domingo, 24 de febrero de 2013

-14-


     La princesa, agachada entre la maleza, comenzó a adentrarse en la espesura de aquel bosque que se extendía  a varias leguas de la fortaleza. El astro rey apenas penetraba entre el tupido follaje de las copas de los árboles y la niebla matutina serpenteaba sobre la hojarasca, humedeciendo su piel y sus ropajes. Se estremeció por un súbito escalofrío que recorrió su espalda y anduvo más rápido, todo lo rápido que las largas sayas le permitían sin hacerla tropezar. Miró por encima del hombro. Le había parecido escuchar algo, un chasquido. Mas no se detuvo. Continuó su camino mientras la niebla ascendía y se hacía más densa, teniendo que agarrarse a los troncos resinosos de los árboles cercanos para continuar la marcha.
     Pensó en sus cálidos aposentos maldiciéndose por su impulsividad. Si solo hubiera esperado a que Annette hubiese hecho acto de presencia, continuaría allí, abrigada por las vigorosas llamas del hogar y por el sensual cuerpo de su amada. Lamentó haberla echado de su dormitorio la noche anterior.
      Otro ruido a su siniestra. ¿Pasos? Nada. Sin quitar la mirada de donde hubiera provenido el sonido volvió a caminar, intentando hacer ahora menos ruido. Tenía el rostro impávido, incluso sereno, pero en su fuero interno deseaba correr, estar lejos de aquella frondosa y aterradora vegetación. ¡Crash! Otro chasquido. Otro paso. Madeleine se agachó, tanteó el suelo con las manos y encontró una rama caída. La asió fuertemente, a la altura de la cabeza, dispuesta a utilizarla contra quien la estuviera siguiendo. Pero aquello no fue necesario. Respiró aliviada cuando el supuesto merodeador salió de entre los árboles con su cornamenta y con sus tiernos y almendrados ojos de ciervo. Soltó el palo, sonriendo avergonzada por su cobardía.
    Tras unos pasos, uno de sus pies se hundió  en el barro. Tiró de él hacia arriba para liberarlo y el impulsó la lanzó  de espaldas sobre el lodo. Se levantó torpemente, agarrándose a una de las retorcidas raíces que sobresalían en la superficie y continuó la marcha empapada y con las vestimentas pesándole sobremanera. Una punzada en la planta del pie la hizo detenerse. Se sentó sobre un tocón. Su escarpín debía haberse quedado hundido en el barro y una púa de pino le había atravesado la desnuda carne. La arrancó con brusquedad y un hilillo de sangre brotó del pequeño agujero. Se levantó y miró a su alrededor. Ante ella, solo la eternidad del bosque y sus penumbras. Nunca se había sentido tan perdida, tan abandonada a su suerte. Tomó una dirección al azar, intentando no volver sobre sus pasos, mas sin saber si lo hacía o no. Una rama se enganchó al bajo de sus sayas y, al intentar soltarlas éstas se rasgaron, quedando un pedazo de tisú prendido de la rama de un arbusto.
     De repente un ruido metálico llenó el bosque sobresaltándola. Los pájaros alzaron el vuelo en bandada con un ensordecedor aleteo mientras Madeleine miraba a su alrededor intentando descubrir la procedencia del extraño y repetitivo sonido. Sin embargo, el eco hacía que pareciese que el martilleo viniera de mil lugares distintos a la vez. Decidió continuar por el este. Allí el suelo no estaba tan embarrado y podría acelerar el paso.
     No había andado demasiado cuando el bosque terminó de repente y dio con un camino de guijarros. Efectivamente, el sonido venía de no lejos de allí. Caminó renqueante, suplicando para sus adentros que el ruido no cesase.




