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Con gemidos prolongados y sentada a
horcajadas, Annette arqueó su espalda hasta apoyarla sobre las piernas de
Dashiell, en tanto que este la ceñía de la cintura para que su verga no saliera
de la cálida caverna, hasta no haber vertido en ella hasta la última gota de su
esencia.
-¡Sí!- un par de
enérgicas sacudidas y su polla rezumó aquella virilidad guardada desde la
muerte de Marie. Alzó a la doncella y, sin salir de ella, la tumbó sobre su
pecho-. Sois increíble- susurró a su
oído, acariciados sus labios por sus claros y largos cabellos.
-Lo sé- susurró Annette
a su vez, levantando la cabeza para mirarlo sonriente-. Pero me encanta que vos
lo digáis- se acurrucó en aquel grande y cálido cuerpo, exhausta tras la cabalgada, y acabaron durmiendo
abrazados sobre la mullida alfombra que yacía ante la chimenea de la estancia
del caballero.
Bastien despertó con el ulular de un búho. Miró
fuera de la gruta, restregándose los ojos adormecidos y con restos de cenizas.
Noche cerrada en Foix. Llamó a Khalia.
-Ya es la hora- le
dijo y ella se desperezó y lo besó con sus gruesos labios, haciendo acopio de
su habitual energía.
Se pusieron en pie
y se asomaron al agujero rocoso, desde el cual, a causa de las penumbras, no se
adivinaba la distancia que los separaba del suelo.
-Sígueme- se
agarró la muchacha a uno de los salientes de la pared de piedra y comenzó el
descenso con la habilidad de un felino. Él no lo dudó y fue tras su amante, e
intentando no resbalar en las piedras pulidas por el desgaste del río al
transformarse en salto de agua, bajaron lentamente por la abrupta ladera,
aprovechando, para asirse y no caer, grietas,
raíces, malas hierbas y pequeños agujeros que quedaban al desprenderse, aquí y
allá, pedazos de roca.
Llegaron abajo
internándose en el espeso bosque que rodeaba la villa más importante del
condado y, ya entre los árboles, al amparo de su protección, se detuvieron
ambos para contemplar el gallardo y enhiesto castillo de silenciosas torres, arropado
por gruesas murallas e iluminado por las fantasmales llamas de la ciudad caída.
Caída, arrasada, incendiada, abatida.
Afortunadamente para los condes, nobles y
todas aquellas personalidades inspiradoras de la resistencia occitana a los que
los cristianos de la iglesia católica perseguían,
la fortaleza no había sido sitiada; y allí, arriba en la colina, observadora de
primera, había resistido el ataque de los enviados de Dios, mientras la plebe
moría, sin importar su religión ni creencias, quedando sus cuerpos amontonando en macabras pilas.
Yannick abandonó
Passan sin volver la vista atrás, hecha la firme promesa de no regresar jamás a
aquellas codiciosas tierras, las cuales se habían adueñado de más de lo que él nunca
podría haber ofrecido.
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