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La princesa, agachada entre la maleza, comenzó a adentrarse en la espesura de aquel bosque que se extendía a varias leguas de la fortaleza. El astro rey apenas penetraba entre el tupido follaje de las copas de los árboles y la niebla matutina serpenteaba sobre la hojarasca, humedeciendo su piel y sus ropajes. Se estremeció por un súbito escalofrío que recorrió su espalda y anduvo más rápido, todo lo rápido que las largas sayas le permitían sin hacerla tropezar. Miró por encima del hombro. Le había parecido escuchar algo, un chasquido. Mas no se detuvo. Continuó su camino mientras la niebla ascendía y se hacía más densa, teniendo que agarrarse a los troncos resinosos de los árboles cercanos para continuar la marcha.
Pensó en sus cálidos aposentos maldiciéndose por su impulsividad. Si solo hubiera esperado a que Annette hubiese hecho acto de presencia, continuaría allí, abrigada por las vigorosas llamas del hogar y por el sensual cuerpo de su amada. Lamentó haberla echado de su dormitorio la noche anterior.
Otro ruido a su siniestra. ¿Pasos? Nada. Sin quitar la mirada de donde hubiera provenido el sonido volvió a caminar, intentando hacer ahora menos ruido. Tenía el rostro impávido, incluso sereno, pero en su fuero interno deseaba correr, estar lejos de aquella frondosa y aterradora vegetación. ¡Crash! Otro chasquido. Otro paso. Madeleine se agachó, tanteó el suelo con las manos y encontró una rama caída. La asió fuertemente, a la altura de la cabeza, dispuesta a utilizarla contra quien la estuviera siguiendo. Pero aquello no fue necesario. Respiró aliviada cuando el supuesto merodeador salió de entre los árboles con su cornamenta y con sus tiernos y almendrados ojos de ciervo. Soltó el palo, sonriendo avergonzada por su cobardía.
Tras unos pasos, uno de sus pies se hundió en el barro. Tiró de él hacia arriba para liberarlo y el impulsó la lanzó de espaldas sobre el lodo. Se levantó torpemente, agarrándose a una de las retorcidas raíces que sobresalían en la superficie y continuó la marcha empapada y con las vestimentas pesándole sobremanera. Una punzada en la planta del pie la hizo detenerse. Se sentó sobre un tocón. Su escarpín debía haberse quedado hundido en el barro y una púa de pino le había atravesado la desnuda carne. La arrancó con brusquedad y un hilillo de sangre brotó del pequeño agujero. Se levantó y miró a su alrededor. Ante ella, solo la eternidad del bosque y sus penumbras. Nunca se había sentido tan perdida, tan abandonada a su suerte. Tomó una dirección al azar, intentando no volver sobre sus pasos, mas sin saber si lo hacía o no. Una rama se enganchó al bajo de sus sayas y, al intentar soltarlas éstas se rasgaron, quedando un pedazo de tisú prendido de la rama de un arbusto.
De repente un ruido metálico llenó el bosque sobresaltándola. Los pájaros alzaron el vuelo en bandada con un ensordecedor aleteo mientras Madeleine miraba a su alrededor intentando descubrir la procedencia del extraño y repetitivo sonido. Sin embargo, el eco hacía que pareciese que el martilleo viniera de mil lugares distintos a la vez. Decidió continuar por el este. Allí el suelo no estaba tan embarrado y podría acelerar el paso.
No había andado demasiado cuando el bosque terminó de repente y dio con un camino de guijarros. Efectivamente, el sonido venía de no lejos de allí. Caminó renqueante, suplicando para sus adentros que el ruido no cesase.
Yannick dejó a un lado la espada que estaba enderezando a martillazos cuando escuchó unos pasos a su espalda. Miró a aquella muchacha que se acercaba a su herrería llena de barro de pies a cabeza, vestida con unas sayas rotas y rasgadas, exageradamente largas para una campesina. Supuso que sería extranjera.
-¿Puedo ayudarte?- preguntó limpiándose las manos y el sudor de la frente con un trozo de tela.
-Podéis. Me he perdido en los bosques. Estoy fatigada y hambrienta y ni siquiera sé en qué lugar me encuentro.
