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Furioso y tocándose la deforme cicatriz que surcaba su mejilla izquierda, el obispo salió presuroso de la sala del trono. Aquella insolente lo sacaba de quicio cada vez que se cruzaba en su camino, cada vez que abría su maldita boca de fulana. La despreciaba. No soportaba su acusadora mirada, su sonrisa burlona llena de confesiones, los contoneos de su cuerpo deseoso de caricia. No podía perder tiempo. Debía urdir un plan que la destruyera paulatinamente, sin sospechas que lo apuntaran como artífice del mismo, puesto que tras la coronación de la que tanto lo odiaba y la muerte del monarca, ambas inminentes, quedaría totalmente inerme sin la protección de su mayor aliado, perdiendo sin duda alguna todos los privilegios y riquezas que hubiera conseguido después de largos años de adulaciones y engaños.
Godet atravesó el portón de la muralla abriéndose paso, a empellones, entre los aldeanos que abarrotaban el puente levadizo aquel día de mercado. Su mente se hallaba ofuscada, envueltos sus pensamientos en una neblina de recuerdos del pasado. Apresuró el paso y cogió el sendero de tierra que llevaba hasta su particular fortaleza, un pequeño convento a las afueras de la cité, rodeado por la intimidad que el solitario bosque le proporcionaba. Apretó la sotana contra su abultado miembro cuando nadie lo veía. Necesitaba aliviarse con premura y el camino parecía no tener fin.
Llegó ante su hogar y entró por la puerta principal, la que daba a la cocina. Brigitte no se encontraba allí. El clérigo la comenzó a buscar por toda la casa, pero aquella desobediente niña nunca estaba donde debía. Cogió su báculo y dio la vuelta al edificio, adentrándose en la maleza que lo rodeaba. Las plantas silvestres, crecidas por la falta de dedicación del prelado a los esfuerzos físicos y a la codicia que le impedía pagar una mísera moneda por un trabajo tan sencillo como arrancar las malas hierbas, se elevaban ya a la altura del pecho de un hombre adulto. Maldijo en voz baja. Las mismas espinas que arañaban sus piernas desprotegidas, desgarraron el dobladillo de su sotana. Dio unos pasos más, con una creciente furia naciendo en el centro de su ser, y una de sus sandalias quedó atrapada por el lodo de las últimas lluvias, tragándosela por completo al intentar zafarla. No podía detenerse a buscarla. No había tiempo que perder. Continuó apartando los altos helechos, las lilas, los cardos, las zarzas, cada vez más ansioso por hallarla. De repente, tras una morera llena de telas de araña, descubrió el sendero de hierbas aplastadas que la niña había dibujado en sus constantes idas y venidas. Siguió aquel abra y poco después la encontró en un claro, sentada en una roca y mirando fijamente al cielo, como rezando. Godet restalló el cayado en el aire, haciendo que la pequeña, asustada, saltara del asiento.
-¡Niña del demonio! ¡Venid aquí a expiar vuestros pecados!
Brigitte echó a correr hacia la espesura con los ojos abiertos como platos. Temía a aquel hombre de variable humor y rápidas manos y quería huir de su lado, escapar de su maldad de una vez por todas, aunque no supiera adonde ir. La calle. Volvería a vivir en la calle, como antes de conocerlo, como cuando solo era una pordiosera sin nada que llevarse a la boca. No le importaba, prefería morirse de hambre a regresar a aquel convento junto a ese monstruo que la seguía gritando y agitando aquella vara de madera que tantas veces había golpeado su cuerpo. Recordaba las visitas nocturnas, la primera vez que entró en su celda y ella se negó a sus peticiones y lloró y pataleó… Pero él la calmó. Le dijo que solo lo hacía por su bien, que su alma estaba oscurecida por los pecados cometidos por su familia y que Dios le había señalado como el salvador que expulsaría la corrupción de su cuerpo. Ella no comprendía por qué los pecados de su familia, si era cierto que los hubieran cometido, habían pasado a ser sus propios pecados, pero supuso que la mano del Señor no podía estar equivocada. Así que cerró los ojos lo más fuerte que pudo y dejó que el cura limpiara su alma. La segunda vez, pensando que era imposible que ella pudiera tener el alma tan sucia porque se había intentado portar muy bien, volvió a chillar y revolverse cuando el padre se metió en su lecho. La tercera vez, en cambio, dolorida aún por la terrible paliza que su maestro le había dado la noche anterior, hizo sin rechistar todo lo que aquel le ordenó, sin apenas parpadear, con la mente puesta en su familia y en el lugar donde ahora habitaban en paz, deseosa de acompañarles.
Un fuerte chasquido resonó en el bosque y centenares de aves asustadas salieron volando desde las copas de los altos árboles. Brigitte cayó al suelo gritando de dolor, atrapada por el tobillo en una trampa para osos. Los huesos de la pierna sobresalían sobre los dientes de hierro del cepo y la sangre manaba a chorros, convirtiendo la hierba verde en una tupida alfombra carmesí. El hombre, a pesar de su avanzada edad, no tardó en darle alcance como a un ciervo herido.
-Advertida estabais, pequeña bruja, de los peligros del bosque. Ahora ya no me servís de nada- la alzó del brazo bruscamente, haciendo que la herida se rasgara aún más y la sangre saliera a borbotones.
A punto estaba Brigitte de desmayarse de dolor. Él la zarandeó de un lado para otro, queriéndola lúcida, despierta. La desnudó. Ella con la mirada perdida, vidriosa a causa de la pérdida de sangre. Él con la fría locura llenándole los ojos. La penetró por última vez, de pie, sin impedimentos, sin resistencia, mientras por la boca de ella salían los últimos estertores de su corta vida. Cuando el cura eyaculó en su interior, la niña hacía rato que había dejado de respirar.
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