domingo, 9 de diciembre de 2012





  
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     La noticia de que uno de los pretendientes había sido seleccionado al fin como futuro rey de Mauban, se difundió como la pólvora a lo largo y ancho del reino. Marie, una vez acabadas su tareas matinales en la cocina, se mezcló entre la plebe reunida en torno a los diferentes puestos del mercado. Los humildes admiraban a aquellos candidatos de noble alcurnia  que, con la cabeza erguida y arropados por sus importantes séquitos, cabalgaban entre el gentío sin dar muestra de la  humillación de que debían ser dueños, al no haber tenido el honor de ser  escogidos por la bella Madeleine. En sus respectivas regiones, la decepción sería su única bienvenida tras tan sonada derrota.
    

     Había pasado en vela la larga noche tras su encuentro con Madeleine. Ella lo había echado de sus dependencias tras el acto sexual y él había obedecido agachando las orejas, sabiéndose ya  fuera de la competición tras su rápido y fallido orgasmo. Tumbado en la cama, con los ojos plenamente abiertos y con la mirada fija en el techo, había buscado mil y una maneras de excusarse ante su progenitor por el trabajo mal realizado, sin que ninguna de ellas lo satisficiere. Se creía perdido cuando al alba, con el sol aún dormido tras las lejanas montañas del este, recibiera una vez más la visita de la doncella personal de la princesa, emisaria de la grata noticia de haber sido elegido. La dicha lo había envuelto en ese mismo instante, expulsando inmediatamente de su mente los miedos que la reacción de su padre provocaban en él.
     Ahora, desde la gran cristalera de sus aposentos, Antoine miraba absorto aquel interminable desfile de señores feudales rodeados por las decenas de sirvientes, escuderos y nobles caballeros que los acompañaban en su recorrido hacía el exterior de las murallas.



     Madeleine caminaba presurosa por los corredores de la planta baja de la fortaleza, deseosa de ser ella misma quien  anunciara al regente la esperada elección. Éste la esperaba en la sala del trono, una sobria estancia de gran capacidad, pensada para las multitudinarias coronaciones, así como para los siempre interesantes ritos de armar caballeros.  Pendía del techo una enorme lámpara de bronce que tenuemente, como avergonzada, iluminaba aquellas dependencias hasta donde la débil combustión de las llamas permitía. Una soberbia alfombra asiática cubría el suelo de terrazo, mientras que, numerosos telares y blasones de la región de Mauban, vestían las frías paredes de piedra. Como mobiliario, únicamente los grandiosos tronos del rey y de la princesa Madeleine presidiendo el salón.
     -Padre- Madeleine se reverenció ante su progenitor.   
     La enfermedad lo había consumido velozmente en apenas un mes y su tez, otrora sana y cetrina como legado de sus antepasados del sur, destacaba ahora por su macilento aspecto. Aquel rostro demacrado, surcado de profundas arrugas, dedicó una leve sonrisa a su hija, llenándola de compasión. Louis Philippe el beato tendió la mano para que su hija  la besara. Ésta se la cogió, pero se detuvo en seco al ver una silueta entre las sombras de la estancia.
     -¡Obispo Godet! Vos, como la enfermedad, no dejáis de rondar a mi padre- dijo la muchacha, sin pasión en la voz, besando la mano del rey y levantándose con parsimonia. 
      -Mi dulce Madeleine, la belleza de una rosa, la sutileza de una verdulera. 
     La princesa hizo caso omiso de la furiosa mirada del clérigo. Se sentó en el trono con la cabeza erguida y la volvió para mirar a aquella inmundicia humana. 
    -Os conviene tener cuidado con las espinas que envuelven esta rosa- lo miró con desprecio, sin disimular un ápice el asco que por él sentía-. Y ahora, si nos disculpáis, mi padre y yo misma debemos hablar en privado.
     El cura se giró en redondo y salió de la gran habitación sin decir palabra.

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