domingo, 27 de enero de 2013







-11-



     Karine despertó aturdida. Había permanecido en vela hasta altas horas de la madrugada, a la luz de los fogonazos de los rayos y alterada por los ensordecedores truenos, esperando la vuelta de Bastien. Sin embargo, ni éste ni la bolsa con sus ahorros habían regresado aún. Ahora, casi  mitad del día, aporreaban la puerta sin cesar. Se levantó enojada y colocó sobre sus hombros un echarpe de lana, preguntándose si no sería su pésimo marido quien llamaba. Meneó la cabeza. Se encontraría en alguna taberna, borracho como una cuba y gastando su dinero en la cama de alguna prostituta.
     -¡Qué!- vociferó abriendo bruscamente y colocándose soberbia ante el autor de los golpes.
     Dos grandes soldados la miraban impertérritos, espada en mano. El uno moreno y de espesa barba rizada, pelirrojo el más joven. Dio un paso atrás, aturdida, y atisbó por encima de sus colosales hombros.  El carro para transportar a los detenidos se hallaba ante su morada, como cuando, días antes, condujeran a Bastien a las mazmorras por su delito de adulterio. ¿Qué habría hecho esta vez?  Volvió a mirar a los hoscos hombres de rostros  inexpresivos,  sus ojos acusadores clavados en ella. Echó una rápida ojeada calle arriba, con la esperanza de ver aparecer a su esposo. Pero entonces, sin darle tiempo a reaccionar, el mayor de los milicianos la agarró fuertemente del cabello y la sacó de la casa, a rastras, quedando la puerta abierta de par en par. Echó la mujer las manos hacia arriba, hasta agarrar las del avasallador, impidiendo que la tensión le desgarrara el cuero cabelludo. Pateó. Trató en vano de levantarse, de seguir la marcha de aquel miserable, pero sus talones, resbalosos en el lodo, no le concedieron la más mínima posibilidad de mantenerse en pie. Se detuvieron junto al carro. El taheño, que había cubierto la retaguardia en todo momento, le agarró por los tobillos y, aunando  esfuerzos con los de su compañero, la lanzó sobre el vehículo de madera. En éste, un campesino la ató de pies y manos con gruesas correas de cuero y la rodeó con una pesada cadena de hierro,  impidiendo cualquier movimiento.
     Los caballeros montaron y abrieron la vergonzosa marcha dirección al castillo. El rudimentario carromato se tambaleaba peligrosamente con cada piedra encontrada en su camino y Karine cayó de rodillas cuando una de las ruedas topó con un profundo bache disimulado por el barro. Las cadenas se le clavaron en la carne, bajo las rótulas, rasgando piel y ligamento. Gritó de dolor y comenzó a llorar de rabia y miedo. ¿A dónde se dirigían? A su alrededor, el vulgo, sus propios vecinos, se echaban sobre el vehículo escupiéndola, vejándola,  escrutándola como a una apestada, del mismo modo que no hace mucho, ella hiciera con la amante de su marido.
     -¡Yo no he hecho nada! ¡Soltadme! ¡Soltadme os digo!- una piedra golpeó su frente y, por unos instantes, se sintió turbada.
     -¡Calla puta!- gritó alguien protegido por el gentío.
     -¡Al patíbulo con ella!- exclamó otra voz, esta vez de mujer, y muchas otras le siguieron.
     La cautiva protestó y continuó vociferando, rogando, tratando de explicar el error, aquel equívoco desafortunado, mas calló al no ver a nadie dispuesto a ayudarla. Se detuvo el carro y el campesino, ganzúa en mano, la liberó de las cadenas y cortó las ligaduras de los tobillos. El soldado moreno tiró con tal ímpetu de ella, que cayó de bruces contra el empedrado de la plaza mayor y, no pudiendo frenar el golpe contra el suelo al tener las muñecas atadas a la espalda, varios de sus dientes se partieron llenándole la boca de sangre. Escupió. La piedra se tiñó de rojo ante numerosos pies que apuntaban a su rostro. Ambos guerreros la alzaron y la guiaron en volandas entre las gentes congregadas a su alrededor. Karine alzó los ojos velados buscando a su esposo. ¿Dónde estaría? ¿En que tugurio se hallaría cuando tanto lo necesitaba? Aguzó la vista, pero no se veían sino cabezas, decenas de caras desconocidas que cuchicheaban, que murmuraban y la insultaban, multiplicando por centenas los estallidos de voces que hablaban sobre ella. A medida que avanzaban al centro de la plazoleta, la muchedumbre se hacía a un lado abriéndoles  pasillo entre pescozones y ciegas patadas dirigidas a la presa.  
     -¡Bruja!- rugió alguien.
     Y entonces lo comprendió. Sabía dónde la llevaban y lo que pasaría a continuación. Miró ante ella, al montón de troncos apilados que se vislumbraban entre los cuerpos de los presentes. La iban a quemar.
      -¡No! ¡Nooooooooo! ¡Soltadme!- la desesperación y el pánico hablaban por su boca sanguinolenta- ¡Os confundís! ¡No soy una bruja! ¡No lo soy! ¡Creedme! ¡Vais a cometer un error!
     Los soldados, hartos de la condenada,  la lanzaron sobre las ramas bajas de la pira y el verdugo, preparado para tomar parte del espectáculo, la asió del brazo y la empujó sin miramientos contra la estaca central, sin importarle las costillas que acabara de romperle. Comenzó a atarla con una cuerda, bien prieta, rajando su piel con el rugoso cáñamo. Prendió una antorcha. La pasó ante los ojos fuera de órbita de la mujer para después, acercarla despacio a los palitroques que descansaban a sus pies. Un humillo blanco comenzó a ascender desde la base de la hoguera, entre los chisporroteos de la madera humedecida, y las llamas no tardaron en aparecer lamiendo los escarpines de Karine, mientras ésta se desgañitaba pidiendo clemencia.  Con cada bocanada de aire tragado, los pulmones se le llenaban de espeso humo. Tosió. El fuego empezaba a abrasarle las plantas de los pies, los tobillos, al tiempo que el olor de su propia carne quemada le provocaba nauseas al penetrar por sus fosas nasales.  La población gritaba sin parar, revolucionada, pidiendo su muerte, su sangre, su alma. Y en ese instante lo vio. Bastien. Fundido con el gentío. Mirada tensa, rostro serio, cansado.  Sus ojos fijos en ella. Lo llamó en un último esfuerzo, con un lamento continuo y desgarrado, en tanto el fuego trepaba por el gran palo, devorando su piel y sus entrañas.