      Yannick dejó a un lado la espada que estaba enderezando a martillazos cuando escuchó unos pasos a su espalda. Miró a aquella muchacha que se acercaba a su herrería llena de barro de pies a cabeza, vestida con unas sayas rotas y rasgadas, exageradamente largas para una campesina. Supuso que sería extranjera.
     -¿Puedo ayudarte?- preguntó limpiándose las manos y el sudor de la frente con un trozo de tela.
     -Podéis. Me he perdido en los bosques. Estoy fatigada y hambrienta y ni siquiera sé en qué lugar me encuentro.
     -Estás en Passan- le respondió, extrañado por su educado lenguaje.
     -¿Passan?- la princesa se dio cuenta de que tan solo estaba a un par de leguas de la fortaleza y respiró aliviada.
     -Deberías cambiarte de ropa si no quieres enfermar. Dentro encontrarás algo que te sirva- el herrero le dio la espalda y prosiguió con su trabajo.
     Madeleine lo miró de arriba abajo y no encontró en aquél, motivo que la hiciera desconfiar, así pues, entró en su morada, sucia y desordenada. Nunca antes se había adentrado en lugar tan humilde y sintió inmediata lástima por el generoso hombre. Tenía la lumbre encendida, mas la fría humedad se había apoderado hace tiempo de aquel hogar con olor a moho. Observó las ventanas, desprovistas de vidrieras, únicamente protegidas por unos postigos de madera, abiertos ahora de par en par. Vio una puerta, la única dentro de la casa, y al abrirla se encontró con un minúsculo dormitorio poseedor de una raquítica cama en el centro. En el armario había ropa de mujer. Eligió algunas de aquellas tristes y escasas prendas de grises colores y tras acicalarse y vestirse con ellas, salió al exterior, aliviada de sentir el roce del aire limpio en su rostro.
      -Espero que a vuestra esposa no le importune que haya elegido estas ropas- dijo alisándolas en la zona de las caderas, tratando de llamar la atención del herrero.
     Yannick la miró sin cambiar su seria expresión y volvió a centrarse en su dura tarea, tratando de no mostrarle a aquella, la grata impresión que su belleza le había causado.
     -No te preocupes. Mi mujer está muerta. Puedes ponerte lo que necesites.
     Madeleine se quedó de piedra tras aquella inesperada respuesta.
     -Yo…
     -No hace falta que digas nada. Fue hace mucho tiempo- hizo una pausa- ¿Has comido?
     La princesa negó con la cabeza y se colocó ante él, absorta por los precisos movimientos con los que el herrero maleaba el metal.
     -Poseéis una indudable maestría en vuestro oficio. Estoy convencida de que no tendríais problema en fabricar unas herraduras de calidad.
    -Compruébalo si quieres- señaló con la cabeza hacia el establo-. Yo mismo calcé las herraduras a mis caballos. Después elige al que prefieras, coge queso y pan y regresa a casa. Seguro que alguien estará preocupado esperando tu vuelta
     -¡Vaya! Sutil manera la vuestra de deshaceros de mí- Madeleine no ocultó su sorpresa-. Sois el primer hombre que se atreve a echarme de su lado. ¿Acaso no os parezco lo suficientemente atractiva?
     Yannick admiró aquella figura esbelta, perfecta, de almendrados ojos y labios de fresa,  de  rizados y negros cabellos que caían salvajes sobre su espalda, de piel pálida como las nieves que no tardarían en llegar. No era una campesina y tampoco extranjera, pero si le hubiese confesado ser una ninfa del bosque, no lo hubiera dudado ni por un momento.
     -Por supuesto que me pareces atractiva, pero dudo tener suficiente para pagar tus servicios.
     Madeleine comenzó a reír escandalosamente. ¡Una ramera! Para aquel herrero de nombre desconocido no era sino una vulgar prostituta, una sucia chica de taberna. Lo observó divertida, imaginando su cara cuando le dijera ante quién se encontraba, cuando sus piernas flaquearan al saber que era su princesa a la que había insultado y cayera postrado de rodillas ante ella suplicando perdón. Pero por el momento lo mantendría en secreto.
     Bajó la parte superior del vestido dejando sus senos al aire y se acarició los pezones. Deseaba ese cuerpo sudoroso y fuerte compartiendo su espacio, metiéndose en ella.
    - No os preocupéis, habéis sido tan amable conmigo que este servicio será gratuito.    
     El herrero la agarró por la cintura apretándose contra ella con fiereza, mientras los pechos de la muchacha se aplastaban contra el frío cuero de su delantal ceniciento. La cogió por el trasero elevándola hasta su cintura y ella se la rodeó con sus piernas, agarrándose fuertemente a sus robustos hombros y a su cuello.  Yannick la sentó al borde de una mesa de trabajo alargada, llena de armas y otros útiles. Con su nervudo brazo derecho dejó libre la superficie, cayendo al suelo, estruendosamente, cada pieza metálica. La tumbó y le levantó las faldas. Él se quitó el delantal, bajó ligeramente sus calzas y sacó su verga. Colocó las piernas de ella sobre sus hombros y empezó a masturbarse rozando la rosada vulva con su glande, que salía y volvía a esconderse, aún tímido, en el interior del prepucio. Así estuvo largo rato, tocándose lentamente, humedeciendo su miembro con los fluidos de ella, hasta que al desenvainar completamente, la penetrara sin aviso. Entró hasta el fondo echándose sobre el hermoso y desvaído cuerpo, golpeándole el ano con los testículos, mientras ella, a merced de sus envestidas, se asía, poderosamente y entre gemidos de placer, a los laterales de la mesa. Él le beso, entrelazando su lengua con la de ella mientras agarraba sus pechos como un niño hambriento. Ella abrió los ojos cuando el comenzó a mordisquearle el cuello. Vio el cielo, más hermoso que nunca, los rayos de sol entre las nubes iluminando los altos árboles del bosque. Introdujo sus finos dedos entre el vello del  aquel fuerte pecho, jugando con él,  y sus ojos se cruzaron. Los tenía verdes, entrecerrados por el cercano orgasmo, surcados por pequeñas arrugas que se acentuaban a causa de lo tostado de su piel. Le acarició la mejilla. Él la volvió a besar. Le quería pedir que se detuviera en su interior, en su calor, quieto, abrazándola con sus musculados brazos, para poder quedarse apoyada en su pecho perlado de sudor hasta el fin de sus existencias.




