando
la fría y resbaladiza piedra a la altura de aquellos infantiles trazos rojos,
que simulaban la caza de un enorme bisonte por unos hombrecillos armados con
lanzas.