domingo, 6 de enero de 2013

-8-

     Cuando el médico real entró en la sala del trono para realizar la sangría diaria del rey, Madeleine dejó la estancia con el corazón encogido y los puños apretados. Sentía lástima por su padre, un pobre anciano al que la vida no iba a seguir obsequiando con su valioso don  por mucho más tiempo, pero reprobaba su absurda confianza en el obispo Godet. Aquella maldita serpiente de dos caras hacía en todo momento lo que le venía en gana, sin tener que dar jamás explicación alguna, contando con el beneplácito del buen monarca. Muy a su pesar, su progenitor profesaba una fe ciega por aquel clérigo de pacotilla y, nada de lo que ella pudiera decir en su contra haría mella en aquella relación.
     Un súbito escalofrío le recorrió la espalda. La princesa se detuvo junto a una ventana enrejada y apoyó su diestra en el vidrio, mirando a través de él a los atareados plebeyos. Los envidiaba. Tenía celos de sus insignificantes y despreocupadas vidas, de la irrelevancia de sus acciones. Suspiró. Ella, en cambio, era la futura reina. Debía satisfacer a todos cuantos la rodeaban, sin importar a nadie su felicidad, debiendo ser capaz de tomar justas decisiones, buenas para las llanas gentes, mejores para los nobles, demostrando la fuerza y la capacidad de lucha de un hombre, la docilidad y el sentido materno de una mujer. Y lo intentaba. Dios era testigo de ello. Lo intentaba con todas sus fuerzas. Pero a veces, la carga era tan pesada sobre su espalda, que solo anhelaba huir, escapar a tierras lejanas donde nadie tuviera noticias de su persona, de su rostro, de su nombre, donde pudiera ser feliz.  
     Madeleine recuperó la compostura y continuó su camino. Salió a la calle bajo el templado sol de otoño  y cruzó el patio de armas, aquel día silencioso y vació. Alineadas perfectamente bajo los soportales, toda suerte de armas utilizadas para los duros entrenamientos descansaban  inmóviles, mientras los cuervos posados en ellas graznaban en un dialogo incesante. La futura reina acelero el ritmo bajo la implacable mirada de aquellas aves de mal agüero y  entró en las caballerizas, donde el denso aire repleto de partículas de polvo de los fardos de paja, penetraban en la garganta provocando una sensación asfixiante.  Varios de los mozos ocupados en el cuidado de los equinos se giraron ante el rumor de pisadas y mostraron respeto a su paso, sin extrañarse en absoluto por su  presencia.
       -Ma belle Étoile- la princesa acarició la mancha blanca que su yegua árabe poseía entre los ojos y el animal se lo agradeció con un fuerte relincho-, la más bella de todas- Madeleine cogió un cepillo de duras cerdas y la acicaló durante un buen rato, mientras todo lo hablado entre ella y su progenitor iba cogiendo forma en su mente.




      El cura lanzó los despojos de la niña al suelo, quedando su cuerpo retorcido y desnudo escondido entre  la maleza. La miró, con tristeza, más sin sentirse culpable de aquel trágico desenlace. Él le había advertido de los peligros del bosque, de las bestias salvajes que allí se escondían. Pero ella no había querido escuchar sus consejos y esa misma falta de atención y disciplina la habían llevado junto a Dios antes de tiempo. Limpió su ya fláccido pene con el sayón de Brigitte y se reajustó la sotana tranquilamente, como si nada de aquello hubiera sucedido. Apoyado en su sempiterno báculo comenzó el recorrido de vuelta hasta su morada, donde, en cueros, quemó sus sangrientas prendas en una improvisada hoguera hecha con palitroques y hojarasca. Miró las llamas rojas, anaranjadas, que calentaban su rostro y su cuerpo movidas por el aire susurrante. Debía encontrar enseguida otra muchacha que  sustituyera a la pequeña, otra huérfana sin familia que pudiera reclamarla. Él, como hace años llevara haciendo, le daría cobijo, alimentos, un buen lecho donde descansar sus jóvenes huesos, a cambio, únicamente, de hacer realidad sus mundanos deseos. No creía pedir tanto. Sin embargo, resultaba extremadamente difícil encontrar una buena discípula entre gentes de tan baja cultura. Esperaba tener más suerte esta vez.
     Dejando a un lado aquellos pensamientos, el clérigo se vistió y volvió al castillo con renovadas energías. Tenía trabajo que hacer. El próximo rey de Mauban, ante quien debía jugar bien sus cartas, le había concedido audiencia. No podía escapársele aquella oportunidad de mermar el poder de la princesa Madeleine, haciendo de su prometido su futuro aliado.