     Annette se dirigió a los aposentos del príncipe Antoine preocupada por la huida de Su princesa. Nunca antes había tardado tanto en regresar y temía que algo malo pudiera haberle ocurrido.
     -¿Dónde puedo encontrar al caballero Dashiell, soldado?- preguntó al custodio apostado ante la puerta del futuro soberano.
     -Acaba de terminar su guardia, mas desconozco su destino. Sin embargo, quizá yo pueda serviros, doncella- el hombre la agarró del antebrazo.
     -Si no me soltáis presto, ayudareis al pueblo y no a mí,  alimentándolo con vuestras manos de cerdo- se soltó de sus zarpas enguantadas.
     La muchacha se encaminó por el corredor hasta las escaleras que conducían a la entrada principal. Debía encontrar al caballero y creía saber dónde podría estar. Así pues, anduvo por la calzada principal hasta la taberna  más popular y de peor fama de la fortaleza.
     Entró en el antro y lo vio en la mesa del fondo, junto a tres soldados más y con una rubia de exuberantes pechos al descubierto sobre sus rodillas.
     -¡Caballero Dashiell!- alzó la voz para hacerse oir y una veintena de cabezas, entre putas y clientes, se giraron hacia ella.
     -¡Mercancía nueva!- gritó uno de esos bárbaros.
     -¡Calla estúpido!- el joven de tierras del norte se levantó apartando a la prostituta de encima-. Estás hablando con una dama-. Se acercó a Annette-. ¿Qué hacéis en este lugar? No es apropiado para vos.
     -Necesito vuestra ayuda- le dijo con ojos suplicantes.
     Él, sin dudarlo ni por un instante, apoyó su mano en su espalda y la instó a que saliera de la taberna.
     -¡Qué sucede?
     -Es la princesa. Ha huido esta mañana y todavía no ha vuelto. Quizá esté herida o…
     -Tranquilizaos. Seguro que se encuentra perfectamente, pero, ¿estáis convencida de que no  ha escapado para no volver?
     -Segura, Mi princesa nunca haría algo así. Jamás abandonaría a su padre, ni a su reino. Sabe perfectamente cuáles son sus deberes y nunca traicionaría sus votos. Pero a veces, siente la necesidad de marcharse durante algunas horas para no sentirse como un pájaro enjaulado entre estas gruesas y altas paredes.
     Dashiell se colocó los guantes y la cogió de las manos.
     -No os preocupéis. Os prometo que haré todo lo que esté en mis manos para encontrarla sana y salva.
     -Os lo agradezco mi señor. Pero prometedme también que mantendréis la búsqueda en secreto. La princesa no querría que la noticia se propagara como una epidemia.
     -No lo diré. Ensillaré mi caballo inmediatamente y saldré a buscarla.
    

