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El dormitorio de la heredera al trono se encontraba próximo al torreón sur, la más cálida zona de la fortaleza. Se disfrutaban desde allí las mejores vistas de aquel territorio fértil, rodeado de campos de cosecha de terrosos colores. Ahora, pintado por el otoño, el amarillo predominaba en los dominios del rey Louis Philippe el beato.
-MI señora…
La princesa dejó de mirar por el gran ventanal y se giró hacia los recién llegados, quienes ocupaban el umbral de la puerta.
-Gracias Annette, puedes dejarnos.
La doncella hizo una reverencia y salió de la estancia cerrando la puerta tras de sí.
Antoine de Lévisoine entró despacio en los aposentos de la princesa Madeleine. Había quedado prendado de ella nada más verla en el banquete de bienvenida ofrecido por el rey a los catorce pretendientes de su única hija. Aquel día, su pelo se encontraba oculto por un tocado azul turquesa que solo dejaba al descubierto su joven y bonito rostro. Ahora sin embargo, el tupido cabello negro azabache caía ondulante sobre su espalda, acentuando la palidez de su piel, casi enfermiza como obligaba su casta, y otorgándole un aspecto de fragilidad contrario a la realidad.
-¿Me tenéis miedo?- preguntó ella dando un paso hacia delante, hacia él, clavando en los suyos aquellos ojos pardos, profundos como los grandes lagos helados de las tierras de sus antepasados maternos.
No. No tenía miedo. Sentía pavor. Le habían hablado de la guerra, de los horrores del campo de batalla, de los cuerpos mutilados tirados por doquier y siempre, siempre había huido de todo aquello. Pero ahora no podía escapar de aquel cometido, no sin fallar a sus gentes, aún a sabiendas de lo torpe y banal que resultaría la única arma que poseía para luchar contra ella.
-No tengo miedo, en absoluto- respondió alzando la voz unas octavas y tragando la poca saliva que humedecía su boca. No resultaba, en ningún caso, convincente.
Recordó una de las escenas más bochornosas de su vida, acaecida tres años atrás, una tormentosa noche de verano. Dos caballeros irrumpieron por la fuerza en sus aposentos y lo llevaron a rastras hasta las mazmorras, todo ello por orden de su padre, el rey. Allí lo esperaba una robusta mujer de aspecto desastrado, cabellos grasientos, enormes pechos que sobresalían de la pelliza, boca desdentada y una fea verruga bajo una de las aletas de la nariz. Sintió una inmediata repugnancia por aquella mujer de mala vida que, poco a poco, y ante su estupefacta mirada, iba subiéndose la saya mientras mostraba la trémula carne de sus muslos separados. Él apartó rápidamente la mirada intentando, por todos los medios, no ser partícipe del gran pecado. Pero satanás vestido de hembra se acercó hasta él, se agachó ante su entrepierna, sacó su miembro viril sin ningún tipo de delicadeza y se lo metió en la boca hasta que sus labios rozaran los testículos. Su primer impulso fue apartarse de ella, sacar su falo de aquella boca podrida. Pero cuando el cálido aliento de aquella que mancillaba su inocencia penetró en su tersa piel, agarró sus sucios cabellos con fuerza y la obligó a chuparlo hasta eyacular en su boca. Después la apartó turbado, sintiendo nauseas al ver su líquido seminal chorreando por los labios y la oscura boca de la furcia, que sonreía complacida al tiempo que se relamía con una lengua repleta de pequeñas erupciones blancuzcas. Él trastabilló cuando intentó huir de aquella celda en la que lo habían dejado. Echó a correr como alma que lleva el diablo y no paró hasta entrar en sus dependencias. Con una campanilla llamó a su siervo, a quien urgió a traer un cubo de agua hirviendo. Lo ocurrido a continuación aún era muy doloroso de recordar, a pesar de que las llagas producidas por el líquido purificador hacía tiempo que habían desaparecido.
