lunes, 24 de febrero de 2014


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     Otoño. En forma de fina niebla, la lluvia caía incesante sobre la villa de Mauban aquel primer aniversario de la muerte del rey Louis Phillippe. Las gentes, cubiertas sus cabezas por gorros y capuchas, cruzaban el enlodado cementerio de las afueras de la ciudadela y se internaban en la catedral de Sainte Marie des Innocentes, aún en construcción y repleta de andamios que ascendían por las paredes de la Capilla Mayor y la planta de cruz latina, hasta la insegura y provisional techumbre.   

        El obispo Clemenceaux, finalmente elegido desde Roma para presidir la comunidad cristiana del reino, esperaba de pie en el presbiterio, ante el altar mayor, ataviado con una imponente mitra que apenas dejaba a la vista su hirsuto cabello grisáceo. Una vez los asistentes hubieron tomado asiento, abrió la biblia por una página cogida al azar y, de memoria, con el eco  de las goteras que caían del techo como acompañamiento, comenzó con su monótono y aburrido sermón en homenaje al amado e importante difunto.

        Madeleine, de riguroso luto, miraba hacia abajo, hacia el dorso de sus manos, escuchando sin entender las vacías palabras del prelado desde el primero de los bancos corridos. Con un ligero movimiento, ladeó la cabeza sobre su hombro derecho.  Antoine. Allí estaba su esposo, el monarca, el hombre, aquella bestia con apariencia angelical. Suspiró volviendo a bajar la mirada, esta vez con las palmas hacia arriba, quedando su vista fija en las cicatrices nacaradas del interior de sus muñecas. Cerró los ojos al recordar y, presa de la vergüenza, escondió las marcas bajo las mangas, más largas de lo habitual desde que cometiera aquella locura. Entonces elevó el rostro para mirar a su izquierda. Annette. Y entre sus brazos, con su perpetua sonrisa, el futuro rey de Mauban; su pequeño Phillippe, su vida, su alegría,  de cabello rizado en la parte de la nuca y negro como el carbón de la fragua, la piel morena  como la de un campesino y los ojos de un verde tan hermoso como los de su padre. Yannick. Cerró los ojos y suspiró de nuevo, en esta ocasión por el recuerdo de aquel que un día desapareciera y al que quizá nunca volvería a ver. Acarició las mejillas de su precioso bebé y éste  la sonrió, tomándole un dedo con sus manitas regordetas y llenas de vida. Madeleine se  agachó y  besó su carita, caliente a pesar de la humedad que reinaba entre aquellas paredes de piedra y, al instante, todas las cicatrices que marcaban su cuerpo y su alma desaparecieron como por arte de magia.

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