     Aquella deprimente chusma ávida de sangre, sucia, maloliente, lo rodeaba alzando los brazos, gritando vítores ante la quema de su esposa. Sonrió sin ganas mientras la cabeza de aquella, calva y llena de ampollas inflamadas por el calor, se desplomaba sobre su pecho, al tiempo que sus globos oculares estallaban acompañados de dos pequeñas explosiones. Los adultos, comportándose como bestias,  aplaudían la muerte de la bruja, en tanto los niños lo celebraban corriendo alrededor de la hoguera, haciendo unos de valientes caballeros, otros de malvados hechiceros que huían de los afilados hierros de los primeros. El humo, arrastrado por las rachas de aire, rodeaba a los presentes del mismo modo que el olor a cerdo chamuscado desprendido por el cuerpo. Y sin embargo,  Bastien no se movió un palmo de donde se encontraba, encandilado por la danza hipnótica de las llamas sobre la masa informe de lo que hacía apenas unos instantes había sido una mujer. La suya.
     -Monsieur le marchand?
     -El mismo. ¿Quién desea saberlo?- preguntó, frunciendo el ceño, a un joven mancebo de acento cerrado y pelo revuelto, que no habría cumplido los trece.
     -Monseigneur l’évêque- fue su respuesta, entregándole una pequeña bolsa de considerable peso y un correo lacrado con el sello distintivo de la obispalía.
     El mercader lo recogió y viendo al muchacho ante él, inmóvil como una roca, puso un par de monedas sobre sus agujereados guantes.
     -¿Mejor así, granuja?
     -Certainement monsieur, je vous remercie le pourboire! - se guardó los escudos en el interior de una de sus botas, pensando en qué podría gastar la generosa propina.
     -Marchad y decidle a vuestro señor que el mensaje ha sido recibido. Allez! Allez!- le gritó, indicándole con las manos que se alejara
     -Immédiatement!- el enviado del prelado salió corriendo hacia el convento, esquivando a los espectadores que todavía ocupaban la plaza.
     El hombre, con la misiva bien guardada, se apartó de la muchedumbre y entró en una de las estrechas callejuelas que convergían en el mercado. Sacó el papel y comenzó a leerlo, sin perder detalle de lo narrado por aquel depravado.

     Mi buen Bastien. Ciertos menesteres de urgencia dependientes de mi presencia me han impedido asistir a tan importante evento. Aun así, no podía dejar de agradeceros vuestra valentía al presentaros de buena mañana ante mi persona, sin temer las represalias de vuestra esposa, haciéndome partícipe de vuestra sospecha, finalmente verificada por quien os escribe. Efectivamente, Karine d’Armignon fue quien os hechizara, haciéndoos sucumbir a la lujuria con una mujer casada,  obligándoos después a culpar de brujería a la susodicha.
     Sin embargo, no debéis sentiros mal por la desgraciada muerte de Marjolaine. No podíamos saberlo. Luchamos con manos desnudas y puros corazones contra el macho cabrío y sus súbditos, siendo en ocasiones incapaces de pensar con claridad  a causa de la ceguera provocada por los sentimientos. Pensad en su fallecimiento como la liberación de su alma. Ahora Dios la tiene en su seno, alejada y protegida de los innumerables pecados que corrompen nuestro mundo.
     Olvidad. Nada más podéis hacer que borrar de vuestra mente todos estos desdichados sucesos. Id lejos, donde nadie os conozca y comenzad una nueva vida junto a una buena hembra que os colme de hijos y os sacie en todos los aspectos. Encontrad la ansiada felicidad que todo hombre busca sin hallarla. Aprovechad esta segunda oportunidad dada por la vida.
    


     -¡Maldito bastardo!- Bastien hizo una bola con el papel y lo lanzó con ímpetu contra una de las paredes vecinas, donde rebotó para caer después sobre un charco amarillento.
     Hipócrita.  Ese gusano tenía el valor de hablarle de brujería, de hechizos, cuando ambos sabían que aquello no era sino una patraña. Las brujas. Personajes de leyenda inventados para mantener a los niños alejados de los bosques, de los pantanos y sus peligros. Godet, empero, lo había llevado más allá. Había transformado las fábulas en realidad, utilizándolas en su propio provecho y en el del reino. Ante el rumor de una revuelta, de una subversión, no había como señalar con dedo traicionero a una inocente y quemarla en la hoguera ante una multitud agitada, que pronto olvidaría sus sueños de alzamiento delante del cuerpo calcinado y apestoso de una vecina, de una pariente.
     Caminó hacia su casa vacía, con paso decidido, intentando no pensar en su latente traición, en su hiriente cobardía, ladrona de la juventud, de la hermosura  y del porvenir de su amada. Cerró la puerta asegurándola con un tablón, queriendo evitar la intrusión de cualquier inoportuno que pudiera sorprenderlo contando la generosa donación del obispo. Lanzó las monedas sobre el colchón y sus pupilas se dilataron ante la visión de aquella pequeña fortuna de olor metálico, resurgiendo en sus ojos, como un leve resplandor, su adormecida avaricia. Volvió a guardar los cuartos en la bolsa y comenzó a preparar un zurrón, donde no metería sino lo necesario para el largo viaje con destino a su nueva vida.