domingo, 17 de febrero de 2013

-13-


       No se había acostado en toda la noche. Desde que Annette la hubiera dejado sola, los sucesos de los últimos días, agolpados en su mente, la habían perturbado punzando su cabeza constantemente, como miles de aguijones de abeja clavándose al mismo tiempo en sus sienes. Al amanecer, con los primeros rayos de sol iluminando las montañas lejanas, Madeleine enroscó su largo cabello en un moño, se colocó la capa y entró en el pasadizo que comunicaba con los aposentos de su doncella. A mitad del camino entre las dos estancias, la princesa giró a la izquierda por un estrecho corredor y continuó la marcha hasta toparse con un muro donde, palpando los salientes de roca, encontró y accionó un intrincado mecanismo que abría una abertura hacia el exterior. Salió de las frías penumbras y respiró a pleno pulmón. La luz solar apenas alumbraba la fortaleza y las sombras aparecían por doquier, dueñas y señoras de campos y edificios, mientras, la quietud, adornada por algún que otro sonido de la naturaleza, la abrazaba con calmados miembros. En un principio anduvo pegada a la muralla, evitando así ser vista por los guardias apostados en el adarve, mas, sin pensárselo dos veces, echó a correr hacia el cercano bosque ocultándose en la umbría, esperando que de un momento a otro alguien diera la voz de alarma por su huida. Se ocultó tras un grueso tronco. Nadie parecía haberse percatado.



      Bastien salió de la posada tras desayunar copiosamente. Entró en los establos y ensilló su caballo, dispuesto a dar comienzo a otra dura jornada. Palpó su zurrón. Allí descansaban sus tesoros más preciados, que no eran sino las monedas del obispo y parte  de un libro hallado en uno de sus últimos viajes a regiones vecinas. Montó y, con sus pocas pertenencias bien sujetas al equino, se alejó de aquella aldea, aún cercana a Mauban, pensando en las leguas que aún le quedaban por delante antes de llegar a su destino. Debía apresurarse antes de que las lluvias otoñales se transformaran en nieve y cubrieran los caminos y pasos de montaña que lo distaban del reino de Navarra.




