domingo, 17 de febrero de 2013

-13-


       No se había acostado en toda la noche. Desde que Annette la hubiera dejado sola, los sucesos de los últimos días, agolpados en su mente, la habían perturbado punzando su cabeza constantemente, como miles de aguijones de abeja clavándose al mismo tiempo en sus sienes. Al amanecer, con los primeros rayos de sol iluminando las montañas lejanas, Madeleine enroscó su largo cabello en un moño, se colocó la capa y entró en el pasadizo que comunicaba con los aposentos de su doncella. A mitad del camino entre las dos estancias, la princesa giró a la izquierda por un estrecho corredor y continuó la marcha hasta toparse con un muro donde, palpando los salientes de roca, encontró y accionó un intrincado mecanismo que abría una abertura hacia el exterior. Salió de las frías penumbras y respiró a pleno pulmón. La luz solar apenas alumbraba la fortaleza y las sombras aparecían por doquier, dueñas y señoras de campos y edificios, mientras, la quietud, adornada por algún que otro sonido de la naturaleza, la abrazaba con calmados miembros. En un principio anduvo pegada a la muralla, evitando así ser vista por los guardias apostados en el adarve, mas, sin pensárselo dos veces, echó a correr hacia el cercano bosque ocultándose en la umbría, esperando que de un momento a otro alguien diera la voz de alarma por su huida. Se ocultó tras un grueso tronco. Nadie parecía haberse percatado.



      Bastien salió de la posada tras desayunar copiosamente. Entró en los establos y ensilló su caballo, dispuesto a dar comienzo a otra dura jornada. Palpó su zurrón. Allí descansaban sus tesoros más preciados, que no eran sino las monedas del obispo y parte  de un libro hallado en uno de sus últimos viajes a regiones vecinas. Montó y, con sus pocas pertenencias bien sujetas al equino, se alejó de aquella aldea, aún cercana a Mauban, pensando en las leguas que aún le quedaban por delante antes de llegar a su destino. Debía apresurarse antes de que las lluvias otoñales se transformaran en nieve y cubrieran los caminos y pasos de montaña que lo distaban del reino de Navarra.




       Dashiell se desperezó y bostezó sonoramente. Miró a su lado y contempló el ensortijado y largo cabello castaño que descansaba sobre la almohada. ¿Antoinette? ¿Ange? ¿Aurore? No recordaba su nombre. Aunque tampoco le hacía falta. Apartó las sábanas de lino y se sentó en el borde del lecho con el miembro endurecido. Le tocaba guardia y desgraciadamente no tenía tiempo para nada que no fuera darse placer a sí mismo. Asió fuertemente su falo, por la base, y comenzó a acariciarlo arriba y abajo, mientras con la otra mano maleaba sus testículos, compactos como una piedra. Notó movimiento al otro lado de la cama y, al momento, los cálidos pechos de la sierva en su espalda mientras sus gruesos labios le besaban el cuello.
     -Arrodillaos ante mí- le ordenó a punto de eyacular.
     Obedeció divertida, admirando aquella larga verga que la hubiera colmado la noche anterior y pensando en lo que las demás doncellas dirían cuando se lo contase. Sin lugar a dudas la tacharían de mentirosa, puesto que era sabido que ningún hombre de piel tan clara podía tener una polla de tal envergadura. Abrió la boca y mantuvo los ojos bien abiertos para no perderse detalle de la corrida. El caballero gimió y ella boqueó a punto de desencajarse la mandíbula. Un reguero de semen impactó en su pelo y su mejilla izquierda, mientras que el siguiente lo hacía en su labio inferior y en la barbilla, resbalando desde allí al centro de su pecho. Dashiell la acercó con brusquedad hasta el glande, de donde lamio las últimas gotas del líquido blancuzco.
     El soldado se levantó y ayudó a que la muchacha se pusiera en pie. Ambos se vistieron en silencio y solo ella lo rompió antes de salir de la estancia.
     -Mi nombre es Ange.
     -Sí, lo sé- mintió él, turbado-. Ange-repitió para que no se le olvidara.
     -Anoche me llamasteis de otra manera, sin embargo- hizo una pausa para pensar-. Marie, creo recordar.
     Y diciendo esto salió de los aposentos, quedando el joven sumido en un estado de reflexión poco propio de él.

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