domingo, 1 de diciembre de 2013


-47-

 

 

     -¿Los cruzados?- Bastien se acercó a Khalia, que continuaba amontonando alimentos.

     -Sí, los mismos- la mujer alzó las cuatro puntas del pañuelo, las anudó y levantó la mirada para fijarla en la de Bastien-. Uno de nuestros soldados ha muerto en mis brazos- le mostró las manos y las mangas ensangrentadas- y, entre los estertores de la muerte,  tiempo ha tenido de narrarme cómo, mientras él y los suyos realizaban maniobras en un terreno quebrado, los enviados del Papa les  tendieron una emboscada. Y ahora se dirigen aquí, dispuestos a acabar con los cátaros.

     -Ni tú ni yo somos cátaros, ¿por qué huir?

     Khalia rio a carcajadas y después acarició el mentón barbudo del mercader.

     -Ellos no van a preguntar. Matarán a cualquiera que se cruce en su camino, en nombre de su Dios.

     -Pero, debemos avisar a los otros.

     -Ya es tarde- ella cogió un cántaro de agua bajo un brazo y lanzó el hatillo contra el pecho de Bastien-. O ellos, o nosotros- y salió corriendo de la morada sin mirar atrás.

     El maubanés la siguió sin dudarlo y vio que rodeaba la vivienda. De pronto, recordó el dinero que guardaba en su dormitorio, la fortuna que el obispo Godet le hubiera entregado y, sin desprenderse del hatillo, se giró en redondo, volvió a entrar en la casa, corrió escaleras arriba y entró en sus aposentos. Abrió el primer cajón de la apolillada cómoda y, al fondo, encontró la bolsa en la que se hallaba su pequeño  tesoro. La tomó y cuando se disponía a salir del cuarto, se acercó al lecho y, de debajo de la almohada, cogió el fragmento de libro que hasta aquel tramo del viaje lo hubiera conducido. Entonces bajó los escalones de tres en tres, trastabilló en el último de ellos y cayó al suelo estrepitosamente, pero el escándalo proveniente de las puertas de la muralla, los gritos, los relinchos, los choques de hierros, lo hicieron alzarse de inmediato y correr hasta la parte trasera de la posada, como si la vida le fuera en ello. Sin embargo, allí detrás no había ni rastro de Khalia, solo roca y más roca.

     -Khalia, mi vida- susurró sin atreverse a elevar la voz-. Khalia.

     Se quedó plantado allí mismo, con el hatillo, el libro y su fortuna colgando de sus manos, sin saber qué hacer, cuando de una hendidura camuflada en la colina de roca que sostenía el pequeño castillo de Foix,  apareció el moreno rostro de su amante.

         

 

      Los hombres del alguacil trabajaban afanosamente, rodeados por un corro de gentes de Passan que observaban su tarea en solemne silencio. A un lado de la puerta de la vivienda, Yannick los contemplaba sin estorbar, con los ojos llorosos, viendo cómo entraban de manos vacías y salían con uno de los cuerpos, cómo volvían  a entrar y a salir con otro más, a entrar y a salir, y así, una y otra vez, una y otra, hasta cargar por completo el carro de bueyes que  llevaría  los cadáveres hasta Mauban, donde se les realizaría  un examen exhaustivo con el fin de averiguar más sobre sus violentas muertes y acerca del autor de las mismas.

      El carruaje se puso en marcha y ninguna campana resonó para ahuyentar los demonios de aquella casa. Y sin embargo, no hacía falta, puesto que aquel que la hubiera morado, lejos se hallaba.

 

 

 

   La sombra renqueante del obispo Godet se movía con lentitud por el espeso bosque que se extendía desde la villa de Passan a la montaña Negra. Tosió. Llevaba andando toda la jornada y la humedad de aquella profunda arboleda, a la que la noche había llegado prematuramente y sin previo aviso, había atenazado su garganta como una zarpa de oso a su presa. Volvió a toser y echó un esputo verdoso sobre la hojarasca amarillenta. Entonces, tratando de recuperar el resuello, el viejo se apoyó en la corteza resinosa de un grueso árbol y se dejó caer sobre sus raíces, que salían a la superficie en forma de asiento. Allí recostado, sus ojos se fueron cerrando y quedó  profundamente dormido, hasta que un ruido a su lado lo despertara de manera repentina, encontrando de pie ante él dos figuras, dos hombres, sendos bandidos de barbas crecidas, rostros malvados y ropas raídas. Intentó levantarse de golpe, pero algo se lo impidió. Bajó la mirada hacia su pecho; una  soga rugosa unía su tronco al del árbol.

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