lunes, 10 de febrero de 2014


-54-

 

 

     Madeleine hizo un gesto con el dedo a su doncella, que se acuclilló a su lado para escuchar al oído lo que le tuviera que decir.

     -Ahora mismo- susurró Annette y, sin llamar la atención del resto de comensales, salió al frío corredor, acompañada únicamente por  las temblorosas sombras que creaban las velas. Anduvo hasta los establos, entró en la cuadra donde descansaba su caballo, lo ensilló ella misma y se colocó la oscura capa que colgaba de un gancho junto a la puerta.

     -¿Dónde vais?

     La muchacha se giró asustada.

     -Caballero- respiró aliviada al descubrir que era Dashiell quien la había sorprendido-. No os he escuchado entrar. Sois demasiado sigiloso.

     -Serlo es parte de mi trabajo- se acercó a ella y la ayudó a montar-. La noche está cayendo. ¿Os parece prudente salir sola a pasear?

     -Ahora que lo decís- alargó el brazo hacia el soldado, extendida la palma de la mano hacia arriba-, no me vendría mal vuestra compañía.

     Él la agarró con fuerza, metió el pie izquierdo en el estribo y se dio impulso con el derecho hasta el asiento, donde pegándose al máximo al cuerpo de Annette, le arrebató las riendas y la rodeó por debajo de los pechos con el brazo que quedaba libre.

     -¿Cuál es nuestro destino?- dijo Dashiell, dirigiendo el corcel hacia el portón principal.

     -Passan.

    

    

    

 

      El rey Antoine entró en el enorme salón donde se celebraba el banquete con el que finalizarían los festejos nupciales, comenzando los músicos a tocar con más entusiasmo, mientras cientos de cabezas se giraban para observarlo; su porte distinguido, su bello rostro, sus penetrantes ojos azules, sus elegantes andares. Rodeó la mesa sonriente, palmoteando con energía los hombros de los presentes y alabando la hermosura de sus mujeres, como si en realidad algo de aquello le importase.

     -Amada mía- dijo situándose junto a su esposa, tendiéndole la mano para que se levantara-, momento es de retirarnos- Madeleine se la tomó sin ganas y se alzó con la mirada ausente-. ¡Reales súbditos!-exclamó sin soltarla y cogiendo una copa de vino que levantó a la altura de su pecho, en tanto los presentes iban silenciando sus voces y poniéndose en pie-. Disculpadnos por nuestra inmediata ausencia- hizo una pausa para beberse el caldo de un trago y dejar el recipiente de plata, de golpe, sobre la mesa-, pero la alcoba nos espera.

    

 

 

 

       El caballero y la doncella llegaron a las afueras de Passan, donde la silueta de la casa del herrero se dibujaba contra los árboles, sin que ninguna luz trasluciera por las rendijas de las contraventanas cerradas. Dashiell desmontó, ató el animal a uno de los postes de madera del porche y se aproximó a la fragua.

     -Nadie parece haber trabajado hoy aquí- dijo frotando entre sus dedos las finas cenizas, que ningún rescoldo resguardaban.

     -Resulta extraño- opinó Annette, callándose repentinamente al escuchar el ronco relincho de un caballo-. Proviene del establo de Yannick- se lanzó a los brazos de Dashiell, que la esperaban abiertos para ayudarla a descender del corcel, y fueron hacia la cuadra, el custodio adelantado y desenvainada su espada,  la mujer unos pasos por detrás, envueltos ambos por la negra oscuridad acrecentada por  los sombríos bosques adyacentes.

     Entraron al pequeño recinto; olor a estiércol y paja. En la zona más alejada a la entrada, un único caballo.

     -¿Lo reconocéis?- el joven acarició las crines sedosas del nervioso equino.

     -Sí, es el mismo que el herrero dejara a mi señora para regresar al castillo. Pero, faltan los otros dos- apuntó.

     Dashiell la agarró y volvieron al porche. Intentó abrir la puerta, pero se hallaba cerrada a cal y canto. Sacó un pequeño puñal del interior de una de sus botas y forzó la cerradura. Entraron.

     -Aquí no hay nadie- el custodio registró cada rincón de la morada-. Y visto lo que ha dejado, no parece tener la intención de regresar- metió un atizador entre los leños negruzcos de la chimenea y levantó lo que parecían restos quemados de ropa de niño.

     Annette salió de nuevo a la oscuridad y entró corriendo en el establo. Le extrañaba que hubiera partido dejando un caballo, uno solo, ése precisamente, el que prestara a la reina. A tientas acarició sus crines, su grueso cuello, su lomo. Nada. Se arrodilló en el sucio suelo, segura de que debía haber algo, y palpó las finas y sin embargo recias patas del corcel. Y allí estaba, una estrecha correa y un  papel doblado apresado en su interior. Lo cogió, se incorporó y regresó a la casa sin perder tiempo, lanzándose sobre la mesa frente al hogar y desplegando el papel a la luz de un quinqué.

 

     Amada mía,

     Eres por lo único que lamento marcharme, mas alejarme debo de las muertes y la desdicha que me persiguen donde voy. Me alejo para siempre de estas tierras, de este dolor tan profundo que me engulle en su negrura, y te libro así de este lazo que no te proporcionaría sino amargura y reproches.

     No puedo pedirte que me recuerdes, que me añores, porque sería egoísta, pero  prometo que siempre estarás en mi memoria y en mi corazón.

     Siempre tuyo,

                                                                               Yannick

 

 

    Aquella escueta misiva  cortó la respiración de Annette.

     -Teníais razón, el herrero se ha ido- miró a Dashiell con ojos llorosos, imaginando la pena que embargaría a su amada cuando le comunicara la noticia-. Y os aseguro que no ha elegido el mejor momento.

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