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La noche caía espesa sobre el reino de Mauban. Los sirvientes se apresuraban por terminar sus quehaceres antes de acostarse, mientras que los nobles hacía rato se habían retirado a sus aposentos. La luna menguante, convertida en una fina línea plateada, apenas iluminaba, y eran las antorchas las que llenaban de luces y sombras los rincones del majestuoso castillo. Los intensos silencios de aquella fortaleza, daban paso, ante el más mínimo sonido, a reverberantes ecos que se extendían a lo largo y ancho de las paredes de negra roca tan abundante en la región.
Como cada noche durante las últimas dos semanas, la figura de una mujer envuelta en una capa recorrió los corredores del primer piso. A cada lado del pasillo por el que cruzaba, catorce pesadas puertas de madera noble eran custodiadas por catorce caballeros que guardaban los aposentos principales, ocupados por los catorce importantes invitados del rey Louis Philippe. Cada uno de los custodios no dudó en reverenciarse ante la joven doncella, a la que trece de ellos verían por última vez.
- Caballero- la muchacha se detuvo ante la última estancia, la que pertenecía al príncipe Antoine de Lévisoine, favorito al trono por todas las gentes del reino –, abrid la puerta y avisad con presteza a vuestro señor, porque esta noche él ha sido el elegido.
El rubio soldado no tardó en comunicar la nueva a su alteza, que nervioso, salió al corredor terminando de atarse la cinta trenzada.
-Príncipe Antoine- la doncella agachó la cabeza ante el noble, alto, hermoso, de dorados cabellos y ojos tan azules como un cielo de verano. No entendía que SU princesa albergara duda alguna sobre la elección del pretendiente al trono. Aquel tenía todo lo necesario para reinar junto a una mujer de su valía y para procrear, en un futuro no muy lejano, dignos herederos–. MI señora lo aguarda y debéis saber que detesta las demoras.
-Entonces no la hagamos esperar- dijo entrecortadamente el barbilampiño príncipe de las frías tierras del norte. Con paso tembloroso y en aquella semi-penumbra que los envolvía convirtiéndolos en dos sombras más, siguió a duras penas a la recta y acerva doncella de la princesa Madeleine.
Dashiell observó el paso atolondrado de su señor tras la bella doncella. Sintió una inmediata lástima por aquel cuitado al imaginarlo ante una fiera como la princesa, ansiosa por exprimirlo como a un cítrico para sacar hasta la última gota de su jugo, por utilizarlo como una herramienta de su propio placer. Sabía que Antoine no había conocido mujer y aquella que lo esperaba era demasiada hembra para él. Para él y, por lo que Annette le había contado la noche anterior mientras yacían desnudos en su lecho, para el resto de pretendientes; trece sin ir más lejos. Uno por noche había sido reclamado por la hija del soberano y ninguno había resultado un digno amante. Era impensable que su señor, un niño aún, fuera el elegido.
El estomago del muchacho rugió de hambre. Miró a un lado y otro de su puesto. Los restantes caballeros vigilaban los aposentos de sus respectivos señores lanza en mano, como el protocolo exigía. Al contrario que ellos, disponía de cierto tiempo libre; el que la princesa necesitara para desvirgar a aquel que, en tiempos de guerra, no dudaba en quedarse en cama por fiebres ficticias que solo a él afectaban. El soldado sonrió con tristeza recordando la última batalla en la que se había visto envuelto no haría más de medio año. Se habían perdido tantas vidas… Quizá era inteligencia y no cobardía lo que aquel vástago real poseía.
Llegó a la cocina y a pesar de no encontrar a nadie en ella, la chimenea se hallaba encendida y el aire cargado de suculentos olores que se mezclaban. Se relamió acercándose al hogar. De él pendía una gran olla cuyos vapores desprendían el característico tufillo a carne de venado. Carne. Tenía entendido que en aquel reino no era habitual aquel manjar por ser el responsable, según el clero, de aumentar el deseo sexual entre los hombres. Si eso fuera cierto y dado lo hambriento que estaba, aquella noche habría muchas mujeres satisfechas en Mauban.
Un ruido de pasos lo sacó de sus eróticos pensamientos. El soldado, que a punto estuvo de derramar el estofado que se estaba sirviendo, se giró de inmediato blandiendo lo único a su alcance.
- Extrañas armas las que usáis en otros reinos.
Él miró el cucharón que empuñaba y después a aquella que lo había sorprendido con las manos en la masa. Soltó una sonora carcajada.
-Extraña si, pero eficaz en las curtidas manos de mi señora madre.
La muchacha comenzó a reír dulcemente al tiempo que se aproximaba al fuego. Era preciosa, almibarada, de largos cabellos trigueños y serenos ojos del color de la miel. Sus vestimentas, más ceñidas que las portadas por Annette y la princesa, elevaban sus generosos y redondeados senos, dejando poco a la imaginación. Se vio a si mismo observándola en silencio, admirando su lozanía, la belleza pura de su rostro moreno y libre de maquillajes, sus mejillas encendidas por el arduo trabajo. Ella le rozó el brazo al arrebatarle el cuenco y el cucharón de las manos. Dashiell se estremeció con aquel mínimo roce.
-No le digáis a nadie que habéis comido del estofado de caza de los señores feudales- susurró la cocinera llenando el recipiente hasta hacerlo rebosar-. Me mandarían a la picota sin dudarlo.
-Antes cortaría mi lengua que revelar nuestro secreto- el caballero colocó los dedos índice y corazón de su mano derecha sobre el pecho a modo de promesa–. Por cierto, bella dama, ¿cómo os llamáis?
-Marie.
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