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Apoyados los codos
en el alfeizar de la ventana de su dormitorio, disfrutaba Bastien, como buen
mercader, del movimiento que llenaba las calles de Foix aquel decimocuarto día
de octubre, encumbrado el cielo por un sol tan radiante que parecía brillar por
las buenas nuevas llegadas desde su villa natal.
Se giró en redondo
al abrirse de golpe la puerta de la estancia y vio entrar a Khalia, cabello suelto, negro, rizado y largo
hasta la cintura, labios gruesos tan
rojos como la sangre, párpados tiznados allá donde echaban raíz las pestañas y
más verdes que nunca sus profundos y salvajes ojos almendrados. Se abalanzó
sobre él, que tuvo el tiempo justo para sujetarla por las nalgas antes de
chocar con la pared, mientras se colocaba ella a horcajadas a la altura de su
cintura con la agilidad propia de una pantera de Bahr Negash, lugar desde donde huyera a Al-Qãhira, como llamaba ella a El Cairo en su árabe natal, para
partir de su importante puerto hasta costas francas en un barco mercante a
cambio de dispensar favores sexuales al contramaestre de la embarcación,
acabando finalmente en tierras lejanas al mar, convertida en la mujer del
suertudo e imbécil de Hyppolitte.
-Algún día tu
marido nos sorprenderá- dijo acariciando sus suaves e interminables piernas
caoba, para volver a las nalgas, cubiertas tan solo por la ligera falda.
-¿Sorprendernos Hyppolitte?-
Khalia se rio echando el cuerpo hacia atrás, completamente estirado su largo y esbelto cuello, casi barriendo el suelo con la
cabellera y apoyado su sexo rosado y jugoso sobre el abdomen desnudo de él.
Bastien la sujetó contra el marco de la
ventana abierta, sacó su miembro y se la
benefició sin preámbulo alguno, con la emoción de poder llegar a ser vistos por
los vecinos de Foix que atestaban las rúas. En uno de los embistes, empujó Khalia
uno de los floridos tiestos que adornaban la ventana y calló éste al suelo con
gran estrépito, justo ante las narices de Hyppolitte, que en aquel momento volvía del mercado. El hombre
miró hacia arriba, hacia la ventana del peregrino.
-¡Extranjero, tened
cuidado¡ ¡Casi me abrís la cabeza de un tiestazo!
Bastien asomó la
mano haciendo un ademán y pidió disculpas a su casero con la voz entrecortada
por la excitación de su miembro a punto de escupir.
Hyppolitte entró con
su zambo caminar en la vivienda, vivamente enojado con el torpe viajero por
haber estropeado una de aquellas plantas que con tanto mimo cuidaba su bella y
amante esposa.