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Yannick soltó su raído zurrón sobre la oscura hierba. Cayó entonces, de rodillas, en la orilla de uno de los numerosos riachuelos que bajaban por las escarpadas laderas de la montaña Negra, se agachó y bebió. Bebió ávidamente, utilizando sus grandes manos a modo de cuenco, dejando que el agua chorreara por sus comisuras y refrescara su barbilla, su cuello, su pecho. Saciada su sed, respiró aliviado. Llenó el pellejo, tras lo cual, sin tomarse ni un pequeño descanso a pesar de llevar andando toda la jornada y estar exhausto, se puso en pie y continuó la marcha hacia Mauban, adentrándose por los frondosos e interminables bosques que lo separaban de su amada Madeleine.
Con
el pequeño Phillippe en brazos, Annette se escabulló de sus aposentos y subió
hasta el adarve del castillo. Ya no
llovía. Se acercó al muro exterior y oteó el horizonte, hacia las montañas
occitanas.
-Tu reino- dijo al niño besando su pequeña
nariz y apretándolo contra sí con más fuerza, tratando de envolverlo con todo
su amor-. Mon petit prince.
-Sabía que os encontraría aquí.
La doncella se giró para contemplar a
Dashiell, cabello bien peinado, elegante, maravilloso.
-Os vi en el cementerio después de la misa-
habló la muchacha sin dejar de mirar la intensidad de aquellos ojos azules.
-Lo sé- aproximándose a ella y sin hacer
comentario alguno acerca de Marie, estiró los brazos para que le pasara al
infante que, como acostumbraba, se lanzó
intrépido hacia ellos con ciega confianza. El caballero lo echó hacia atrás,
boca arriba, y apoyando sus labios sobre los ropajes a la altura de la
barriguita, produjo una serie de pedorretas que provocaron las divertidas y chillonas carcajadas de Phillippe.
-Algún día seréis buen padre- afirmó ella,
imaginándolo como el de sus propios hijos.
-Quizá- beso las manitas regordetas del
bebé-. Aunque, cuando llegue dicho momento, espero no me suceda como a nuestro
rey, puesto que no hay más que mirar al retoño para saber que no es hijo de un
norteño.
Annette le arrebató el niño, que comenzó a
llorar de inmediato.
-No digáis eso en voz alta- susurró ella-.
Alguien podría escucharos- trató de calmar los sollozos incontenibles del
futuro heredero.
-Quizá si en vez de negros como el carbón,
hubiera heredado los cabellos dorados de nuestro señor Antoine, o sus ojos
azules en vez de éstos, tan verdes como el musgo del bosque…- acarició una de
las morenas mejillas de Phillippe y éste dejó de llorar-. ¿Pensáis que a estas
alturas queda alguien en el reino que desconozca que este hijo es el bastardo
del monarca?
-No lo llaméis así- la doncella tapó los
oídos del lactante, como si a su corta edad comprendiera aquella palabra y pudiera
sentirse ofendido.
Dashiell rio.
Las tupidas copas de los árboles no
permitían que los rayos de sol penetraran en la espesura y Yannick se veía
obligado a caminar despacio, tratando de agudizar la vista para no tropezar.
De repente, algo pesado cayó sobre él
aplastándolo contra el suelo de hojarasca. Un cuerpo. No. Eran dos. Una
emboscada. Un par de ladrones a punto de robarle sus miserias. Ambos lo asieron
con fuerza y, con sendas cuerdas, lo ataron de pies y manos. Se revolvió al
quedar sumido en las penumbras cuando cubrieron su cabeza con lo que parecía un
saco de arpillera, que posteriormente anudaron, con ayuda de una tercera soga,
alrededor del cuello. Una arcada. El olor dulzón a patatas podridas penetró en
sus fosas nasales y los jugos gástricos entremezclados con el poco almuerzo de
la mañana fueron de vuelta hacia su boca. Pero aguantó el vómito e intentó escapar.
En vano. Levantó la cabeza y golpeó algo duro, la mandíbula de uno de ellos,
quizá. Una blasfemia y, a continuación, un fuerte golpe en su sien que le hizo perder
el sentido.
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