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En honor al
prometido y sus progenitores, el desfile dio fin en una gran plaza donde, como era
costumbre en los festejos de tierras del norte, se alineaban varias decenas de
largas mesas a rebosar de suculentos manjares y jarras de cerveza. Tampoco el
vino escaseaba por ser Mauban fértil en viñas, vinateros y adeptos a ese
líquido venerado desde época romana. Sin embargo, era en las bodegas reales
donde los de mejores añadas continuaban, solo aptos para delicados paladares.
En medio de un
brindis por la pareja que al día siguiente contraería nupcias, un hombre joven
y enjuto de mirada aviesa tropezó con el príncipe Antoine cuando este,
enaltecido y triunfal, alzaba la jarra de cerveza sobre su cabeza mientras
enarbolaba un viva coreado por la
multitud.
-Pero… -el
príncipe miró un trozo de tela manchado de tinta que el extraño había colocado
en su mano y, sin pensarlo dos veces ni decir nada a nadie, lo ocultó bajo el
cinturón.
Había anochecido cuando, agazapado, Yannick salió
del bosque y corrió en dirección a la muralla hasta pegar la espalda contra ella,
exactamente donde Madeleine le había indicado. Una vez a salvo, y seguro de no
haber sido descubierto, intentó serenarse respirando para ello con más sosiego aquel aire fresco que en
breve entumecería su cuerpo.
Un ruido se oyó a
su siniestra. Su vista, ya acostumbrada a la oscuridad, percibió un cambio en
el muro, una abertura por la que entrar. Se acercó y vio a su amada, a su
amante, hermosa, espléndida, sutil como una aparición fantasmal, alumbrado su
cuerpo, apenas cubierto por un camisón de seda, por las tenues llamas del
candelabro que, no obstante, dejaban en penumbras el abrupto pasadizo que se
extendía tras ella.
-Deseaba veros, herrero- tras haber cerrado la
entrada secreta, la reina se dejó abrazar por aquellos cálidos brazos en tanto
se fundían en un ardiente beso.
-Debo ser muy
sucio, mi señora, puesto que veros no era lo único que yo deseaba.
Dejando
que el candelabro reposara sobre el suelo pedregoso, Madeleine se agachó y,
acuclillada, sacó el miembro de Yannick para chupárselo golosa. Él apoyó las
palmas en la pared húmeda formando un arco bajo el que ella no dejaba de
saborear su verga, más dura a cada instante. Con una de las manos le sujeto entonces
la nuca y, presionándola hasta tener la frente apoyada bajo su ombligo, se
balanceó con fuerza hacia delante, haciendo que el glande descendiera más allá
de la campanilla, sin que el roce provocara arcada alguna en la muchacha.
Ante su lecho, Antoine permitía a su paje que
lo librara de las estrechas y ornamentadas vestiduras que amenazaban con
macerar su piel, tras un largo y agotador día de festejos que concluía al fin.
-Tomad, mi señor-
el lacayo le tendió un fragmento de tela-, ha caído al desabrocharos el
cinturón.
-Retírate de
inmediato- dijo el príncipe arrebatándole el tisú-. Yo mismo finalizaré la tarea.
El sirviente salió
de la estancia, y el futuro monarca se sentó a su escritorio desplegando la
tela manchada de tinta que nada llevaba escrito, pero que aquel extraño se
había molestado en entregarle a costa de su vida si algún soldado lo hubiera
visto empujarle. La olió y detectó un leve aroma a limón. De inmediato estiró
la tela sobre la llama de una candela y
letras negras como el tizón comenzaron a hacer acto de presencia como si una
mano invisible las estuviera escribiendo.
Oculto a los
ojos enemigos vivo para que muerto me crean y no persigan a este viejo herido a
hierro y difamado con absurdas mentiras. Sin embargo, mi fiel amigo, aun
poniendo mi vida en peligro, era mayor mi deber de advertiros, desde lejanos
lares, sobre la desconfianza que debe produciros la relación entre nuestra
reina y el ferrerrum fab
Las
últimas palabras del mensaje se hallaban emborronadas. Antoine acercó la tela a la llama, con tan
mala suerte que aquella prendió, formándose un agujero de bordes negruzcos que devoró
con rapidez el tisú. Lo tiró al suelo al sentir su calor en las yemas de los
dedos y observó en silencio cómo ardía, hasta
convertirse en una fina hoja de ceniza que terminó por desintegrarse en
pequeñas partículas grisáceas que quedaron amontonadas sobre la alfombra.
Entonces salió de
la estancia con furia y corrió hasta la habitación de Madeleine, que se hallaba
vacía. Llamó a sus caballeros hasta
desgañitarse y todos ellos, salvo su mano derecha, aparecieron en breve tras
él.
-¡Buscadla! ¡Traed
a la reina ante mí inmediatamente, pedazo de alcornoques!- gritó el príncipe con
los ojos fuera de sus órbitas, totalmente desquiciado.
Antes de que
ninguno de los custodios abandonara los aposentos de la soberana, Thibaut, el más joven entre ellos, se percató de una rendija
de luz que emergía de la chimenea.
-Majestad- bajo la
atenta mirada del príncipe y toda su guardia, el muchacho se acercó al hogar y
empujó la pared frontal, que se deslizó sin esfuerzo.
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