-Estás en Passan- le respondió, extrañado por su educado lenguaje.
-¿Passan?- la princesa se dio cuenta de que tan solo estaba a un par de leguas de la fortaleza y respiró aliviada.
-Deberías cambiarte de ropa si no quieres enfermar. Dentro encontrarás algo que te sirva- el herrero le dio la espalda y prosiguió con su trabajo.
Madeleine lo miró de arriba abajo y no encontró en aquél, motivo que la hiciera desconfiar, así pues, entró en su morada, sucia y desordenada. Nunca antes se había adentrado en lugar tan humilde y sintió inmediata lástima por el generoso hombre. Tenía la lumbre encendida, mas la fría humedad se había apoderado hace tiempo de aquel hogar con olor a moho. Observó las ventanas, desprovistas de vidrieras, únicamente protegidas por unos postigos de madera, abiertos ahora de par en par. Vio una puerta, la única dentro de la casa, y al abrirla se encontró con un minúsculo dormitorio poseedor de una raquítica cama en el centro. En el armario había ropa de mujer. Eligió algunas de aquellas tristes y escasas prendas de grises colores y tras acicalarse y vestirse con ellas, salió al exterior, aliviada de sentir el roce del aire limpio en su rostro.
-Espero que a vuestra esposa no le importune que haya elegido estas ropas- dijo alisándolas en la zona de las caderas, tratando de llamar la atención del herrero.
Yannick la miró sin cambiar su seria expresión y volvió a centrarse en su dura tarea, tratando de no mostrarle a aquella, la grata impresión que su belleza le había causado.
-No te preocupes. Mi mujer está muerta. Puedes ponerte lo que necesites.
Madeleine se quedó de piedra tras aquella inesperada respuesta.
-Yo…
-No hace falta que digas nada. Fue hace mucho tiempo- hizo una pausa- ¿Has comido?
La princesa negó con la cabeza y se colocó ante él, absorta por los precisos movimientos con los que el herrero maleaba el metal.
-Poseéis una indudable maestría en vuestro oficio. Estoy convencida de que no tendríais problema en fabricar unas herraduras de calidad.
-Compruébalo si quieres- señaló con la cabeza hacia el establo-. Yo mismo calcé las herraduras a mis caballos. Después elige al que prefieras, coge queso y pan y regresa a casa. Seguro que alguien estará preocupado esperando tu vuelta
-¡Vaya! Sutil manera la vuestra de deshaceros de mí- Madeleine no ocultó su sorpresa-. Sois el primer hombre que se atreve a echarme de su lado. ¿Acaso no os parezco lo suficientemente atractiva?
Yannick admiró aquella figura esbelta, perfecta, de almendrados ojos y labios de fresa, de rizados y negros cabellos que caían salvajes sobre su espalda, de piel pálida como las nieves que no tardarían en llegar. No era una campesina y tampoco extranjera, pero si le hubiese confesado ser una ninfa del bosque, no lo hubiera dudado ni por un momento.
-Por supuesto que me pareces atractiva, pero dudo tener suficiente para pagar tus servicios.
Madeleine comenzó a reír escandalosamente. ¡Una ramera! Para aquel herrero de nombre desconocido no era sino una vulgar prostituta, una sucia chica de taberna. Lo observó divertida, imaginando su cara cuando le dijera ante quién se encontraba, cuando sus piernas flaquearan al saber que era su princesa a la que había insultado y cayera postrado de rodillas ante ella suplicando perdón. Pero por el momento lo mantendría en secreto.
Bajó la parte superior del vestido dejando sus senos al aire y se acarició los pezones. Deseaba ese cuerpo sudoroso y fuerte compartiendo su espacio, metiéndose en ella.
- No os preocupéis, habéis sido tan amable conmigo que este servicio será gratuito.
