domingo, 1 de septiembre de 2013

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     Las calles de la fortaleza se habían llenado del bullicio y la alegría precedentes a cualquier enlace real que se preciase en aquellos tiempos. Maubanenses de toda la región habían llenado posadas, colmado albergues para peregrinos y ocupado cualquier alojamiento que pudiera utilizarse durante los tres días que duraran los esponsales entre la reina Madeleine de Mauban y el príncipe Antoine de Levisoine.

     Donatien miraba en todas direcciones con los ilusionados y atentos ojos de un niño, extasiado por todo aquel movimiento de sus vecinos corriendo de un lado a otro, dando los últimos retoques a aquellas rúas por las que aquella misma mañana, víspera del idus de octubre, pasaría la comitiva real encabezada por los prometidos. Se detuvo en una de las callejas laterales y observó que, al igual que en el resto de la villa, también las ventanas de aquellas viviendas se habían adornado con decenas de elaboradas guirnaldas de flores silvestres recién cortadas, que coloreaban aquel mundo casi siempre gris. El mozo echó una rápida mirada a su alrededor, corrió hacia un bajo balcón y, encaramándose a la balaustrada,  cogió un hermoso bouquet metido en agua que pronto alguien echaría en falta. Huyó sin esconderlo  y salió de la fortaleza esquivando a la multitud que no dejaba de llenar la plaza, colocándose donde ordenaban los soldados. Subió la pequeña colina lindante al este con los muros defensivos de piedra y vio las obras paradas de lo que a la larga sería la nueva iglesia de Mauban, la que se llamaría Sainte Marie des Innocentes, tras la desaparición del obispo Godet  y con el convento reducido a una montaña de escombros y cenizas.

      -Sainte Marie, mère de Dieu, sanctifié soit ton nom…- comenzó a rezar el muchacho frente a una de las lápidas más recientes, se santiguó, se arrodilló en la hierba fresca  y  colocó las  flores sobre la tumba-. J’espère qu’elles te plaisent.

     -Seguro que a Marie le habrían complacido- dijo Dashiell desde un promontorio de piedra del que bajó de un salto sacudiéndose, acto seguido, la parte trasera de sus engalanadas vestimentas, para posteriormente acoger en el pecho al mozuelo cuando éste se le abalanzara propinándole un fortísimo abrazo-. Vaya Natien, cada día estás más fuerte… y más ágil- añadió mirando por encima de su hombro el bello ramo de flores que descansaba sobre la tumba-. ¿A quién se  lo has robado?

     El hijo del carpintero agachó la cabeza y sus orejas  enrojecieron por pura vergüenza.

     -Tranquilo, no voy a delatarte- le revolvió los cabellos-.  En la fortaleza hay hoy muchas flores, demasiadas, y estas habrían hecho feliz a Marie- el custodio le propinó un poderoso manotazo en la parte baja del cuello, y tosió para disimular  el quiebre de su voz  tras pronunciar aquel nombre-. Vamos, los festejos no tardaran en comenzar-  y ambos caminaron  hacia el portón cuando el primer aviso de cornetas se expandía aún por el aire.

 

 

 

 

     Yannick se  despojó  del sucio delantal  y utilizó el viejo balde de madera medio podrida de la herrería para quitarse la mugre de cara y manos. Apagó la fragua y escuchó los primeros acordes de las cornetas entre el siseo del suave viento. Estaba preocupado, carcomidas las entrañas por una angustia exacerbada que le impedía pensar con claridad. Pero aunque al principio lo creyera, no era por Madeleine, no. Ni tampoco por su inminente y asumido matrimonio. El motivo de la desagradable sensación de desazón que ungía sus tripas era Juliette, a la que no había vuelto a ver desde aquella tarde de seis días antes.

 

 

 

    

     -¡Caballero!- Annette corrió hasta él con las ensordecedoras notas de las segundas cornetas acompañándola- ¿Dónde os hallabais? El desfile está a punto de comenzar y pensaba que mi pareja no aparecería- lo sujetó por el codo y ambos avanzaron entre el gentío.

     -Siento la tardanza, pero…- dijo el joven custodio aminorando el paso, haciendo que la doncella se girara para observarlo de frente-…tuve que detenerme en numerosas ocasiones a satisfacer a las mujeres que se abalanzaban excitadas sobre mí.

     El serio semblante del soldado la hizo sonreir.

     -A pesar de los últimos sucesos, me alegra constatar que seguís siendo un bufón.

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