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La futura soberana
ató su corcel en el lugar señalado, a pocos pies de la salida del bosque, donde
el animal aguardaría, para no levantar sospechas, hasta que su guardia personal
se ocupara de recogerlo al anochecer. Agazapada tras las ramas bajas de la
primera línea de árboles, la muchacha observó, envueltos en una fina neblina, las
torres y el adarve que las unía y aprovechó el instante en el que ninguno de
los soldados miraba hacia su dirección para echar a correr hacia la pared fortificada.
Allí, pegada la espalda a la roca, anduvo hasta la entrada secreta y empujó una
de las piedras que formaban el muro hasta que cedió, deslizándose aquella suavemente
hacia el interior. Una vez dentro del pasadizo, Madeleine volvió a cerrarla con
cuidado de no hacer ruido, y siguió el estrecho camino hasta llegar a su
dormitorio, agradablemente caldeado gracias a las llamas del hogar. Como
siempre, su amada Annette no dejaba nada al azar.
Se quedó en cueros tirando las mojadas
vestimentas al suelo y lanzando los escarpines por el aire con la única ayuda
de sus pies y se sentó después frente al tocador, cepillando su empapada mata
de pelo negra mechón a mechón, antes de que los nudos se apoderaran de ella.
-Sois una hermosa
zorra, Madeleine- se dijo en voz alta, palpando su plano vientre sin dejar de admirar
su imagen en el espejo-. Solo hace falta que el inocente Antoine no se dé
cuenta de hasta qué punto.
El príncipe Antoine
miró por el ventanal de sus aposentos y la visión de la lluvia lo transportó a sus
añoradas tierras de Levisoine, bordeadas al sur y al este por frondosos bosques
y humedales, bañadas al norte y al oeste por un mar de aguas frías y vientos violentos,
mensajero de implacables y constantes tormentas provenientes de Inglaterra que se
dejaban morir en sus escarpadas y verdes costas.
Se sentó en uno de
los poyetes y pegó la espalda y la cabeza sobre el frío muro, alzando esta última
para mirar, abatido, el techo abovedado pintado en grana y decorado con
detalles dorados.
-Ya queda menos-
susurró mientras espiraba todo el aire de sus pulmones, meditando en lo cercano
de las nupcias, de los festejos y, sobre todo, de la aparición inminente de sus
progenitores-. Madre- una lágrima rodó por su mejilla derecha al pensar en ella
y en la falta que le hacían sus abrazos tiernos y protectores. Al recordar a su
padre, sin embargo, pasó instintivamente el dorso de la mano por el mojado
rostro para retirar de él aquella marca de debilidad. Cuando lo tuviera delante,
levantaría la cabeza bien alta por la hazaña conseguida al unir su reino con el
de Mauban y enlazarse en matrimonio a una mujer de la hermosura y valía de la
princesa Madeleine. Sonrió sin ganas. Sabía que su testa no permanecería
demasiado tiempo erguida tratando de frente con su engendrador, quien a pesar
de la gesta no tardaría en hacerlo sentir indigno y necio, como siempre había
hecho.
Escuchó pasos
aproximándose por el corredor, un breve cruce de palabras y pasos que se alejaban. Se había producido el cambio
de guardia. Cerró los ojos y respiró profundamente, preguntándose si no sería Dashiell quien tras
la puerta se hallaba y, de nuevo sintió nacer en su interior ese algo
inexplicable que su custodio le transmitía cuando se encontraba a su lado,
cuando sus manos tenían la fortuna de rozarse. Separó su espalda de la
pared abriendo los ojos al máximo y se
miró la entrepierna, abultada en esa zona la saya que utilizaba para dormir. Se
levantó azorado como siempre que le sucedía, odiándose por el comportamiento
obsceno y poco cristiano de su cuerpo. Se apretó los testículos lo más fuerte
que pudo hasta dañarse, hasta conseguir que su polla volviera a su estado de
flaccidez, e intentó borrar de su mente al soldado, porque no era lo correcto
para un príncipe, para un hombre, para el hijo de un semental con la potestad
de desvirgar a todas las doncellas del reino llegado el momento.
-¡Soldado!-
exclamó poniéndose en pie, en tanto un joven custodio entraba en la estancia-¡Que
venga mi escudero! ¡Presto!
El soldado hizo
una reverencia, cerró la puerta una vez hubo salido y el sirviente no tardó en
llegar.
-Ayudadme con los
ropajes. Debo presentarme ante mi prometida.
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