     Donatien, sin resuello,  entró en el convento y apoyó las manos en las rodillas doblando la cintura hacia delante, intentando recuperar el aliento. No había parado de correr desde la plaza, con las monedas bailando en el interior de su bota, y se deleitaba pensando en la hora de gastarlas en alimento para su familia. Miró a su alrededor enderezándose. Las figuras de los santos, talladas en madera, lo miraban desde la negrura de las diferentes capillas. Los veía.  Veía aquellos ojos alargados pintados de un blanco antinatural, observándolo, como alimañas agazapadas en la oscuridad, dispuestas a saltar sobre él a la menor oportunidad. Aceleró el paso con los ojos fijos en el terrazo, sin atreverse a correr, con miedo a detenerse en la oscuridad perpetua de la casa de Dios. Se internó en la iluminada sacristía y cerró la puerta fuertemente, sintiendo un inmenso alivio al haber dejado fuera aquellas reliquias que tanto lo asustaban.
     -¿Continuas entrando sin llamar?
      El niño pegó un respingo al escuchar la voz. Miró hacia delante y allí estaba el obispo, sentado en un sillón, desnudo, con las piernas abiertas y los muslos cubiertos por docenas de gordas y resbalosas sanguijuelas infladas por su sangre. La puerta impidió su retroceso. Sin apartar la mirada del fláccido miembro del prelado, buscó a tientas el pomo, intentando que Godet  no lo notara.
     -¿Intentas huir? ¿Acaso temes a este viejo?- señaló su  pene arrugado y torcido.
     -Non, monseigneur- pero el pánico lo atenazaba con sus pinzas de hielo-. Monsieur le marchand a bien reÇu votre lettre.
     -Buen trabajo muchacho- hizo una pausa para acomodarse en el asiento y le indicó que se aproximara.
     A pesar de no querer acercarse, el monaguillo obedeció dando pequeños pasos hasta su señor. Recordó a Brigitte. Se la imaginaba andando hacia el obispo, viendo lo que él mismo veía y sintió repugnancia, pena, pavor. ¿Dónde se encontraría? ¿Qué habría sido de ella? Nadie había osado preguntar por la chiquilla aquella mañana, en la misa ¿Habría huido de aquel viejo asqueroso? Si así fuera, se alegraba. ¿Quién podría reprochárselo? Tragó saliva y su abultada nuez subió y bajó ostentosamente sobre la tráquea, al detenerse junto a uno de los brazos del sillón.
     -Fíjate en mi polla- el cura pasó la mano por debajo del pequeño trozo de carne y lo dejó apoyado en la palma-. ¡No pongas esa cara de asco!- con la mano libre lo agarró por la nuca y lo obligó a arrodillarse junto a él, con la boca casi rozándole el prepucio-. Algún día tú también la tendrás así de vieja, con los huevos colgando como dos alforjas y con unas inoportunas ganas de mear que no te dejarán vivir tranquilo- disminuyó un ápice la presión en el cogote-. Pero todavía funciono, ¿sabes? ¡Vaya si funciono!  Ahí esta el problema. Siempre tengo ganas de fornicar. ¡Siempre! ¡Ganas de metérsela a una de esas guarras hasta que grite de dolor!
     Donatien volvió a pensar en Brigitte, ahora con menos dudas sobre lo verdaderamente ocurrido. Debía huir, ponerse a salvo. Se revolvió, mas las garras del cura lo tenían bien apresado. Su mejilla rozó un par de húmedas sanguijuelas y el obispo lo aplastó contra ellas fuertemente, sintiendo aquellos blandos e hinchados cuerpos deformándose bajo la presión de su rostro. Cerró los ojos y rezó.  Rogó por su vida, porque todo aquello terminase de una vez.
     -No eres más que inmundicia- le susurró Godet al oído, inclinándose sobre el-. El hijo de un carpintero sin aspiraciones. Y sin embargo, voy a apiadarme de ti. Corre a casa, presto, y no digas jamás lo aquí sucedido, porque, en tal caso, verás a tu madre en la hoguera y a tu hermana menor en mi lecho, sodomizada por mi verga.
     En cuanto el viejo lo hubiera soltado, Donatien se precipitó al exterior del templo sagrado. La noche había caído sobre el bosque y la niebla flotaba entre los troncos de las encinas y los alcornoques. Corrió sin detenerse,  aterrado, mas no por las sombras, ni por la oscuridad, ni por las imágenes de los santos tan lejanas en su mente, sino por la crueldad de aquel hombre que promulgaba la palabra del Señor.

domingo, 20 de enero de 2013





   
-10-

     
     El cielo, cubierto de negros nubarrones, anunciaba nuevos chubascos.  Antoine se detuvo situándose junto a uno de los saeteros, con el viento revolviendo sus rubios cabellos. Desde el adarve volado de la muralla, perpetua ronda de los centinelas, divisó los estragos ocasionados por las torrenciales lluvias de la noche pasada. Los terrenos, otrora secos, se hallaban convertidos, hasta donde la vista alcanzaba, en un paisaje embarrado y de plantaciones anegadas a causa del desbordamiento de los pequeños ríos que regaban Mauban. En ciertas zonas, los árboles habían sido arrancados de cuajo por las furiosas aguas, y taponaban ahora las vías de paso a la fortaleza, dificultando el camino de quienes ansiaban entrar o salir de aquellos dominios.       
          El príncipe continuó el paseó absorto en sus pensamientos, tras una noche insomne en la cual, los fantasmas de su mente lo habían turbado sobremanera. Sentía dicha al saberse próximo rey consorte de aquel grandioso reino, más las obligaciones que le serían asignadas al contraer nupcias con Madeleine, lo angustiaban.
     Pensó en sus progenitores. Sonrió. Su dulce y bella madre estaría orgullosa de él, como lo hubiera estado desde el  momento en que naciera. Lo besaría, lo abrazaría y susurraría a su oído, todas y cada una de las palabras que un hijo necesitaba escuchar por boca de su ser más querido. Volvió a detenerse. La sonrisa que llenaba su rostro se apagó al recordar a su padre,  hombre poderoso y despiadado, epicentro de lloros, de lamentos a lo largo de su vida. Jamás lo había valorado y no sería esta una excepción. Lo despreciaba por ser débil, por carecer de dotes de mando, por ser diferente a su persona. Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar las palizas por su padre propinadas, las súplicas de su madre interponiendo su frágil cuerpo entre él  y los puñetazos y patadas de aquel monstruo imperturbable. Antoine reinició el paseo cabizbajo, mojadas sus mejillas, temiendo el momento en que el séquito real de Levisoine llegara.
  




