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Yannick empuñó su espada por segunda vez aquella tarde. Escuchó los
pasos que se aproximaban a través de la herrería pegando la oreja a la puerta y
abrió ésta con violencia, tratando de sorprender al merodeador que acechaba su
morada.
-¿Princesa?- la miró atónito mientras un rayo cortaba el cielo. Se
hallaba envuelta en una tupida capa grisácea, sin adornos, oculto su hermoso
cabello negro bajo la capucha. Su rostro suave y pálido, sin embargo, quedaba
al descubierto, destacando en él sus ojos, enrojecidos e hinchados a causa de
las lágrimas. Dejó el hierro en el suelo y extendió los brazos hacia la
heredera al trono, hacia la muchacha. Cogió aquellas manos temblorosas que
desconocían el significado del trabajo y la atrajo hacia su pecho, donde ella
apoyó una de las mejillas sobre su corazón, sintiendo él sus sollozos
incontenibles, inconsolables-. Pequeña- acarició su nuca y besó su cabeza con
dulzura, aspirando el perfume que desprendía su pelo y que lo arrastró a aquella misma habitación, a los lloros de su
esposa y sus hijos cuando lo llamaran a armas para combatir en una batalla que
no le incumbía, a una guerra en la que hubo de defender a extraños, al tiempo
que su familia quedaba desprotegida y a merced de bandidos sedientos de sangre.
Yannick escondió su rostro entre el cabello
de Madeleine abrazándola con más fuerza. Frunció el ceño para contener las
lágrimas y volvió a encerrar los recuerdos a buen recaudo, en ese rincón oscuro
de su mente del que intentaba que no salieran.
Juliette se acuclilló junto al prelado.
-Tenéis
una buena herida en el tobillo, mi señor. Debería ir hasta la villa y traeros
ayuda.
-¡No! No me dejéis solo- le
aferró la muñeca violentamente, soltando la presión poco a poco al ver su expresión
asustada-. Pronto vendrán a buscarme- continuó diciendo dulcemente- y no puedo
permitir que me encuentren aquí, solo, herido e indefenso- haciendo un gran
esfuerzo, el obispo comenzó a ponerse en pie apoyando su brazo izquierdo sobre
los hombros de la flaca niña, más fuerte de lo que en una primera impresión
aparentaba.
Un trueno
retumbó sobre sus cabezas y las gruesas gotas de lluvia no tardaron en caer con
intensidad.
-No os preocupéis,
Monseigneur, no os abandonaré. Os llevaré junto a mi familia, donde estaréis a
salvo de cualquier peligro- con paso firme y lento comenzaron la difícil marcha
por el frondoso bosque, cuyos altos árboles los resguardaban del aguacero.
-Hermosa
niña- Godet la miró sonriente, bajando su mano por el brazo hasta rozar uno de sus
pequeños pechos-, Dios devolverá con
creces tu bondad.