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Thibaut llamó a la puerta, esperó
brevemente y accedió a los aposentos de su señor.
-Por
fin- dijo secamente el rey Antoine sentado ante el hogar, con las piernas
estiradas y el trasero hundido sobre el asiento de un robusto sillón-. No te
quedes ahí parado como un espantapájaros. Entrégamela y vete- sin mirar al
caballero, estiró el brazo para recibir la nota. Al tenerla en su poder, quitó
el lacre y comenzó a leerla con suma atención.
Yannick llevaba los ojos completamente abiertos, las largas pestañas pegando contra el saco que cubría su cabeza y que no le permitía ver más que la tenue luz que penetraba por los minúsculos agujeros de la arpillera. Se estaba desplazando. Aquellos dos desconocidos lo llevaban a rastras, sujeto con fuerza por debajo de los brazos, las piernas rozando el suelo, chocando con ramas y guijarros. Calor. Sintió el sol pegando sobre sus brazos. Debían haber dejado atrás el bosque para salir a un claro. Unos pasos más. Se pararon. Entonces lo lanzaron de rodillas y sus rótulas chocaron con un quejumbroso gruñido contra la dura y seca tierra arenosa. Voces. Tres hombres. Consiguió entender algunas palabras, a pesar de que hablaban en occitano. Ladrones, sí. No eran más que ladrones. Quizá aún no fuera su fin. Notó cómo desanudaban la cuerda de alrededor de su cuello y le quitaban el saco. Parpadeó. Apenas veía a causa de la luz repentina y la tierrilla de los tubérculos que se había introducido en sus ojos. Frente a él unas piernas zambas. Un báculo sostenido por una mano retorcida.
-Vaya, vaya. Mira a quién tenemos aquí- el
hombre prorrumpió con una escandalosa carcajada-. Maldita Madeleine. ¿A qué desgraciado hizo que
matara el inepto del rey Antoine en vuestro lugar?