     Los parroquianos llegados de diferentes puntos de la comarca iban ocupando sus asientos, deseosos de presenciar la misa matutina. Como cada mañana, los bancos corridos y los pasillos del convento se atestaban de cristianos que detenían sus tareas para acudir a venerar las palabras de aquel orador de envolvente voz grave, dador de respuestas, mensajero de Dios en la tierra. Donatien, uno de los hijos del carpintero, preparaba aquel día el altar antes de la aparición del obispo Godet.  La gran mayoría de asistentes echaron de menos la presencia de la vivaracha Brigitte, sin que nadie se atreviera a comentarlo en voz alta.
     El prelado, entre tanto, calmaba los nervios en la sacristía, apoyado en el borde de la gran mesa central y tocando su miembro bajo la sotana. Miró la pequeña abertura de la puerta. Proveniente del templo, el barullo provocado por aquel atajo de sucios e incultos campesinos sonaba estruendoso. Se impacientaban. El monaguillo lo avisaría en breve para dar comienzo al oficio. Remangó la prenda, destapó el falo y se tocó más rápido, presionando la base del glande con su atrofiada mano. Le excitaba imaginarse sorprendido in fraganti, ver el rostro desencajado del niño mirando su viejo pellejo con la multitud a su espalda. No le asustaba que gritara, ni que lo contara. No lo haría. Él sabría cómo impedírselo en dos simples palabras. Al borde del éxtasis, su mente viajó al bosque, al momento en que, por última vez, poseyera a una Brigitte pálida, inmóvil, a punto de dejar de existir. Pero no era aquella sinvergüenza la que yacía en sus brazos. Se trataba de su amada, quien probablemente, en aquel mismo instante, se hallaba sentada ante el púlpito, puntual como cada martes, deseosa de verlo aparecer en el altar, con sus inteligentes ojos escudriñándolo durante la misa, ansiándolo como siempre lo había hecho. El semen salió despedido por el círculo formado entre el pulgar y el índice, cayendo en parábola al suelo empolvado de la estancia. Las gotas lechosas dejaron un rastro de salpicaduras. Expulsó el aire contenido en su retumbante pecho mientras acariciaba sus testículos. Esperaba no haber sido oído. Se puso en pie. La sotana cayó sobre su viejo cuerpo, marcándole el duro miembro.
     La puerta se abrió repentinamente. Donatien lo miró, atento, desde el vano.
     -¿Acaso tus padres no te han enseñado a llamar?- bramó el obispo, llegando hasta el niño y propinándole un pescozón. Se santiguó ante la imagen de cristo y tocó la campanilla, dando inicio a la misa.
     -Si, monseigneur- se tocó la dolorida nuca, enmarañando más aun sus cabellos, y bajó la mirada, topándose sus ojos con las singulares manchas del suelo. Al parecer, al igual que él, el obispo Godet había descubierto que a pesar de las amenazas de Dios, los tocamientos impuros no eran causantes de ceguera.




     Recorría Dashiell la plaza de la ciudadela a lomos de su caballo cuando vio a Marie, a paso ligero, cruzando el portón principal de la fortaleza. Apremió al corcel a que acelerara el paso, dando dos fuertes golpes de talón en sus laterales, y se detuvo frente a ella bajo la barbacana.
     -¿Os llevo a alguna parte, mi señora?
     La muchacha lo miró sorprendida y, tímidamente, se envolvió con su vieja capa.
     -Os lo agradezco, caballero, pero no es necesario- rodeó al animal y continuó su camino, más presurosa aún.
     Él tiró de las riendas para dar media vuelta y la siguió, poniéndose a su lado, sin que ella  dejara de andar.
     -Las vías se hallan embarrados y la lluvia puede comenzar a caer en cualquier instante. Hacedme el honor de permitir que os acompañe para facilitar vuestra marcha.
     Marie se detuvo al fin, pensativa. A pie no llegaría a tiempo y, ciertamente, los sedimentos y el barro hacían muy difícil el acceso por las rutas principales.
     -Está bien- dijo mirándolo-, acepto vuestro ofrecimiento, pues voy con retraso a misa- alzó las manos y Dashiell tiró de ellas para elevarla. Marie quedó sentada de costado, apoyada en su fuerte pecho y rodeada por sus poderosos brazos. Notó el rubor inundando sus mejillas.
     Con el caballo al trote, el soldado la observó desde arriba. Era hermosa. Aquel día llevaba los cabellos recogidos de manera elegante y olían a jabón de jazmín. Aspiró de nuevo el aroma sin que ella lo notara y recordó la campiña en primavera, a sus hermanas jugueteando entre los cultivos, a sus padres trabajando de sol a sol para procurarle un título nobiliario cuando se hiciera un hombre. Suspiró.
     -¿Estáis bien?- le preguntó ella preocupada.
     -Mejor que nunca- la besó suavemente en la frente, sintiendo que la muchacha se apretaba más contra su cuerpo.
     A medio camino, unos troncos cortaban el paso y Dashiell frenó al corcel.
     -Conozco un sendero para evitar este obstáculo. Guiad al caballo hacia el bosque de la izquierda y en seguida  toparemos con él.
     Dicho y hecho, entraron en la tupida vegetación cubriéndose la cara para no ser golpeados por las altas ramas de los árboles y acompañados por un estruendoso y constante sonido. Al poco, llegaron a la orilla de un caudaloso riachuelo de rápidas corrientes, causante de aquel ensordecedor ruido. Bajaron al húmedo suelo cubierto de lodo y hojarasca para que el corcel bebiera. Marie se acercó al borde.
     -Desde niña vengo aquí cuando necesito pensar. Es un bello lugar, ¿no os parece?- ella se giró para mirarlo a los ojos.
     -Cualquier lugar es bello junto a vos- el joven se situó frente a ella, la tomó por las manos y acercó sus labios a los de ella, hasta fundirse en un dulce beso, al tiempo que entrelazaban sus dedos, como si no quisieran separarse jamás. Dashiell metió entonces su lengua por entre los labios de ella y esta reculó con los ojos desmesuradamente abiertos.
     -Debo irme, es muy tarde- hizo ademán de marcharse a pie, pero él la detuvo. Montó y la ayudó de nuevo. Continuaron el recorrido en silencio, por el  sendero anteriormente señalado por ella, llegando en un corto lapso de tiempo hasta uno de los laterales de piedra del convento.