Antoine era el número catorce en su lista de pretendientes, el más hermoso varón de cuantos su mano habían pedido. Y el más limpio. Pero Madeleine conocía demasiado bien a los hombres y aquel que se erguía ante ella, temblaba de pies a cabeza muerto de miedo solo con mirarla, como un hereje a punto de ser ejecutado por el verdugo. Se preguntó si no sería hora de reprenderlo y mandarlo de vuelta a su dormitorio.
-Las dudas me reconcomen príncipe. Todos en mi reino, incluido mi progenitor, opinan que no hay mejor pretendiente que vos entre las paredes de esta fortaleza que es mi hogar. Juntos consumaríamos la unión entre dos grandes y poderosos reinos, uno al norte y otro al sur, haciendo nuestras todas las importantes vías comerciales de las que los germanos se han ido adueñando los últimos tiempos. Dos monárquicas familias en alianza por el santo matrimonio. Engendrado vos por la fuerza de un guerrero franco y la hermosura de una de las doce vírgenes primigenias de tierras bárbaras. Nacida yo de la sabiduría y el valor. Procrearíamos soberbios herederos que llevarían en su interior lo mejor de cada uno de nosotros… Pero príncipe Antoine, yo necesito vivir el presente junto a un hombre que me satisfaga, que me haga plena. Comprendo mis deberes como futura reina y siempre los cumpliré, llegando a ser la mejor regente que nunca haya existido sobre tierra santa, pero sin permitir que mis necesidades como mujer queden relegadas a un segundo plano.
-Yo… - balbuceó el muchacho y las palabras se atragantaron antes de salir por su boca cuando la princesa, dando dos largas zancadas, se detuvo a su lado y apretó con fuerza su entrepierna. El dolor se hizo tan intenso que las lágrimas comenzaron a agolparse en sus ojos celestes, ahora turbios. Pero Antoine se mantuvo estoico. En ningún momento trató de apartar la delicada mano de Madeleine, a pesar de los intermitentes pinchazos que sufría su bajo vientre.
-Os estoy ofreciendo mi cuerpo, príncipe, incluso mi reino. Y solo es goce lo que os pido a cambio, pero… si ésta es toda vuestra virilidad…- lo soltó de golpe y volvió frente al ventanal- …no la quiero. No soy un ama de cría que os ofrezca el pecho para alimentaros. Soy una mujer. Una con muchas y variadas necesidades- lo miró con picardía, entrecerrando sus brillantes ojos castaños, y con la boca ligeramente abierta en una sonrisa maliciosa–. Y ahora os veo como lo que realmente sois, un niño con cuerpo de hombre que jamás podrá concederme la pasión que yo reclamo. Ahora iros a vuestros aposentos y no os preocupéis, porque mis labios permanecerán sellados sobre lo aquí ocurrido.
El príncipe se quedó de piedra ante las palabras de Madeleine. Había defraudado a su padre, a su pueblo. Confiaban en él para conseguir la alianza con el reino de Mauban, algo tan sencillo como pretender y enamorar a la princesa y subir al trono tras los esponsales. Sabía que para la mayoría, él era el favorito por sus cualidades físicas. Su altura era superior a la media, su cuerpo parecía esculpido en mármol y sus ojos hacían suspirar a las doncellas allí por donde pasaba. Pero cierto era que todo aquello se trataba de simple fachada. Desde el pecado en la mazmorra y temeroso de su incierto destino en la próxima vida, su conducta había sido la correcta ante Dios y la iglesia, algo desconocido por su padre, rey de Lévisoine, viril entre los viriles, quien nunca se habría permitido la humillación de tener como vástago, a uno cuyo miembro no hubiera penetrado en las entrañas de una sola mujer. Deseoso de que su páter familias continuara en la inopia creyéndolo el macho que no era, su fiel Dashiell y él mismo idearon y llevaron a cabo un perfecto plan. Un par de veces por semana, acudían ambos a la taberna de peor fama en la villa, un prostíbulo en toda regla donde, gracias a la verborrea del caballero y al efecto del alcohol en los parroquianos, estos escuchaban fascinados las ficticias historias sobre las hazañas amorosas de su apuesto príncipe. En cuanto el primero de los clientes abandonaba el establecimiento, se propagaba el bulo como la pólvora, no tardando en llegar, tan íntimos relatos, a oídos del orgulloso monarca. Ahora, firme ante la princesa, solo lamentaba no haber realizado sexo alguno con todas aquellas rameras de la taberna que, a cambio de unas míseras monedas, guardaban silencio sobre los actos con él no consumados.
