domingo, 14 de julio de 2013

-30-


 
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        Yannick empuñó su espada por segunda vez aquella tarde. Escuchó los pasos que se aproximaban a través de la herrería pegando la oreja a la puerta y abrió ésta con violencia, tratando de sorprender al merodeador que acechaba su morada.

     -¿Princesa?- la miró atónito mientras un rayo cortaba el cielo. Se hallaba envuelta en una tupida capa grisácea, sin adornos, oculto su hermoso cabello negro bajo la capucha. Su rostro suave y pálido, sin embargo, quedaba al descubierto, destacando en él sus ojos, enrojecidos e hinchados a causa de las lágrimas. Dejó el hierro en el suelo y extendió los brazos hacia la heredera al trono, hacia la muchacha. Cogió aquellas manos temblorosas que desconocían el significado del trabajo y la atrajo hacia su pecho, donde ella apoyó una de las mejillas sobre su corazón, sintiendo él sus sollozos incontenibles, inconsolables-. Pequeña- acarició su nuca y besó su cabeza con dulzura, aspirando el perfume que desprendía su pelo y que lo arrastró a  aquella misma habitación, a los lloros de su esposa y sus hijos cuando lo llamaran a armas para combatir en una batalla que no le incumbía, a una guerra en la que hubo de defender a extraños, al tiempo que su familia quedaba desprotegida y a merced de  bandidos sedientos de sangre.

Yannick escondió su rostro entre el cabello de Madeleine abrazándola con más fuerza. Frunció el ceño para contener las lágrimas y volvió a encerrar los recuerdos a buen recaudo, en ese rincón oscuro de su mente del que intentaba que no salieran.

 

 

 

 

 

      Juliette se acuclilló junto al prelado.

    -Tenéis una buena herida en el tobillo, mi señor. Debería ir hasta la villa y traeros ayuda.

     -¡No!  No me dejéis solo- le aferró la muñeca violentamente, soltando la presión poco a poco al ver su expresión asustada-. Pronto vendrán a buscarme- continuó diciendo dulcemente- y no puedo permitir que me encuentren aquí, solo, herido e indefenso- haciendo un gran esfuerzo, el obispo comenzó a ponerse en pie apoyando su brazo izquierdo sobre los hombros de la flaca niña, más fuerte de lo que en una primera impresión aparentaba.  

    Un trueno retumbó sobre sus cabezas y las gruesas gotas de lluvia no tardaron en caer con intensidad.

      -No os preocupéis, Monseigneur, no os abandonaré. Os llevaré junto a mi familia, donde estaréis a salvo de cualquier peligro- con paso firme y lento comenzaron la difícil marcha por el frondoso bosque, cuyos altos árboles los resguardaban del aguacero.

    -Hermosa niña- Godet la miró sonriente, bajando su  mano por el brazo hasta rozar uno de sus pequeños pechos-, Dios  devolverá con creces tu bondad.