    
     La furia lo poseía por dentro. Cerró el libro de salmos de golpe, en tanto los asistentes al oficio salían del convento hablando de la homilía. La había estado esperando mientras sus labios pronunciaban cada sílaba del sermón, mirando hacia el asiento ocupado aquel día por otro parroquiano. Mas no había aparecido. Se preguntaba dónde estaría, qué le habría sucedido para ausentarse. ¿Los quehaceres? ¿Alguna  enfermedad? ¿Otro hombre? El calor ardía en su interior, recorriendo sus venas como agua hirviendo, subiendo desde el estomago, como una bola de fuego abrasadora para calcinar sus entrañas, ennegreciéndolas como cenizas. Por primera vez desde el día que la echara de entre aquellos muros, le había fallado.
      Salió del sagrado edificio dando tumbos, empujando a quienes se agolpaban aun en los corredores y haciendo caso omiso de sus quejas. Hizo pantalla con su mano, al dañarle los ojos la luz cegadora del exterior. Parpadeó. La silueta de una pareja a caballo apareció por el sendero del bosque. Aguzó su vista cansada y la reconoció. Iracundo, cerró los puños con fuerza, hincándose las largas uñas en las palmas. Venía con aquel hombre rubio, joven, de buena apariencia, uno de los soldados del príncipe de Lévisoine, apoyada en su pecho como una vulgar ramera. Ni siquiera ella era diferente. Ni tan siquiera ella.
      Se detuvieron frente a él, a unos pasos. El caballero descendió y la ayudó, agarrándola de la cintura, tocando aquellas curvas deliciosas. Advirtió sus miradas, los ojos de uno en los de la otra, la mirada sucia de los que se desean. Marie se apartó de él con una reverencia y el jinete partió al galope.

domingo, 13 de enero de 2013




-9-

          

          Tenía frío. Tiritaba. La habían dejado allí tirada, en la penumbra de la celda, acompañada únicamente por los fuertes dolores que punzaban sus entrañas. Arrebujada en una de las esquinas, trataba de abrigarse de la penetrante humedad de las mazmorras, mientras apretaba fuertemente sus piernas, intentando, en vano, cortar aquel profuso sangrado que lentamente robaba su vida. El final debía estar cerca. Su mirada, borrosa, distorsionaba las sombras que la rodeaban. Semejaban espectros. Espíritus esperando el momento de guiarla hasta su nueva morada. Y ahí estaba él, Bastien. La más brillante de las visiones. Su delator, su verdugo, su asesino. Su amado.




