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Oscurecía en Foix.
Bastien, entumecido por el viaje, atravesó sobre su cabalgadura aquellas calles
bordeadas de hermosas casonas encaladas, todas y cada una de ellas al cobijo
del majestuoso castillo cátaro que las observaba desde la cima de la montaña,
velándolas con sus dos torres cuadradas, a modo de brazos, clamando al cielo
rojizo.
El mercader se detuvo frente a un grupo de
campesinos rezagados que volvían sudorosos tras cultivar sus tierras. Los
estudió. De apenas la treintena, los rostros prematuramente avejentados a causa
del sol, surcada su curtida piel de gruesas arrugas, abultadas sus barrigas.
-Buenos hombres-
saludó con una leve inclinación de cabeza-. Busco una posada para descansar mi
fatigado cuerpo.
-¡Aquí las hay por
doquier, señor mío! Estamos en tierra de paso- exclamó uno de los cuatro, sonriendo
y dejando a la vista su mellada dentadura-. Pero os garantizo, que ninguna
mejor que la de Khalia- hizo una pequeña pausa-. ¡Maldito Hyppolyte!- rompió en
una carcajada estruendosa a la que sus parroquianos se unieron al unísono.
-Seguiré vuestro
consejo entonces- añadió Bastien sin saber el por qué de las risas- y me
hospedaré en el mismo, siempre y cuando seáis tan amables de señalarme el
camino.
-No tenéis más que
continuar bordeando la colina hasta llegar a la abadía de San Volusiano, a los
pies de la fortificación. La posada está junto a ella, unida a la roca y
adornada por alegres flores a pesar de la estación en la que nos hallamos.
-Gracias amigos-
Bastien lanzó un par de monedas al portavoz-. Tomaos unas cervezas a mi salud.
El labrador las
prendió al vuelo y se quedó mirando los escudos de plata, como si nunca hubiese
visto semejante botín. Con aquel dinero no solo tendrían para beber, sino para
darse unos buenos revolcones con las rameras de la taberna, antes de acudir a
sus respectivos hogares de amantes familias.
El maubanés los
despidió alzando la mano y siguió las indicaciones, llegando con prontitud a la
gran abadía. Tal y como el campesino hubiese dicho, la posada aparecía repleta
de color, inundando las flores sus ventanas y los laterales de la puerta, como
si la primavera hubiese llegado a aquel edificio para hospedarse allí y nunca
marchar.
Descendió del
corcel, lo ató al tronco de un estrecho árbol por las riendas y llamó a la
puerta. Le abrieron de inmediato.
-¿Peregrino?- una
muchacha de piel negra lo repasó de arriba abajo apoyada en el marco de la
entrada.
-Si- dijo
dubitativo el hombre, decidiendo no revelar su verdadera identidad.
-No lo eres- lo
miró intensamente ella, con sus ojos verde oliva-. Pero me da igual. No es algo
que me incumba- Alargó la mano hacia él y colocó la palma abierta hacia
arriba-. Págame ahora dos días por adelantado y no haré preguntas.
-¿Con esto habrá
suficiente?- le entregó un puñado de monedas.
-Por el momento- sin cambiar su seria
expresión, la mujer se metió la mano por el canalillo y sacó una pequeña
bolsita de lino que colgaba repleta de dinero entre sus pechos-. ¡Hyppolyte!-
gritó mientras metía en el saquito la mayor parte del dinero cobrado.
Un hombre calvo y
zambo bajó costosamente las escaleras.
-Cada día tardas
más- le reprochó ella como una madre a su pequeño hijo-. Toma esposo querido-
le entregó tres monedas y se giró hacia
Bastien, advirtiéndole con la mirada que callase-. Este peregrino, muy
amablemente, ha querido pagarnos por adelantado, demostrando así su buena fe-le
sonrió con dulzura-. Cuida a su caballo en tanto que yo preparo unas tortas con
vianda para que reponga fuerzas.
-Así lo haré- con
la vista aún puesta sobre las brillantes monedas, el hombre abrió la puerta
principal y tropezó con un madero del suelo ligeramente levantado.
-Al final las perderás- Khalia se acercó a
él-. Eres tan torpe… No te inquietes, mi vida- se agachó para besarlo en la
mejilla- Yo las guardaré.
-Que haría yo sin
ti- dijo el esposo mientras salía de la posada.
Otra moneda, de
entre las tres, fue a parar entre sus senos ante la divertida mirada de
Bastien.