domingo, 27 de abril de 2014


-60-

 

 

     Thibaut llamó a la puerta, esperó brevemente y accedió a los aposentos de su señor.

      -Por fin- dijo secamente el rey Antoine sentado ante el hogar, con las piernas estiradas y el trasero hundido sobre el asiento de un robusto sillón-. No te quedes ahí parado como un espantapájaros. Entrégamela y vete- sin mirar al caballero, estiró el brazo para recibir la nota. Al tenerla en su poder, quitó el lacre y comenzó a leerla con suma atención.

 

 

 

    

 
Yannick llevaba los ojos completamente abiertos, las largas pestañas pegando contra el saco que cubría su cabeza y que no le permitía ver más que la tenue luz que penetraba por los minúsculos agujeros de la arpillera. Se estaba desplazando. Aquellos dos desconocidos lo llevaban a rastras, sujeto con fuerza por debajo de los brazos, las piernas rozando el suelo, chocando con ramas y guijarros. Calor. Sintió el sol pegando sobre sus brazos. Debían haber dejado atrás el bosque para salir  a  un claro. Unos pasos más. Se pararon. Entonces lo lanzaron de rodillas y sus rótulas chocaron con un quejumbroso gruñido contra la dura y seca tierra arenosa. Voces. Tres hombres. Consiguió entender algunas palabras, a pesar de que hablaban en occitano. Ladrones, sí. No eran más que ladrones. Quizá aún no fuera su fin. Notó cómo desanudaban la cuerda de alrededor de su cuello y le quitaban el saco. Parpadeó. Apenas veía a causa de la luz repentina y la tierrilla de los tubérculos que se había introducido en sus ojos. Frente a él unas piernas zambas. Un báculo sostenido por una mano retorcida.

    -Vaya, vaya. Mira a quién tenemos aquí- el hombre prorrumpió con una escandalosa carcajada-.  Maldita Madeleine. ¿A qué desgraciado hizo que matara el inepto del rey Antoine en vuestro lugar?

martes, 15 de abril de 2014


-59-

 

 

    
 
Yannick soltó su raído zurrón sobre la oscura hierba. Cayó entonces, de rodillas, en la orilla de uno de los numerosos riachuelos que bajaban por las escarpadas laderas de la montaña Negra, se agachó y bebió. Bebió ávidamente, utilizando sus grandes manos a modo de cuenco, dejando que el agua chorreara por sus comisuras y  refrescara su barbilla, su cuello, su pecho. Saciada su sed, respiró aliviado. Llenó el pellejo, tras lo cual, sin tomarse ni un pequeño descanso a pesar de llevar andando toda la jornada y estar exhausto, se puso en pie y continuó la marcha hacia Mauban, adentrándose por los frondosos e interminables bosques que lo separaban de su amada Madeleine.


 

 

 

 

    Con el pequeño Phillippe en brazos, Annette se escabulló de sus aposentos y subió hasta el adarve  del castillo. Ya no llovía. Se acercó al muro exterior y oteó el horizonte, hacia las montañas occitanas.

     -Tu reino- dijo al niño besando su pequeña nariz y apretándolo contra sí con más fuerza, tratando de envolverlo con todo su amor-. Mon petit prince.

     -Sabía que os encontraría aquí.

     La doncella se giró para contemplar a Dashiell, cabello bien peinado, elegante, maravilloso.

     -Os vi en el cementerio después de la misa- habló la muchacha sin dejar de mirar la intensidad de aquellos ojos azules.

     -Lo sé- aproximándose a ella y sin hacer comentario alguno acerca de Marie, estiró los brazos para que le pasara al infante que, como  acostumbraba, se lanzó intrépido hacia ellos con ciega confianza. El caballero lo echó hacia atrás, boca arriba, y apoyando sus labios sobre los ropajes a la altura de la barriguita, produjo una serie de pedorretas que provocaron  las divertidas y chillonas carcajadas  de Phillippe.

     -Algún día seréis buen padre- afirmó ella,  imaginándolo  como el  de sus propios hijos.

     -Quizá- beso las manitas regordetas del bebé-. Aunque, cuando llegue dicho momento, espero no me suceda como a nuestro rey, puesto que no hay más que mirar al retoño para saber que no es hijo de un norteño.