     Yacía en el lecho conyugal con los brazos en cruz y la mirada fija en las vigas del techo, en tanto que su esposa, temerosa de perderlo a manos de otra fémina, lamía generosamente su miembro, arrodillada entre sus piernas. Bastien sentía la pastosa lengua de Karine subiendo y bajando por la superficie del falo, recorriendo cada pliegue, cada protuberancia, buscando agradarlo ayudada de sus pocas habilidades. Él suspiró hastiado. Algo no marchaba en sus partes. Debía actuar. Agarró de los largos cabellos a su mujer, la empujó hacia delante con rabia y llenó su boca, a la fuerza, con aquel grueso trozo de carne blanda que tantos días llevaba sin funcionar. Movió violentamente su cabeza, una y otra vez, hasta golpear con el extremo del pene la campanilla de ella, quien lo respondió con unas sonoras arcadas y el doloroso clavar de su mellada dentadura en la piel.  
      Se incorporó súbitamente y apartó a su esposa de un manotazo brusco, tirándola al duro suelo de piedra. Ella protestó, cómo no, como siempre,  pero ignorándola por completo salió a la noche iluminada por la luna llena. Tembló. Apretó el centro de su pecho con la palma de la mano sintiendo un profundo ahogo. Le costaba respirar y sus ojos fueron llenándose de lágrimas, a medida que las imágenes de su amada inundaban su mente. Culpable. Lo era, si. Responsable del seguro sufrimiento de Marjolaine. ¿Qué había hecho? La había condenado, había firmado su sentencia de muerte a cambio de preservar una vida, convertida en penitencia sin ella. Tenía que hacer algo. Con urgencia. Un trueno retumbó en la lejanía. Levantó la mirada y descubrió un cielo cubierto por gruesas nubes que se movían rápidamente anunciando lluvia. Un rayo de esperanza lo iluminó entonces. Quizá no fuera demasiado tarde para salvarla. Detendría la inminente ejecución. Lo haría. Más debía apresurarse.
         Entró de nuevo en la casa, se vistió de cualquier manera y rebuscó bajo el relleno de hojarasca y paja de la ropa de cama. La arpía con la que hubiera contraído nupcias lo agarró por el brazo desesperada, hincándole sus uñas semejantes a garras, intentando frenética que soltara lo de allí sacado. De un empellón, se zafó de ella, quien salió despedida contra el montón de troncos apilados junto al hogar, cayendo estos ruidosamente mientras se desparramaban por la estancia. Aprovechó Bastien la oportunidad para escapar, para salir de aquellas asfixiantes cuatro paredes.
      En el exterior, la tormenta había arreciado. La lluvia caía en bloque y quedó empapado en cuanto sus pies tocaron el embarrado camino. Cerró los ojos y alzó nuevamente el rostro hacia el cielo, respiró hondo y escuchó. Los furiosos truenos habían transformado en murmullos lejanos los insultos e improperios salidos por boca de Karine. Comenzó a andar pensando cuánto la aborrecía, de qué manera odiaba su penetrante voz chillona, sus incesantes quejas, sus órdenes, sus desvaríos. Maldecía la hora en la que los caminos de esa solterona de piel ajada y su progenitor, deseoso de quitársela de encima casándola con el primero que su mano pidiera, se habían cruzado. Tomó la unión, en primera instancia y guiado por su avaricia, como el más próspero negocio de su vida. Sin embargo, a pesar de la dote, del aumento  de posesiones y de la mejora de estatus, los últimos años habían sido un auténtico infierno, trabajando como un esclavo para dos patanes que no valoraban nada de lo que hacía y cuidando de su decrépito suegro. Y ahora, aun habiendo sido bendecido por Dios con la muerte del viejo, su vida no se había convertido en ningún campo de rosas. Seguía sintiendo repugnancia por su esposa y su acre olor a sudor, por sus largas jornadas de trabajo huyendo de sus deberes carnales y por las noches en que, sin escusa, debía consumar.
    Apresuró el paso al recordar a Marjolaine, su única riqueza verdadera, su radiante flor del Mediterráneo, marchita ahora, en los calabozos de la fortaleza, a causa de su cobardía.
   Jadeó desesperado. Si bien se encontraba próximo a su primer destino, el lodo descendiente por las callejas le impedía avanzar con rapidez. El aguacero caído sobre las secas tierras había propiciado la formación de un río de abundante caudal, que arrastraba piedras y ramas de los árboles del bosque cercano por medio de la maltrecha calzada. Estaba exhausto y los goterones lo cegaban, castigando su rostro a latigazos con cada ráfaga de viento. Incluso la naturaleza parecía estar en su contra. Tropezó con algo duro y cayó al suelo con los brazos extendidos. Se llenó su boca de barro. Levantándose con agilidad escupió a un lado, varias veces, intentando quitar de su boca aquel desagradable regusto a fango. Miró a su alrededor con la respiración entrecortada y totalmente perdido. Estaba oscuro. Aguzó la vista y en cuanto se acostumbró a la negrura, vislumbró el edificio que buscaba. Se aproximó y aporreó la puerta con el puño, tan poderosamente que una luz no tardó en iluminar una de las dependencias superiores. Cuando la puerta principal se abrió violentamente, apareció en el umbral un hombre descomunal de pobladas cejas y barba negra, sin duda el ser humano más fornido y temible del pueblo, que no era sino el carnicero.   
      -¡¿Qué quieres, desgraciado?!- vociferó el gigante mirándolo de arriba abajo, arrugando la nariz con claro desprecio. Sabía que conocía a ese hombre.
     -Necesito que me acompañéis a las mazmorras- consiguió pronunciar Bastien entre el castañeteo de sus dientes.
     -¿A las mazmorras dices? ¿Ahora?- hizo una pausa mirando el torrente que bajaba por la  calle aquella espesa noche, y volvió a mirarlo confuso- ¡Fuera de aquí, loco! ¡Y no oses volver a molestarme!- cerró de un portazo y las luces volvieron a apagarse.
     -¡No, no me dejéis aquí!- comenzó a lloriquear desesperado, envuelto de nuevo en la fría oscuridad. Se arrodilló ante la puerta sintiéndose inservible- ¡Necesito vuestra ayuda! Os necesito. Debéis ayudarla- escondió la cara entre sus sucias manos, cuando un débil tintineo lo esperanzó. Se irguió sobre sus temblorosas piernas, abrió el talego que colgaba sobre su cadera derecha y sacó la pequeña bolsa de monedas que su esposa hubiese querido arrebatarle anteriormente. La hizo sonar- ¡Tengo dinero! ¡Os puedo pagar el favor!- exclamó triunfante, al tiempo que las luces volvían a encenderse. La puerta se abrió otra vez. 
     -¡Enséñame el dinero!
     El mercader así lo hizo. Le tendió al carnicero el saquito perteneciente a Karine, donde aquella puta guardaba cada una de las monedas que sisaba de sus ganancias. Ahora le serían útiles.
      -De acuerdo- dijo el otro arrancándoselo de la mano-. Deja que me cambie de vestimenta y te acompañaré.
      Cuando el hombre salió cubierto por una capa con capucha, la tormenta había amainado, más la corriente del río que atravesaba la villa parecía ahora más embravecida. Cerró la puerta y sin decir palabra comenzó a andar, con paso firme, con Bastien corriendo a su lado, al no conseguir llevar el ritmo de sus largas zancadas. Subieron la empinada cuesta que llevaba al grandioso portón principal y los soldados, que lo custodiaban pétreos, lanza en ristre, los dejaron pasar sin hacer preguntas. Se adentraron en plena fortaleza. El matarife sacó un manojo de pesadas llaves de su zurrón y abrió con una de ellas una alargada puerta de barrotes.  La cruzaron y comenzaron a bajar los escalones húmedos dirección a las mazmorras. El agua de lluvia que se filtraba por las hendiduras que quedaban entre las piedras de los desgastados y gruesos muros, les acompañaba en su empinado descenso, creando toda suerte de extraños ecos formados por el chapoteo de sus pies y  los guturales gorgoteos que sonaban por doquier, dando la impresión de estar rodeados por miles de invisibles almas errantes hablando en susurros al unísono. Ya en el sótano, el carnicero entró en una estancia bien iluminada, la única en aquella laberíntica red de celdas. Cuando volvió a salir, llevaba el velludo torso desnudo, la abultada panza sobre la cinturilla de unos calzones grises con extrañas manchas parduzcas que los oscurecían de manera desigual y una capucha tapándole completamente el rostro, a excepción de los ojos y la boca. Bastien se estremeció.
     -Y ahora dime. ¿A quién quieres ver?
     -A mi amada. Marjolaine. El obispo Godet la tachó de bruja por mi confesión, más estaba aturdido y no supe decir la verdad y…
     -¡Ahora te reconozco! ¡Eres el adúltero!
     -Lo soy y enorgullezco al decirlo, puesto que la amo. Desearía hablar con ella y explicarle las malas artes que se utilizaron en mi contra para que la culpara de lo que no es.
     -Yo no me preocuparía. Dudo que esa dulce criatura vuelva a culpar a alguien- el verdugo sonrió maliciosamente, guiándolo hasta una de las celdas. Abrió la puerta enrejada y lo dejó pasar, con la única compañía de una antorcha que diera algo de luz a la oscura habitación.
     Bastien entró en la celda susurrando el nombre de aquella que su corazón había robado. No obtuvo respuesta. Volvió a pronunciarlo, esta vez más fuerte. Silencio. Caminó hacia la izquierda Iluminando la estancia con la tea, recorriendo concienzudamente cada recoveco de piedra. Un sonido a sus espaldas lo sobresaltó. Giró raudo y extendió el brazo para que las llamas penetraran en las tinieblas, más nada vio. Avanzó un paso hacia el ruido. Otro. Se detuvo. Ladeó la cabeza para escuchar mejor. Solo aquel sonido indescriptible, acompañado de los restallidos de su agitada respiración. Volvió a ponerse en marcha mientras su mente trabajaba con frenesí. Pisó algo y cayó cuan largo que era. La antorcha salió despedida de su mano y rodó al aterrizar en el suelo. Bastien se estremeció de horror. Se hallaba tendido junto a su pobre Marjolaine, inerte en el suelo sobre un charco de oscuros fluidos, tan pálida ella bajo el brillante titilar de las llamas, como la cera. La sangre la cubría similar a  una estola mojada y roja pegaba a su piel, a su rostro. Sin embargo no le costó reconocerla. Se sentó a su lado y acarició sus heladas mejillas. Sus ojos permanecían abiertos, con los irises y las pupilas vueltos hacia arriba, casi bajo los párpados superiores. Los cerró con dulzura, apenado porque nunca lo volverían a mirar, porque nunca le concederían el perdón. De nuevo el ruido. Cogió la tea y la pasó por encima de Marjolaine, despacio, como si le asustara descubrir algo peor que tenerla muerta frente a él. Con cuidado, la atrajo hacia si agarrándola del hombro.




