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-¡Soy Yannick!-
gritó el herrero a pleno pulmón, aporreando con los nudillos la puerta de sus
vecinos con una impaciencia que rara vez se adueñaba de él-. ¡Voy a entrar!-
tiró del pomo sin que la puerta cediera-. Maldita sea- masculló el hombre
mirando nervioso la vacía aldea, mientras su mente se divertía recomponiendo
las imágenes de su regreso del campo de batalla años antes, el aciago día en
que encontrara su casa cerrada a cal y canto desde dentro y a su esposa e hijos,
sin vida, en el interior. Se acercó entonces a unos de los postigos cerrados y
escudriñó entre las rendijas de las contraventanas, esperando ver los cadáveres
descompuestos de sus amigos tirados ante él. En su lugar, vio una sombra-. ¿Juliette?-
trató de reconocerla, pero los pequeños resquicios entre los listones de madera
y la falta de luz lo imposibilitaban-. ¿Estáis bien?
-Si- contestó la
muchacha próxima al hueco de la ventana-. Estamos bien- hizo una larga pausa-. Pero mis padres no están. Fueron temprano a
la ciudadela.
-¿Con todos tus
hermanos y con tu madre a punto de parir?- fue respondido por un sí apenas
audible-. Harto extraño me resulta que no me pidieran acompañarles y no
haberlos oído ni visto pasar en
dirección a Mauban- dijo recordando la escandalera que aquella tropa de diez infantes armaba allá donde iban.
-Padre no querría
molestarte sabiéndote tan ocupado desde que eres empleado de la casa real.
Seguro que tomaron un atajo para no distraerte de tus labores.
-¿Y a ti no te
apeteció acompañarlos?
-Me sentía…
¡Indispuesta!- acertó a decir ella, como si se le acabara de ocurrir.
-Está bien- el herrero se giró en redondo no
muy convencido-. Pero cuando llegue tu padre, no olvides decirle que he estado
y que mañana vendré de nuevo para que hablemos.
Yannick se alejó de la vivienda sin poder
quitarse de encima aquella sensación de desazón que continuaba carcomiéndolo.
Godet observó el
paso seguro del herrero mientras se alejaba de la casa y dejaba la villa. Una
vez perdido de vista se giró hacia Juliette, que acurrucada en el suelo, cerca
del hogar, lloraba desesperadamente mientras
con las manos cubría su esquelético rostro.
-Pequeña- el
obispo Godet, cojeando, se acercó a la niña y se sentó a su lado rodeándola con
el brazo, intentando ella zafarse de aquella garra que apresaba su huesudo
hombro-, no llores- la miró con la compasión de un anciano cura-. Por las
palabras que de vuestras bocas he escuchado, doy por hecho que es por él por
quien tanto suspiras, ese a quien te
entregarías en cuerpo y alma. ¿Me equivoco?
Azorada por aquel
secreto confesado en un momento de debilidad y sintiendo el ardor enrojecido de
sus mejillas, intentó Juliette ocultar su vergüenza agachando la cabeza, mas el
obispo se la alzó hasta estar enfrentados sus ojos, sujetándole la mandíbula
inferior entre el pulgar y el índice, llegando a hacerla llorar de dolor.
-Sí, es él-
balbució la jovencita entrecortadamente, prefiriendo contestar a padecer su
ira.
-Pues hazme caso y
no sufras por un hombre fuerte y varonil
como ese, al que dudo le guste una chiquilla flacucha como tú- soltó su rostro
con desprecio y se levantó-. Será de los que prefieren a esas rameras de tetas
grandes y culos grasientos que logran satisfacer cuantos vicios les son
propuestos- escupió al suelo.
-¡No! ¡Yannick no es de esos!- gritó Juliette
indignada, recordando a la esbelta mujer con la que lo vio yacer en plena
herrería.
-¿Acaso te lo ha
contado?- el párroco lanzó una risotada.
-Lo vi- susurró ella
apesadumbrada-. Uno o dos días antes de la muerte del rey.
-¿Que lo viste?- Godet
se acercó de nuevo a la muchacha, deseoso de conocer aquella interesante
historia que seguro haría empalmar su verga, como las sucias confesiones de los
feligreses lo hacían. Volvió a sentarse junto a ella y escuchó atentamente la
narración, mientras una amplia sonrisa dichosa se adueñaba de sus mejillas
secas y arrugadas.
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