       Dashiell se desperezó y bostezó sonoramente. Miró a su lado y contempló el ensortijado y largo cabello castaño que descansaba sobre la almohada. ¿Antoinette? ¿Ange? ¿Aurore? No recordaba su nombre. Aunque tampoco le hacía falta. Apartó las sábanas de lino y se sentó en el borde del lecho con el miembro endurecido. Le tocaba guardia y desgraciadamente no tenía tiempo para nada que no fuera darse placer a sí mismo. Asió fuertemente su falo, por la base, y comenzó a acariciarlo arriba y abajo, mientras con la otra mano maleaba sus testículos, compactos como una piedra. Notó movimiento al otro lado de la cama y, al momento, los cálidos pechos de la sierva en su espalda mientras sus gruesos labios le besaban el cuello.
     -Arrodillaos ante mí- le ordenó a punto de eyacular.
     Obedeció divertida, admirando aquella larga verga que la hubiera colmado la noche anterior y pensando en lo que las demás doncellas dirían cuando se lo contase. Sin lugar a dudas la tacharían de mentirosa, puesto que era sabido que ningún hombre de piel tan clara podía tener una polla de tal envergadura. Abrió la boca y mantuvo los ojos bien abiertos para no perderse detalle de la corrida. El caballero gimió y ella boqueó a punto de desencajarse la mandíbula. Un reguero de semen impactó en su pelo y su mejilla izquierda, mientras que el siguiente lo hacía en su labio inferior y en la barbilla, resbalando desde allí al centro de su pecho. Dashiell la acercó con brusquedad hasta el glande, de donde lamio las últimas gotas del líquido blancuzco.
     El soldado se levantó y ayudó a que la muchacha se pusiera en pie. Ambos se vistieron en silencio y solo ella lo rompió antes de salir de la estancia.
     -Mi nombre es Ange.
     -Sí, lo sé- mintió él, turbado-. Ange-repitió para que no se le olvidara.
     -Anoche me llamasteis de otra manera, sin embargo- hizo una pausa para pensar-. Marie, creo recordar.
     Y diciendo esto salió de los aposentos, quedando el joven sumido en un estado de reflexión poco propio de él.

sábado, 9 de febrero de 2013

-12-


     Ante el tocador de los reales aposentos, Annette peinaba con mimo los largos y morenos cabellos de la princesa. Ninguna hablaba. En la estancia, únicamente el roce de las cerdas del cepillo desenredando la melena perturbaba el silencio. Étoile había muerto. Aquella mañana. Sacrificada. Nada se había podido hacer por ella. Nada, salvo calmar el sufrimiento causado por la infección.
     -No podéis continuar así. Apenas habéis comido  y las lágrimas os han marcado con sendas ojeras. Princesa…
     -Estoy bien. Solo necesito descansar, estar sola- miró a su doncella-. Lo comprendéis, ¿no es así?
     -Por supuesto- se puso en cuclillas ante ella y le rozó el dorso de la mano con una de sus mejillas. Después se lo besó dulcemente-. Llamadme si necesitáis de mis servicios- Annette volvió a levantarse.
     -¡Esperad! Deseo que esta noche hagáis lo pactado.
     -Lo que ordenéis- la muchacha hizo una reverencia y salió al corredor.
    
        


      -Vengo a ver a vuestro señor- Annette se detuvo ante los aposentos del príncipe. Dashiell la miró de arriba abajo, sintiendo el fuerte deseo de hacerla suya.
     -Cada día estáis más hermosa, doncella.
     -Y vos cada día sois más descarado, caballero- la sirvienta sonrió ante aquellos pícaros ojos azules. Solo se habían acostado en una ocasión y, sin embargo, aquel hombre la había subyugado. Eran pocos los varones junto a los cuales había yacido, pero sin lugar a dudas, no había habido otro más generoso que él entre las sábanas.
     -Hace cuatro noches no decíais lo mismo- le sonrió el muchacho, recordando la ardiente pasión de la joven.
     -Hace cuatro noches, los menesteres que nos ocupaban necesitaban de vuestro descaro.
     -Entonces lo guardaré para cuando nuevamente sea solicitado.
     -Deberéis  guardarlo con paciencia y esmero, soldado. Ahora me debo a las órdenes de MI princesa y en dichas órdenes no entráis vos, sino nuestro futuro rey.
     -Es una verdadera lástima ser un simple caballero y no un príncipe al que visitan mujeres tan hermosas y entregadas al amor como la princesa y vos. Quizá en una próxima rencarnación la buena fortuna me sonría.
     -Disfrutad de vuestras posesiones caballero Dashiell, puesto que ese anhelo lejos se encuentra para alcanzarlo con los dedos. No necesitáis títulos nobiliarios ni riquezas para demostrar vuestra hombría y rodearos de hermosas mujeres que beban los vientos por vos.
     El custodio hizo una leve reverencia a la doncella agradeciendo sus palabras. Dio un paso hacia la gran puerta, golpeo tres veces con el puño y la abrió, echándose a un lado para que ella entrara en el dormitorio de su señor.
     -A partir de este instante- le susurró al oído rozándole la entrepierna-, que vuestros labios enmudezcan ante lo escuchado por vuestros oídos.
     Dashiell asintió sin decir palabra, con el miembro duro y aún más ganas de poseerla, mientras la muchacha se adentraba en los aposentos con paso decidido, cerrando la puerta tras de si.