     Annette le arrebató el niño, que comenzó a llorar de inmediato.

     -No digáis eso en voz alta- susurró ella-. Alguien podría escucharos- trató de calmar los sollozos incontenibles del futuro heredero.

     -Quizá si en vez de negros como el carbón, hubiera heredado los cabellos dorados de nuestro señor Antoine, o sus ojos azules en vez de éstos, tan verdes como el musgo del bosque…- acarició una de las morenas mejillas de Phillippe y éste dejó de llorar-. ¿Pensáis que a estas alturas queda alguien en el reino que desconozca que este hijo es el bastardo del monarca?

     -No lo llaméis así- la doncella tapó los oídos del lactante, como si a su corta edad comprendiera aquella palabra y pudiera sentirse ofendido.  

     Dashiell rio.

 

 

 

 

     Las tupidas copas de los árboles no permitían que los rayos de sol penetraran en la espesura y Yannick se veía obligado a caminar despacio, tratando de agudizar la vista para no tropezar.

     De repente, algo pesado cayó sobre él aplastándolo contra el suelo de hojarasca. Un cuerpo. No. Eran dos. Una emboscada. Un par de ladrones a punto de robarle sus miserias. Ambos lo asieron con fuerza y, con sendas cuerdas, lo ataron de pies y manos. Se revolvió al quedar sumido en las penumbras cuando cubrieron su cabeza con lo que parecía un saco de arpillera, que posteriormente anudaron, con ayuda de una tercera soga, alrededor del cuello. Una arcada. El olor dulzón a patatas podridas penetró en sus fosas nasales y los jugos gástricos entremezclados con el poco almuerzo de la mañana fueron de vuelta hacia su boca. Pero aguantó el vómito e intentó escapar. En vano. Levantó la cabeza y golpeó algo duro, la mandíbula de uno de ellos, quizá. Una blasfemia y, a continuación, un fuerte golpe en su sien que le hizo perder el sentido.

domingo, 6 de abril de 2014


.-58-

  

     Bastien detuvo el paso y cerró los ojos. Aspiró la mezcla intensa de los olores del otoño de la fértil Navarra; la tierra húmeda, la hojarasca amontonada en el camino, la leña seca ardiendo en los lares. Su mente lo envió a Foix, donde un año antes hubiera comenzado la andadura hasta su nueva vida: la agotadora subida del nevado Port de Cize desde la villa de Saint Michel, en la vertiente de Gascuña, la llegada al hospital de Roldán, en Roncesvalles, cuando sus fuerzas a punto estaban de abandonarles y los aullidos de los lobos hambrientos se escuchaban tan próximos en el bosque que sentían sus alientos malolientes en el cogote. Abrió los ojos de nuevo y miró entonces el refulgir de los danzarines brillos que el sol dibujaba en las cristalinas y tranquilas aguas del río Ega, en cuyo meandro, en la orilla derecha, al pie de un pequeño relieve rocoso, sobre los restos del antiguo burgo de Lizarra, se asentaba la fortaleza en el interior de la cual se hallaba su nuevo hogar, así como el de otros muchos francos, hombres libres del vasallaje a nobles y eclesiásticos. Se giró hacia Khalia, su esposa, cabello rizado,  largo, suelto, tez morena de terciopelo, toda ella radiante, hermosa y perfecta. Tomó su mano, delicada y fuerte al tiempo, y acarició su abultado vientre, hinchado a más no poder ante la inminente llegada al mundo de su retoño. Le sonrió, reflejada en su rostro una dicha tan inmensa que nunca antes recordaba haber  sentido.

     -Caminenos- ella besó sus labios-. Pronto anochecerá y toca el turno de cenas.

       Y con calma, se pusieron en marcha hacia la fortificación de Estella o L’Izarra, como se la solía llamar  en esa mezcla de idiomas entre el lenguaje rudo y extraño de los navarros y el francés de los llegados de Tours y del Puy, y que pronto, gracias al creciente comercio de la zona al ser paso obligado del camino de peregrinación a Santiago, formaría una  grandiosa villa  junto con  las tierras aledañas de San Juan y El Arenal.