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Las primeras luces
del alba marcaron, como cada día, el inicio de la jornada de Yannick. Se estiró
cuan largo y ancho era sobre su lecho, con los ojos cerrados, recordando a su
familia perdida, aquellas maravillosas mañanas en las que su hermosa esposa
abría los postigos, para que los primeros rayos de sol lo despertaran al acariciar su rostro, cuando
sus preciosos hijos se tiraban sobre él con sus pequeños cuerpos, suplicándole
que los llevara de caza por el bosque con sus armas de madera. Abrió los ojos,
húmedos por las lágrimas que llevaba tiempo reteniendo para que no se vertieran
de nuevo, para que no abriera la profunda herida de su castigado corazón, y se
levantó raudo, intentando dejar la mente en blanco para no sufrir, para poder
continuar un día más aquella andadura en solitario. Se vistió con las ropas de trabajo, comió un
escaso mendrugo de pan que casi le hiciera perder un par de dientes y comenzó
su labor bajo el calor infernal que desprendía la fragua e inundaba el taller.
Llevaba al menos media
mañana trabajando, cuando escuchara, entre sus fuertes martilleos, el rumor de
caballos acercándose por la calzada. Pudiendo tratarse de la banda de forajidos
que atemorizaban a las gentes de aquellos lares los últimos tiempos, el hombre
limpió sus manos en el delantal de cuero y, con calma, se armó de una ligera
espada, saliendo a la intemperie y colocándose en mitad del camino, para
esperar a los intrusos.
Entonces los vio
aparecer. Cuatro caballos emergiendo entre
la polvareda levantada por sus cascos y, sobre ellos, no más que tres figuras.
Ante él, dos soldados y una hermosa joven de buena apariencia se detuvieron y desmontaron
de sus cabalgaduras.
-¡Guardad esa
espada, herrero!- profirió uno de los caballeros desenvainando la suya.
-¿Vienes a mi casa a darme órdenes y me amenazas con ese hierro oxidado?-
Yannick se giró en redondo dándoles la espalda-. Marcha entonces por donde has
venido y contigo tus amigos. Ninguno sois bienvenido.
Annette colocó una mano sobre el antebrazo del soldado, dispuesto éste a
seguir al altanero villano que osaba desobedecer sus directrices.
-Dejadme a solas con él- pidió la doncella y camino sobre los pasos de
aquel, haciendo caso omiso de la discrepancia del custodio.
-¿Dónde has encontrado mi caballo, mujer?- preguntó el herrero sin
mirarla, atento a la armadura que se disponía a reparar.
-Si tanto os preocupa, os diré que bajo las piernas de Mi señora.
-¿Señora? Desconocía el poder adquisitivo de las prostitutas,
desorbitado si pueden rodearse de servidumbre. Lástima no haber nacido mujer-
cogió la pechera con unas grandes tenazas y la colocó sobre la fragua para
templar el metal que no tardó en volverse de un rojo anaranjado.
-Deberíais ser más comedido con lo que decís- Annette sonrió-. Si los
soldados nos acompañaran mientras conversamos, vuestra cabeza se habría
separado del resto del cuerpo de un solo golpe de espada por hablar así de
nuestra princesa.
-¿Así la llamáis?- continuó con su tarea- ¡Vaya! Creo que lleváis
demasiado lejos las fantasías de los hombres.
-O quizá vuestra fantasía se haya hecho realidad, puesto que la mujer
junto a la que ayer yacierais no era una vulgar ramera, sino la mismísima princesa
Madeleine, futura reina de Mauban.
Yannick se giró sin decir palabra, dejó los utensilios sobre la mesa de
trabajo y se situó frente a la doncella, tan cerca, que sus ropajes se tocaron.
-¿Acaso me ves cara de necio? La
princesa Madeleine- rio sin ganas-, follándose a un vulgar y sucio herrero que
no tiene dónde caer muerto.
Annette miró a aquel hombre de
ojos salvajes, morena tez y cabellos tan negros como el carbón que utilizaba
para avivar su fragua. Le sacaba más de una cabeza y un cuerpo de ancho y comprendió
perfectamente el deseo que sus músculos, aquella fuerza inmensa que surgía de
su interior y su lenguaje soez habían provocado en su amada, puesto que nada
tenía que ver con los nobles de alta alcurnia a los que estaba acostumbrada.
-No os considero necio, acaso algo vulgar. Sin embargo, si deseáis
comprender el motivo del impuro y bizarro acto de Mi señora, no tenéis más que
preguntárselo a ella en una audiencia privada que se os concederá con gusto en
el salón del trono… o en sus dependencias si así lo preferís- la muchacha se
apartó del sudoroso y atónito hombre y recorrió el taller mientras continuaba
hablando-. Por mi parte, he de aclararos que mi visita de hoy no trataba de
sacaros los colores hablando de vuestros escarceos amorosos, sino de concederos,
en nombre de nuestra heredera al trono, el honor de convertiros en herrero real.
-Me halaga, pero no puedo aceptarlo. Ese puesto ya tiene dueño en Mauban.
-Ya no- unos lejanos tañidos interrumpieron a la doncella- ¡Oh, no! ¡Algo
malo debe haberle ocurrido al rey!- Annette se arremangó las sayas y corrió al
exterior, donde uno de los soldados la ayudó a montar a lomos de su caballo.
Los tres jinetes desaparecieron al galope en dirección a la fortaleza.
Yannick se acercó a su corcel, lo agarró de las riendas y lo metió en el
establo junto al resto de sus animales.
Cuando se disponía a desensillarlo, una carta lacrada cayó al suelo.
Llevaba el sello real de Mauban.
Dashiell escuchaba absorto aquel retronar de campanadas que llenaba cada
uno de los rincones del corredor. Varios caballeros de la guardia real de
Levisoine se unieron a él ante los aposentos de su señor, quien permanecía en
el interior junto al obispo Godet.
-¿¡Alguno sabe qué ha ocurrido!?- preguntó la mano derecha del príncipe Antoine
elevando el tono de voz para hacerse escuchar.
-¡Los guardias de la fortaleza hablaban de la posible muerte del monarca!-
comentó uno de los soldados con la respiración agitada.
-¡Buenas noticias para nuestro príncipe entonces!- dijo otro de los
custodios, un joven imberbe.
Dashiell le golpeó en la nuca con la mano abierta y lo agarró del lóbulo
de la oreja atrayéndolo hacia sí.
-Calla esa bocaza, estúpido - susurró posándole los labios sobre el pabellón auricular para que el
muchacho no perdiera detalle de sus palabras-. Las paredes oyen. Debería
cortarte la lengua antes de que nos metas en un buen lío, ya que no eres capaz
de pensar antes de hablar- lo soltó con desprecio, al tiempo que el inexperto
soldado frotaba su roja oreja y lo miraba iracundo por haberlo ridiculizado
ante sus colegas de armas, provocando las estruendosas risas de éstos.
En ese instante todos y cada uno de ellos se giraron hacia la puerta de
la estancia del príncipe, de donde el viejo obispo salió sonriente, sin
dignarse a mirar al reducido grupo de soldados que lo observaban expectantes.
Dashiell entró en el dormitorio de su señor y lo vio sentado en uno de los poyos del ventanal, con aspecto
cansado y la mirada fija en el suelo.
-¿Es cierto? ¿El rey Louis-Philippe ha muerto?
-Así es, mi fiel Dashiell- hizo una pausa que aprovechó para erguirse-.
Ayudadme con el atuendo. Debo acompañar a mi amada Madeleine en estos duros
momentos.