domingo, 28 de abril de 2013





-21-

    

 

      La palidez del cadáver iba tornándose de un azul cerúleo a medida que el tiempo avanzaba despiadado, en tanto la plañidera campana de bronce continuaba con su enloquecedor resuene, no haciendo sino recordar, con cada golpe de badajo, la cruel realidad, la macabra visión de su progenitor, del monarca, del hombre más poderoso de toda la región, tumbado ahora inerte, eternamente impávido, abandonado a su suerte en su último viaje hacia un cielo de dudosa realidad.

     Madeleine prosiguió arrodillada frente al lecho cuando la puerta se abrió.

     -Majestad- Antoine se situó junto a ella hincando una de las rodillas en el suelo, casi como declarando su amor-. Eme aquí, tan presuroso como mis piernas me han permitido tras enterarme de la pesarosa noticia. Sabed que lamento enormemente la muerte de vuestro padre, digno monarca y mejor hombre, y sentíos dichosa, sin duda,  por haber disfrutado de sus enseñanzas y su compañía todo este tiempo.

     -Agradezco vuestras cálidas palabras, mi príncipe, y no dudo ni por un instante de vuestra desolación, del mismo modo que conozco mi buena suerte por haber sido educada por el mejor maestro. Solo espero ser la reina que mi padre deseaba que fuera, fuerte en la batalla y generosa con las llanas gentes.

     -Lo seréis, mi señora, no os quepa duda, la reina más gallarda y bondadosa que ninguna región haya tenido. Y si me lo permitís, os ayudaré a conseguirlo estando siempre a vuestro lado.

     -Así será, tal y como mi padre deseara. En la fecha indicada, el idus de este mes, nuestras nupcias se convertirán en estandarte de la memoria del rey Louis-Philippe y algún día, los cantares de gesta de toda Francia nos recordaran a pesar del paso del tiempo.

     Antoine, protector, colocó su mano sobre la de Madeleine, quien aparentemente nada sabía sobre el cambio de planes que el monarca hubiera anunciado a Godet.

    

 

 

 

     Subido al adarve, Dashiell se asomó al murete y observó, atónito, la muchedumbre exaltada que se agolpaba ante el castillo, en las calles y callejas e incluso en el exterior de las murallas de aquella vasta fortaleza, formando un manto marrón de cabezas que se extendía hasta los diferentes caminos que partían de Mauban. Era increíble la rapidez con la que la noticia de la muerte del buen monarca se había propagado, como una pequeña llama en un bosque pleno de hojarasca, llegando de toda la región gentes curiosas, ansiosas por conocer de primera mano lo ocurrido,  esperanzadas ante la idea de ver el cuerpo sin vida del rey, de tocarlo, de llorarlo.

 

 

 

 

     Marie asió fuertemente la mano de Donatien, al tiempo que eran zarandeados por las miles de personas apiñadas a su alrededor frente a la barbacana. Ante ellos, un grupo de soldados asestaba mandobles con las empuñaduras de sus espadas, sin dudar e indiscriminadamente,  haciendo caer al suelo a varios de los asistentes que inmediatamente eran pisoteados por sus propios vecinos, ansiosos por aproximarse al castillo. La muchacha aprovechó la confusión y las protestas de la turba para avanzar unos pasos, pero otro muro de gente la detuvo, sintiéndose entonces  arrinconada, aplastada, inmovilizada como en una tumba vertical. Hizo ademán de atraer hacia sí al monaguillo para sentirlo cerca, pero sus manos, aunque entrelazadas, se hallaban aprisionadas entre los cuerpos de los allí presentes. Giró la cabeza para verlo, mas no encontró rastro de Donatien a pesar de la cercanía, ni siquiera del grandioso portón de la fortaleza, únicamente rostros desconocidos, torsos sudorosos y brazos alzados en señal de disconformidad. Con la barbilla apuntando al cielo respiró hondo tratando de tranquilizarse mientras sus pulmones se llenaban, pero el hediondo tufo a pocilga que el enorme individuo alzado junto a ella desprendía la obligó a taparse la nariz entre imparables arcadas. Agachó ligeramente la cabeza sintiendo el vómito en su garganta, cuando un fuerte tirón en el cabello provocó que cayera al suelo, de espaldas, sobre los pies de los allí congregados. Había soltado a Donatien y,  pidiendo auxilio, exclamó su nombre, acallado completamente por los gritos del gentío enervado, inmutable en tanto que era arrastrada por el suelo pedregoso.  Agarró con la mano derecha la muñeca de quien la sujetaba y apoyó la izquierda sobre el suelo, intentando frenar aquella vertiginosa marcha sin fin, no consiguiendo sino desollarse la palma. De repente chocó su cabeza contra las piernas de un parroquiano. Esperanzada, comenzó a levantarse preparada para huir, haciéndose añicos sus planes cuando unas uñas afiladas se clavaron en su antebrazo y la elevaron  por completo, apareciendo frente a ella su viejo maestro, con su inconfundible oscura mirada amenazándola como antaño.

 

 

 

 

     Sus manos se soltaron tras un fuerte tirón y Donatien se quedó allí clavado, como una estatua, sin saber qué hacer. Captó entonces un grito enmudecido pidiéndole ayuda. Marie. Sin pensárselo dos veces, se colocó a cuatro patas y  empezó a gatear y a arrastrarse por entre las piernas de los asistentes, sin apenas sentir los pisotones y patadas recibidos, directo al interior de la fortaleza.

 

 

 

 

     A pesar de la rapidez con que hubieran recorrido la distancia que separaba Passan de la fortaleza, el inmenso tapón humano formado ante la entrada principal de la muralla hacía imposible el paso al interior del bastión. Annette, desesperada, tomó una bocanada de aire y acarició la parte delantera del cuello de su nervioso corcel tratando de tranquilizarlo, al tiempo que intentaba pensar lo menos posible en el calvario que Su señora estaría sufriendo sin un hombro amigo en el que apoyarse.

     De repente, un extraño movimiento entre los congregados llamó su atención. Se trataba de dos figuras, dos pequeñas hormigas moviéndose contracorriente en un gigantesco hormiguero, relativamente cerca de donde los soldados y ella se hallaban a lomos de sus caballos. Reconoció fácilmente a la que iba en primer lugar, un hombre de calva coronilla y renqueante paso, que con el brazo alzado y a golpe de báculo, se abría paso blandiendo el madero de uno a otro flanco sin importarle el rostro de quién aporrease. Pegada a él, sujetándola por el cuello el brazo del obispo, una muchacha de larga cabellera trigueña y lozanos pechos. El gorrión. La cocinera por la que su caballero Dashiell bebía los vientos.

     La rabia le hizo apartar los ojos de la sirvienta, mas su insaciable curiosidad la empujó a volverse hacia ella, deseosa por descubrir el motivo de que un soldado del norte de gran valía, quedara prendado de mujer tan vulgar e insignificante como aquella. Marie y ella se miraron, fugazmente, y Annette  sintió una afilada punzada en el pecho al ser testigo de aquellos húmedos y aterrorizados ojos suplicantes.