viernes, 11 de octubre de 2013


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     En honor al prometido y sus progenitores, el desfile dio fin en una gran plaza donde, como era costumbre en los festejos de tierras del norte, se alineaban varias decenas de largas mesas a rebosar de suculentos manjares y jarras de cerveza. Tampoco el vino escaseaba por ser Mauban fértil en viñas, vinateros y adeptos a ese líquido venerado desde época romana. Sin embargo, era en las bodegas reales donde los de mejores añadas continuaban, solo aptos para delicados paladares.

     En medio de un brindis por la pareja que al día siguiente contraería nupcias, un hombre joven y enjuto de mirada aviesa tropezó con el príncipe Antoine cuando este, enaltecido y triunfal, alzaba la jarra de cerveza sobre su cabeza mientras enarbolaba un viva coreado por la multitud.

     -Pero… -el príncipe miró un trozo de tela manchado de tinta que el extraño había colocado en su mano y, sin pensarlo dos veces ni decir nada a nadie, lo ocultó bajo el cinturón.

 

 

 

      Había anochecido cuando, agazapado, Yannick salió del bosque y corrió en dirección a la muralla hasta pegar la espalda contra ella, exactamente donde Madeleine le había indicado. Una vez a salvo, y seguro de no haber sido descubierto, intentó serenarse respirando para ello  con más sosiego aquel aire fresco que en breve  entumecería su cuerpo.

     Un ruido se oyó a su siniestra. Su vista, ya acostumbrada a la oscuridad, percibió un cambio en el muro, una abertura por la que entrar. Se acercó y vio a su amada, a su amante, hermosa, espléndida, sutil como una aparición fantasmal, alumbrado su cuerpo, apenas cubierto por un camisón de seda, por las tenues llamas del candelabro que, no obstante, dejaban en penumbras el abrupto pasadizo que se extendía tras ella.

      -Deseaba veros, herrero- tras haber cerrado la entrada secreta, la reina se dejó abrazar por aquellos cálidos brazos en tanto se fundían en un ardiente beso.

     -Debo ser muy sucio, mi señora, puesto que veros no era lo único que yo deseaba.

      Dejando que el candelabro reposara sobre el suelo pedregoso, Madeleine se agachó y, acuclillada, sacó el miembro de Yannick para chupárselo golosa. Él apoyó las palmas en la pared húmeda formando un arco bajo el que ella no dejaba de saborear su verga, más dura a cada instante. Con una de las manos le sujeto entonces la nuca y, presionándola hasta tener la frente apoyada bajo su ombligo, se balanceó con fuerza hacia delante, haciendo que el glande descendiera más allá de la campanilla, sin que el roce provocara arcada alguna en la muchacha.

 

 

 

     Ante su lecho, Antoine permitía a su paje que lo librara de las estrechas y ornamentadas vestiduras que amenazaban con macerar su piel, tras un largo y agotador día de festejos que concluía al fin.

     -Tomad, mi señor- el lacayo le tendió un fragmento de tela-, ha caído al desabrocharos el cinturón.

     -Retírate de inmediato- dijo el príncipe arrebatándole el tisú-.  Yo mismo finalizaré la tarea.

     El sirviente salió de la estancia, y el futuro monarca se sentó a su escritorio desplegando la tela manchada de tinta que nada llevaba escrito, pero que aquel extraño se había molestado en entregarle a costa de su vida si algún soldado lo hubiera visto empujarle. La olió y detectó un leve aroma a limón. De inmediato estiró la tela sobre la llama de una candela  y letras negras como el tizón comenzaron a hacer acto de presencia como si una mano invisible las estuviera escribiendo.    

     Oculto a los ojos enemigos vivo para que muerto me crean y no persigan a este viejo herido a hierro y difamado con absurdas mentiras. Sin embargo, mi fiel amigo, aun poniendo mi vida en peligro, era mayor mi deber de advertiros, desde lejanos lares, sobre la desconfianza que debe produciros la relación entre nuestra reina y el ferrerrum fab

      Las últimas palabras del mensaje se hallaban emborronadas.  Antoine acercó la tela a la llama, con tan mala suerte que aquella prendió, formándose un agujero de bordes negruzcos que devoró con rapidez el tisú. Lo tiró al suelo al sentir su calor en las yemas de los dedos   y observó en silencio cómo ardía, hasta convertirse en una fina hoja de ceniza que terminó por desintegrarse en pequeñas partículas grisáceas que quedaron amontonadas sobre la alfombra.

     Entonces salió de la estancia con furia y corrió hasta la habitación de Madeleine, que se hallaba  vacía. Llamó a sus caballeros hasta desgañitarse y todos ellos, salvo su mano derecha, aparecieron en breve tras él.

     -¡Buscadla! ¡Traed a la reina ante mí inmediatamente, pedazo de alcornoques!- gritó el príncipe con los ojos fuera de sus órbitas, totalmente desquiciado.

     Antes de que ninguno de los custodios abandonara los aposentos de la soberana, Thibaut, el  más joven entre ellos, se percató de una rendija de luz que emergía de la chimenea.

     -Majestad- bajo la atenta mirada del príncipe y toda su guardia, el muchacho se acercó al hogar y empujó la pared frontal, que se deslizó sin esfuerzo.