domingo, 7 de julio de 2013

29


-29-

 

 

      Cojeando atrozmente a causa de su tobillo malherido y arrastrando aquel colgajo sanguinolento que tenía por pie, el obispo Godet se adentró en el bosque aferrado, con todas sus fuerzas, al báculo pastoral.  Las ramas bajas de los árboles azotaban su debilitado cuerpo, mientras las agujas de pino y los guijarros se clavaban en sus pies desnudos.  Una roca lo hizo tropezar y cayó sobre la alfombra de hojas que cubría el húmedo paraje. Se sentó para mirar la herida abierta que rezumaba sangre, como si se tratara de una  olla rebosante de agua en ebullición, y maldijo al caballero del príncipe Antoine, artífice de aquel tajo profundo hasta el hueso,  que enlazaba ambos maléolos.

     Se irguió trabajosamente ayudado de su inseparable bastón y reanudó la marcha. No había tiempo que perder. Debía ponerse a salvo del vengativo soldado que tarde o temprano daría con  él.

    

 

 

 

 


    Los truenos retumbaban a lo lejos, más allá de las altas montañas, mientras el bosque iba llenándose de penumbras. No obstante, Juliette no aceleró el paso, ni siquiera cuando la lluvia comenzó a empaparla. Disfrutaba de aquella soledad, de la oscuridad protectora, del silencio y la calma, y esperaba llegar a su hogar cuando toda su familia durmiera ya, cuando nadie la molestara con un sinfín de peticiones y órdenes por ser la mayor de once hermanos. Entonces, sigilosamente, se acurrucaría en la abarrotada cama en la que pronto serían, al menos, uno más, y descansaría hasta el amanecer de un nuevo y agotador día limpiando y escuchando las quejas hambrientas de diez bocas que apenas si tendrían qué comer.

       Se agachó y recogió del suelo una rama de árbol llena de hojas que habían comenzado a amarillear y prosiguió su marcha por el estrecho sendero agitando el palo, como si espantara moscas, y silbando una alegre cancioncilla que la ayudaba a no pensar.

     Un quejido antinatural llegó hasta sus oídos instantes después. Se detuvo. Volvió a oírlo. Un sonido alargado y lúgubre que llegaba hasta ella cascado y lejano. Dio unos pasos inseguros hacia la vegetación que bordeaba el camino.

     -¿Quién hay ahí?- preguntó en voz baja y temblorosa.

     Nada, salvo las gotas de lluvia al caer.

     -¿Quién hay?- alzó la voz.

     -¡Ayudadme!- la voz rota llego hasta ella atravesando el bosque- ¡Estoy herido!

     La muchacha soltó la rama y, sin pensar en los peligros que la pudieran acechar,  se sumergió en la espesura en busca del desesperanzado hombre, al que no tardo en hallar.

     -¡Oh, alabado sea el todopoderoso Señor!- exclamó un viejo con la espalda apoyada en un grueso tronco- ¡Él os ha enviado como a un ángel guardián! ¡Acercaos y ayudad a este malparado siervo de Dios!

     Juliette se aproximó a él lentamente, con pasos cautos, dispuesta a correr ante la más mínima señal de peligro. Llegó hasta sus pies embarrados y miró aquel cuerpo sucio, arrugado y  desvalido, que en nada se quedaba sin su sotana y sus palabras floridas.

     -¿Monseigneur?    

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