-¡No me iré!- envalentonado, la atrajo hacia si sujetándola del antebrazo - Vais a elegirme para ser vuestro esposo. Mi pueblo se muere de hambre y solo uniendo nuestros reinos podré ayudarlo. Haré lo necesario para convertirme en el monarca de Mauban y no en el hazmerreir de toda la región- la agarró por la nuca con su mano libre y apretó sus labios contra los de ella utilizando demasiada energía. Madeleine se dejó hacer, intrigada por lo que la desesperación podía llegar a provocar en un hombre que, salvo su honor y su prestigio, nada tenía que perder.
-Mucho habláis para decir y hacer tan poco, príncipe- dijo ella, una vez sus labios y sus cuerpos se hubieron separado.
El príncipe volvió a agarrarla, esta vez con más fuerza. Estaba harto de que lo humillara constantemente, de que lo hiciera sentir un completo inútil. Él era un hombre de los pies a la cabeza y ella solo una mujer impía que no respetaba lo establecido por la sociedad. El hombre era quien dictaminaba las normas, quien decidía cuándo, dónde y con quién copular, mientras que la mujer no tenía más que callar y abrirse de piernas. Como en un sinfín de ocasiones hubiera escuchado por boca de su padre, la misión de todo varón era tomar lo que le correspondía como suyo y había llegado el momento de hacer caso a su rey y mentor. Rasgó la pechera de las ornamentadas ropas de Madeleine dejando su busto al aire. En un principio la dama se revolvió, trató de escapar de aquella repentina violencia que ella misma había causado con sus provocaciones, no tardando en abandonar su absurda lucha de fuerzas desiguales.
-A partir de ahora, princesa, hablaré menos. Os lo prometo- la lanzó boca arriba sobre la cama, levantó las ropas que cubrían su parte baja y separó sus piernas con brusquedad. Entre ellas se escondía un jardín de rizada vegetación del que no pendía nada similar a su miembro. Se acercó para observar, para estudiar lo que sus ojos veían. Dos gruesos labios se asomaban entre el vello púbico urgiéndole a saber más. Apartó el uno del otro con lentitud, disfrutando del momento, oliendo el sexo húmedo de Madeleine. Comenzó a lamerla con avidez comprobando, por sus propios medios, que ningún manjar comido por un hombre podría ser más delicioso que aquel néctar prohibido que no dejaba de empapar su boca.
-Penetradme- exigió la princesa entre gemidos de placer mientras su pecho se agitaba violentamente arriba y abajo- , haced que vuestra espada se hunda en mí.
Él sabía que no podía negarse a aquella petición. Su hombría estaba en juego. Se quitó la ropa sin querer pensar demasiado en lo que vendría a continuación. Al bajarse las calzas tapó sus partes nobles con la mano, avergonzado por la sucia mirada de la princesa, pero logrando ocultarlas solo en parte. Vio cómo ella separaba al máximo las piernas y acariciaba su sexo con dos dedos de la mano derecha, mientras con la izquierda apretaba sus rígidos pezones. Sin pensarlo se abalanzó sobre sus lozanos senos. Los maleó, los mordió y los succionó como un hambriento recién nacido. Madeleine agarró entonces el extremo de su pene, tieso como el mástil de un navío y lo desenvainó, conduciéndolo hasta el orificio más húmedo de su jardín. Él empujó instintivamente y ella le correspondió, haciendo que su falo penetrara fácilmente en aquel océano de fluidos. La estaba poseyendo. Una oleada de calor subió repentinamente desde su miembro viril hasta los testículos. Un jadeo. Un fuerte espasmo. Antoine eyaculó.
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