    
      Annette hizo una reverencia al cerrar la puerta de la estancia  y se dirigió hacia el príncipe, quien la miraba expectante junto al altillo de la ventana.
     -Mi señor, la princesa me ha dado unas órdenes y vengo a cumplirlas- la doncella se detuvo a su lado y comenzó a desnudarse ante los incrédulos ojos del muchacho.
     Le costaba dejar de admirar a la sierva de Madeleine que, a tan solo un par de pasos, lo miraba impasible, mostrándole sin tapujos su pálido cuerpo de generosas caderas. Observó sus pechos, redondos, tersos, no demasiado grandes, pero con los pardos pezones, del tamaño de un escudo de oro, erectos, apuntando directamente hacia su torso, como si lo señalasen. Y su verga se irguió, como cada mañana al despertar, apretándose contra sus calzas en pos de la liberación, deseando poseerla. Se arrodilló ante ella y comenzó a morder aquellas dos montañas de suaves laderas con intensidad y rudeza. Annette, en vez de oponer resistencia, lo instó a que prosiguiera, a que la mordiera aún con más fuerza, haciéndolo él sin darle opción a cambiar de parecer, con unas ansias que parecían surgir de lo más profundo de su ser. Sentía la presión de sus testículos, llenos de esperma, y el palpitar de su pene esperando el momento indicado para eyacular sobre ella, sobre sus redondas nalgas, sobre su sexo, en su pelo, dentro de su boca. Era eso lo que más le apetecía, embadurnarla con su leche, dejar su estampa sobre aquella zorra con cara de ángel y que ella pidiera más, sin saciarse de él, de su virilidad. Necesitaba meterse en ese cuerpo hace tiempo desvirgado, sentirse un hombre completo de una vez por todas, en todos los aspectos, sin presiones,  sin la compañía de su futura esposa, cuya sola presencia lo convertía en un pelele de poca habilidad y fácil manejo, sin la autoritaria espada de su padre blandiendo sobre su cabeza, con la única meta de hacer de él un digno heredero al trono, obligándolo a consumar actos impuros con inmundas mujeres de olor a corrupción y podredumbre. Y era aquella doncella de desmayado rostro y perfume floral, única y exclusivamente ella, quien había conseguido hacerlo sentir desinhibido, seguro de si mismo, vivo, libre al fin.
     Bajó más, hasta la vulva y contempló que el vello púbico del rededor de los labios había sido afeitado. La lamió fácilmente, recorriendo con la lengua cada recoveco con el que se encontraba, comprobando que su sabor  era totalmente diferente al del sexo de Madeleine, más suave, como a leche cuajada. Annette lo agarró del rubio cabello y tiró con fuerza de su cabeza hacia atrás, hasta que sus ojos se encontraron.
     -Adoro vuestras caricias, mi señor, pero debéis  penetrarme de una vez. Ése es vuestro cometido.
     -¿Para aprender a saciar a la princesa?- Antoine recordó con rabia las palabras del obispo.
     La sierva lo apartó con sutileza, se agachó sobre sus ropas tiradas por el suelo y, de una bolsita de cuero sacó un pequeño frasco de vidrio lleno de un líquido denso y dorado.   
    -La princesa nunca se sacia- dijo ella bajándole las calzas.
     El miembro, totalmente tieso, salió de su cárcel como movido por un resorte. Lo lamió despacio, deleitándose con su gusto, su tacto, imaginando que SU princesa y ella lo chupaban juntas hasta hacerlo eyacular. Abrió el frasco y untó con la mano derecha la dura superficie, embadurnándola de aceite de lino. Annette se subió a la cama colocándose de rodillas, de espaldas a él,  y movió el dedo índice indicándole que se aproximara.