     Escuchó un alarido de horror amplificado y repetido por el eco. El delgaducho la había descubierto al fin. Dejó a un lado el vino que estaba bebiendo y se adentró nuevamente en las mazmorras, con el manojo de llaves en la mano. Entró en la celda. Olía a vómito. Podía ver la silueta del afeminado a su diestra, en cuclillas, con la espalda pegada a la pared y ocultando su rostro con unas manos que no conocían el verdadero trabajo. Siguió hasta el fondo de la estancia, al lugar exacto donde aquella misma mañana la ramera había emitido su último suspiro de vida. Ésta se hallaba ahora boca abajo, totalmente ensangrentada, con las vísceras y los huesos a la vista, mientras decenas de ratas la devoraban al compás de su rápido roer.

domingo, 6 de enero de 2013

-8-

     Cuando el médico real entró en la sala del trono para realizar la sangría diaria del rey, Madeleine dejó la estancia con el corazón encogido y los puños apretados. Sentía lástima por su padre, un pobre anciano al que la vida no iba a seguir obsequiando con su valioso don  por mucho más tiempo, pero reprobaba su absurda confianza en el obispo Godet. Aquella maldita serpiente de dos caras hacía en todo momento lo que le venía en gana, sin tener que dar jamás explicación alguna, contando con el beneplácito del buen monarca. Muy a su pesar, su progenitor profesaba una fe ciega por aquel clérigo de pacotilla y, nada de lo que ella pudiera decir en su contra haría mella en aquella relación.
     Un súbito escalofrío le recorrió la espalda. La princesa se detuvo junto a una ventana enrejada y apoyó su diestra en el vidrio, mirando a través de él a los atareados plebeyos. Los envidiaba. Tenía celos de sus insignificantes y despreocupadas vidas, de la irrelevancia de sus acciones. Suspiró. Ella, en cambio, era la futura reina. Debía satisfacer a todos cuantos la rodeaban, sin importar a nadie su felicidad, debiendo ser capaz de tomar justas decisiones, buenas para las llanas gentes, mejores para los nobles, demostrando la fuerza y la capacidad de lucha de un hombre, la docilidad y el sentido materno de una mujer. Y lo intentaba. Dios era testigo de ello. Lo intentaba con todas sus fuerzas. Pero a veces, la carga era tan pesada sobre su espalda, que solo anhelaba huir, escapar a tierras lejanas donde nadie tuviera noticias de su persona, de su rostro, de su nombre, donde pudiera ser feliz.  
     Madeleine recuperó la compostura y continuó su camino. Salió a la calle bajo el templado sol de otoño  y cruzó el patio de armas, aquel día silencioso y vació. Alineadas perfectamente bajo los soportales, toda suerte de armas utilizadas para los duros entrenamientos descansaban  inmóviles, mientras los cuervos posados en ellas graznaban en un dialogo incesante. La futura reina acelero el ritmo bajo la implacable mirada de aquellas aves de mal agüero y  entró en las caballerizas, donde el denso aire repleto de partículas de polvo de los fardos de paja, penetraban en la garganta provocando una sensación asfixiante.  Varios de los mozos ocupados en el cuidado de los equinos se giraron ante el rumor de pisadas y mostraron respeto a su paso, sin extrañarse en absoluto por su  presencia.
       -Ma belle Étoile- la princesa acarició la mancha blanca que su yegua árabe poseía entre los ojos y el animal se lo agradeció con un fuerte relincho-, la más bella de todas- Madeleine cogió un cepillo de duras cerdas y la acicaló durante un buen rato, mientras todo lo hablado entre ella y su progenitor iba cogiendo forma en su mente.




      El cura lanzó los despojos de la niña al suelo, quedando su cuerpo retorcido y desnudo escondido entre  la maleza. La miró, con tristeza, más sin sentirse culpable de aquel trágico desenlace. Él le había advertido de los peligros del bosque, de las bestias salvajes que allí se escondían. Pero ella no había querido escuchar sus consejos y esa misma falta de atención y disciplina la habían llevado junto a Dios antes de tiempo. Limpió su ya fláccido pene con el sayón de Brigitte y se reajustó la sotana tranquilamente, como si nada de aquello hubiera sucedido. Apoyado en su sempiterno báculo comenzó el recorrido de vuelta hasta su morada, donde, en cueros, quemó sus sangrientas prendas en una improvisada hoguera hecha con palitroques y hojarasca. Miró las llamas rojas, anaranjadas, que calentaban su rostro y su cuerpo movidas por el aire susurrante. Debía encontrar enseguida otra muchacha que  sustituyera a la pequeña, otra huérfana sin familia que pudiera reclamarla. Él, como hace años llevara haciendo, le daría cobijo, alimentos, un buen lecho donde descansar sus jóvenes huesos, a cambio, únicamente, de hacer realidad sus mundanos deseos. No creía pedir tanto. Sin embargo, resultaba extremadamente difícil encontrar una buena discípula entre gentes de tan baja cultura. Esperaba tener más suerte esta vez.
     Dejando a un lado aquellos pensamientos, el clérigo se vistió y volvió al castillo con renovadas energías. Tenía trabajo que hacer. El próximo rey de Mauban, ante quien debía jugar bien sus cartas, le había concedido audiencia. No podía escapársele aquella oportunidad de mermar el poder de la princesa Madeleine, haciendo de su prometido su futuro aliado.