    
      La princesa necesitaba despejarse, y no había cosa que más la relajara que galopar a lomos de su yegua. Así que  la sacó de las caballerizas tras ensillarla. Ya en el exterior, notó que algo no iba bien. Étoile cojeaba. Preocupada, la joven dobló una a una sus largas patas en busca del motivo de su renquera y fue al alzar la siniestra posterior cuando halló la causa de la inevitable cojera. Los callos de aquella herradura resultaban más pequeños de lo normal y algunos de los anclajes que sujetaban el metal se habían ido soltando con el crecimiento del casco, rasgando la pared del mismo. 
     -¡Ese herrero me las va a pagar!- rugió Madeleine, sabiendo lo complicado que llegaba a resultar la cura de una herida así. Aquella además parecía profunda e infectada. Acarició dulcemente el lomo del equino, intentando tranquilizarse para pensar con claridad. Pero esa había sido la gota que colmara el vaso. No era la primera vez que el herrero de la fortaleza realizaba un mal trabajo, habiendo tenido que sacrificar, a lo largo del último año, varios caballos de los establos reales. Pero colocar mal los herrajes de su yegua... Aquel imbécil parecía no saber a quién se enfrentaba.
     La princesa llamó a uno de los mozos, le pasó las riendas del animal y le dio orden de que avisara al médico de su padre para que lo diagnosticara y tratara inmediatamente. Mientras, ella volvió a entrar en el castillo, metiéndose en las dependencias donde el escriba, armado de su pluma empapada en tinta, redactaba un sinfín de documentos reales.
     -¡Dejad a un lado lo que estéis haciendo y escribid pronto un dictamen referente al herrero Loan! Ningún trabajo le será encomendado a partir de la fecha de hoy desde el castillo, bajo pena de prisión. He dicho- y, enfurecida con el mundo, regresó a sus aposentos.




     Dashiell observó al obispo Godet,  un viejo arrugado y de palidez malsana, que se aproximaba al dormitorio de su señor con paso lento y firme, acompañado del constante repique de su cayado. A este se asía con las enfermas falanges retorcidas en curvas imposibles, similares a garras de buitre hundidas en la carroña. Lo estudió a conciencia. Deseaba averiguar el origen de su magnetismo, capaz de absorber la mente de cultos y poderosos. Pero al mirarlo solo sintió frío, penumbras emergentes de su interior, de lo más profundo de su ser, de su alma. Oscuridad. El cura se detuvo ante él, clavando aquellos ojos vacíos en los suyos, negro sobre azul. El caballero tragó saliva acongojado, sin dejar de mirar la abultada cicatriz que deformaba su rostro, dándole el macabro aspecto de un sádico. Como salido de un trance, el soldado anunció al príncipe la presencia del clérigo. 
      Un inmediato alivio lo invadió al perderlo de vista.



 
      Godet entró en las dependencias del príncipe Antoine.   
     - Alteza- cabeceó ligeramente hacia delante.
     -Me siento intrigado por vuestra visita, obispo. No esperaba tener noticias de vos hasta las futuras nupcias.
     -He querido venir a informaros, personalmente, de la fecha del enlace. Por decisión de nuestro amado rey, tendrá lugar el idus del mes que nos corresponde.
     -¿Él idus? Apenas dos semanas desde hoy. Mis progenitores no podrán llegar a tiempo.
     -No os preocupéis príncipe. Hoy mismo, al ángelus, un mensajero fue enviado a Levisoine para dar la nueva. Vuestros padres llegarán a tiempo para ser partícipes de la unión que os convertirá en el nuevo rey de Mauban.
     Antoine sonrió. Su padre, el rey Léonard, estaría orgulloso de él. No cabría en si de gozo cuando recibiera aquella feliz noticia, cuando supiera que, gracias a su vástago, a su primogénito, su reino por fin saldría de la miseria en la que se hallaba sumido.
     -Debéis llevar bien alzada la cabeza- prosiguió el prelado-, por haber conquistado un corazón tan alocado como el de la princesa Madeleine. Seréis el dichoso hombre que corte sus alas de libertad, que le otorgue la paciencia y compostura de la que una reina debe hacer gala.
     -Dudo que pueda hacerla cambiar.
     -Deberéis poder. Tendréis que ser capaz de domarla como a un animal salvaje. Sois el varón y ella, como buena mujer, debe acatar vuestras órdenes, obedeceros como mandan los cánones. Y estoy convencido de que, del mismo modo que vuestro padre lo hiciera con vuestra madre, dejaréis bien claro, de la entrepierna de quién pende la espada. Sabed que ciertos rumores se están extendiendo por la fortaleza, entre los nobles y plebeyos, y deberéis cortarlos antes de que las gentes os pierdan el respeto.
     -¿A qué rumores os referís?
     -Simples habladurías. Más sabed que siento devoción por la princesa desde aquel día en que naciera y la pusieran en mis brazos y que, aun conociendo bien su mordaz lengua, afilada como una daga, no creo en absoluto que sea artífice de dichos rumores. Pondría la mano en el fuego por ella.
     -Valoro vuestro respeto hacia mi futura esposa, pero mi pregunta ha sido concisa y agradecería una respuesta igualmente clara- en su naciente enfado, Antoine no se percató de la victoriosa sonrisa en los labios del obispo.
     -Palabras huecas, mi señor. Chismes sobre la poca valía de vuestro miembro y sobre vuestra rápida… Qué más da, invenciones todas ellas como podéis comprobar.
    
     El príncipe enrojeció de ira al no encontrar mentira en aquellas palabras. Cuántos más habrían escuchado todo aquello, cuántos se bufonearían de él sabiéndole de rápido lance en el lecho. A pesar de la fe que por ella profesaba el cura y de su promesa de callar sobre el humillante hecho, Madeleine no había tardado en irse de la lengua y demostrar así, en apenas dos días,  su poca palabra y su inexistente honor.

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