      Antoine se acercó a la joven por detrás, sin saber lo que ella deseaba que hiciera. Desde aquella posición veía perfectamente los misterios más ocultos de la doncella. Ésta se metió uno de los dedos en su jugosa boca y posteriormente, con la misma falange, acarició los límites del menor de sus orificios. Él tragó saliva. Había oído hablar de la sodomía, un acto impuro y sucio del que, pensaba, solo eran participes los hombres que fornicaban entre ellos. La iglesia, tan permisiva para otras cosas, perseguía sin ningún tipo de piedad a aquellos que disfrutaban de tales aberraciones. Él mismo había sido testigo de la crueldad con la que los verdugos los torturaban, encadenándolos a la pared donde quedaban suspendidos en el aire sobre una pirámide de madera, para dejarlos caer de golpe sobre la punta de la misma, provocándoles profundas heridas en testículos y ano.
      Se aproximó al lecho, le agarró las nalgas fuertemente y las separó, haciendo que aquel pequeño agujero se abriera ligeramente, mientras los fluidos vaginales empapaban por completo el sexo  femenino. Le metió un dedo  por el ano y notó la estrechez del orificio. Dudaba que su pene pudiera meterse entre aquellas prietas paredes y volvió a echar más aceite de linaza sobre su falo, para restregarlo después durante un buen rato sobre aquellos cuartos traseros que  harían enloquecer a cualquier hombre.
     Ella estaba deseando tenerlo de una vez por todas en su interior. Le encantaba el placer del dolor y era por aquel agujero por donde más placer le habían dado los hombres con quienes había yacido. El miembro del príncipe no era tan grande como el del caballero Dashiell, pero Annette estaba convencida de que la estocada  merecería la pena.
      Ayudado por el resbaladizo fluido, el futuro monarca la penetró poco a poco, oyendo excitado los gemidos de gusto y dolor de la sirvienta, que más disfrutaba cuánto más se hundía el pene en su interior. Sus testículos golpeaban acompasados el cercano orificio vaginal, haciendo un ruido de chapoteo. Aquel sonido, los gemidos de Annette, su fuerte respiración con cada acometida, la mezcla de olores a sexo y sudor, la unión de ambos cuerpos, lo sumergían en un estado nebuloso, donde todo pensamiento se disipaba como la silueta de una nave en la bruma. 
     Annette, apoyada en la cama con una sola mano, acariciaba su endurecido clítoris, que pedía a gritos un maravilloso orgasmo a dos tiempos, de los que la hacían temblar de arriba a abajo. A ratos, echaba hacia atrás la mano para acariciar los testículos y el perineo del príncipe con la humedad de su propio sexo, a la vez que contraía su esfínter anal para apresar con más fuerza aquel falo real, que ante la súbita estrechez, rugía de placer. De repente y ante la relajación total de sus glúteos, el agujero pareció dar de si, penetrando al máximo la verga del joven. Éste agarró las caderas de su amante, controlando así el empuje de sus movimientos y  los últimos envites de aquel acto que no tardaría en concluir.
    





     Annette salió de la habitación del futuro rey colocándose aún el tocado. Dashiell la miró divertido, mientras ella le echaba una mirada de reproche.
     -Recordad caballero, deberéis ser sordo y mudo. Si no, yo misma mandaré al verdugo que os corte la lengua.
     -No lo creo. Mi musculo resulta demasiado preciado para vos como para arrebatarlo de mi boca- respondió con una sonrisa-. Sin embargo podéis descansar tranquila. Todos los gemidos que he escuchado en esa habitación quedaran a resguardo en mi mente y solo yo seré participe de ellos en mis solitarias noches.
     -No tenéis vergüenza- dijo ella divertida, intentando que el soldado no viera su sonrisa.
     -Ni solitarias noches tampoco.
     Annette no dudó ni por un instante aquella afirmación.