    
      La princesa necesitaba despejarse, y no había cosa que más la relajara que galopar a lomos de su yegua. Así que  la sacó de las caballerizas tras ensillarla. Ya en el exterior, notó que algo no iba bien. Étoile cojeaba. Preocupada, la joven dobló una a una sus largas patas en busca del motivo de su renquera y fue al alzar la siniestra posterior cuando halló la causa de la inevitable cojera. Los callos de aquella herradura resultaban más pequeños de lo normal y algunos de los anclajes que sujetaban el metal se habían ido soltando con el crecimiento del casco, rasgando la pared del mismo. 
     -¡Ese herrero me las va a pagar!- rugió Madeleine, sabiendo lo complicado que llegaba a resultar la cura de una herida así. Aquella además parecía profunda e infectada. Acarició dulcemente el lomo del equino, intentando tranquilizarse para pensar con claridad. Pero esa había sido la gota que colmara el vaso. No era la primera vez que el herrero de la fortaleza realizaba un mal trabajo, habiendo tenido que sacrificar, a lo largo del último año, varios caballos de los establos reales. Pero colocar mal los herrajes de su yegua... Aquel imbécil parecía no saber a quién se enfrentaba.
     La princesa llamó a uno de los mozos, le pasó las riendas del animal y le dio orden de que avisara al médico de su padre para que lo diagnosticara y tratara inmediatamente. Mientras, ella volvió a entrar en el castillo, metiéndose en las dependencias donde el escriba, armado de su pluma empapada en tinta, redactaba un sinfín de documentos reales.
     -¡Dejad a un lado lo que estéis haciendo y escribid pronto un dictamen referente al herrero Loan! Ningún trabajo le será encomendado a partir de la fecha de hoy desde el castillo, bajo pena de prisión. He dicho- y, enfurecida con el mundo, regresó a sus aposentos.




     Dashiell observó al obispo Godet,  un viejo arrugado y de palidez malsana, que se aproximaba al dormitorio de su señor con paso lento y firme, acompañado del constante repique de su cayado. A este se asía con las enfermas falanges retorcidas en curvas imposibles, similares a garras de buitre hundidas en la carroña. Lo estudió a conciencia. Deseaba averiguar el origen de su magnetismo, capaz de absorber la mente de cultos y poderosos. Pero al mirarlo solo sintió frío, penumbras emergentes de su interior, de lo más profundo de su ser, de su alma. Oscuridad. El cura se detuvo ante él, clavando aquellos ojos vacíos en los suyos, negro sobre azul. El caballero tragó saliva acongojado, sin dejar de mirar la abultada cicatriz que deformaba su rostro, dándole el macabro aspecto de un sádico. Como salido de un trance, el soldado anunció al príncipe la presencia del clérigo. 
      Un inmediato alivio lo invadió al perderlo de vista.



 
      Godet entró en las dependencias del príncipe Antoine.   
     - Alteza- cabeceó ligeramente hacia delante.
     -Me siento intrigado por vuestra visita, obispo. No esperaba tener noticias de vos hasta las futuras nupcias.
     -He querido venir a informaros, personalmente, de la fecha del enlace. Por decisión de nuestro amado rey, tendrá lugar el idus del mes que nos corresponde.
     -¿Él idus? Apenas dos semanas desde hoy. Mis progenitores no podrán llegar a tiempo.
     -No os preocupéis príncipe. Hoy mismo, al ángelus, un mensajero fue enviado a Levisoine para dar la nueva. Vuestros padres llegarán a tiempo para ser partícipes de la unión que os convertirá en el nuevo rey de Mauban.
     Antoine sonrió. Su padre, el rey Léonard, estaría orgulloso de él. No cabría en si de gozo cuando recibiera aquella feliz noticia, cuando supiera que, gracias a su vástago, a su primogénito, su reino por fin saldría de la miseria en la que se hallaba sumido.
     -Debéis llevar bien alzada la cabeza- prosiguió el prelado-, por haber conquistado un corazón tan alocado como el de la princesa Madeleine. Seréis el dichoso hombre que corte sus alas de libertad, que le otorgue la paciencia y compostura de la que una reina debe hacer gala.
     -Dudo que pueda hacerla cambiar.
     -Deberéis poder. Tendréis que ser capaz de domarla como a un animal salvaje. Sois el varón y ella, como buena mujer, debe acatar vuestras órdenes, obedeceros como mandan los cánones. Y estoy convencido de que, del mismo modo que vuestro padre lo hiciera con vuestra madre, dejaréis bien claro, de la entrepierna de quién pende la espada. Sabed que ciertos rumores se están extendiendo por la fortaleza, entre los nobles y plebeyos, y deberéis cortarlos antes de que las gentes os pierdan el respeto.
     -¿A qué rumores os referís?
     -Simples habladurías. Más sabed que siento devoción por la princesa desde aquel día en que naciera y la pusieran en mis brazos y que, aun conociendo bien su mordaz lengua, afilada como una daga, no creo en absoluto que sea artífice de dichos rumores. Pondría la mano en el fuego por ella.
     -Valoro vuestro respeto hacia mi futura esposa, pero mi pregunta ha sido concisa y agradecería una respuesta igualmente clara- en su naciente enfado, Antoine no se percató de la victoriosa sonrisa en los labios del obispo.
     -Palabras huecas, mi señor. Chismes sobre la poca valía de vuestro miembro y sobre vuestra rápida… Qué más da, invenciones todas ellas como podéis comprobar.
    
     El príncipe enrojeció de ira al no encontrar mentira en aquellas palabras. Cuántos más habrían escuchado todo aquello, cuántos se bufonearían de él sabiéndole de rápido lance en el lecho. A pesar de la fe que por ella profesaba el cura y de su promesa de callar sobre el humillante hecho, Madeleine no había tardado en irse de la lengua y demostrar así, en apenas dos días,  su poca palabra y su inexistente honor.