El herrero la agarró por la cintura apretándose contra ella con fiereza, mientras los pechos de la muchacha se aplastaban contra el frío cuero de su delantal ceniciento. La cogió por el trasero elevándola hasta su cintura y ella se la rodeó con sus piernas, agarrándose fuertemente a sus robustos hombros y a su cuello. Yannick la sentó al borde de una mesa de trabajo alargada, llena de armas y otros útiles. Con su nervudo brazo derecho dejó libre la superficie, cayendo al suelo, estruendosamente, cada pieza metálica. La tumbó y le levantó las faldas. Él se quitó el delantal, bajó ligeramente sus calzas y sacó su verga. Colocó las piernas de ella sobre sus hombros y empezó a masturbarse rozando la rosada vulva con su glande, que salía y volvía a esconderse, aún tímido, en el interior del prepucio. Así estuvo largo rato, tocándose lentamente, humedeciendo su miembro con los fluidos de ella, hasta que al desenvainar completamente, la penetrara sin aviso. Entró hasta el fondo echándose sobre el hermoso y desvaído cuerpo, golpeándole el ano con los testículos, mientras ella, a merced de sus envestidas, se asía, poderosamente y entre gemidos de placer, a los laterales de la mesa. Él le beso, entrelazando su lengua con la de ella mientras agarraba sus pechos como un niño hambriento. Ella abrió los ojos cuando el comenzó a mordisquearle el cuello. Vio el cielo, más hermoso que nunca, los rayos de sol entre las nubes iluminando los altos árboles del bosque. Introdujo sus finos dedos entre el vello del aquel fuerte pecho, jugando con él, y sus ojos se cruzaron. Los tenía verdes, entrecerrados por el cercano orgasmo, surcados por pequeñas arrugas que se acentuaban a causa de lo tostado de su piel. Le acarició la mejilla. Él la volvió a besar. Le quería pedir que se detuviera en su interior, en su calor, quieto, abrazándola con sus musculados brazos, para poder quedarse apoyada en su pecho perlado de sudor hasta el fin de sus existencias.
Annette se dirigió a los aposentos del príncipe Antoine preocupada por la huida de Su princesa. Nunca antes había tardado tanto en regresar y temía que algo malo pudiera haberle ocurrido.
-¿Dónde puedo encontrar al caballero Dashiell, soldado?- preguntó al custodio apostado ante la puerta del futuro soberano.
-Acaba de terminar su guardia, mas desconozco su destino. Sin embargo, quizá yo pueda serviros, doncella- el hombre la agarró del antebrazo.
-Si no me soltáis presto, ayudareis al pueblo y no a mí, alimentándolo con vuestras manos de cerdo- se soltó de sus zarpas enguantadas.
La muchacha se encaminó por el corredor hasta las escaleras que conducían a la entrada principal. Debía encontrar al caballero y creía saber dónde podría estar. Así pues, anduvo por la calzada principal hasta la taberna más popular y de peor fama de la fortaleza.
Entró en el antro y lo vio en la mesa del fondo, junto a tres soldados más y con una rubia de exuberantes pechos al descubierto sobre sus rodillas.
-¡Caballero Dashiell!- alzó la voz para hacerse oir y una veintena de cabezas, entre putas y clientes, se giraron hacia ella.
-¡Mercancía nueva!- gritó uno de esos bárbaros.
-¡Calla estúpido!- el joven de tierras del norte se levantó apartando a la prostituta de encima-. Estás hablando con una dama-. Se acercó a Annette-. ¿Qué hacéis en este lugar? No es apropiado para vos.
-Necesito vuestra ayuda- le dijo con ojos suplicantes.
Él, sin dudarlo ni por un instante, apoyó su mano en su espalda y la instó a que saliera de la taberna.
-¡Qué sucede?
-Es la princesa. Ha huido esta mañana y todavía no ha vuelto. Quizá esté herida o…
-Tranquilizaos. Seguro que se encuentra perfectamente, pero, ¿estáis convencida de que no ha escapado para no volver?
-Segura, Mi princesa nunca haría algo así. Jamás abandonaría a su padre, ni a su reino. Sabe perfectamente cuáles son sus deberes y nunca traicionaría sus votos. Pero a veces, siente la necesidad de marcharse durante algunas horas para no sentirse como un pájaro enjaulado entre estas gruesas y altas paredes.
Dashiell se colocó los guantes y la cogió de las manos.
-No os preocupéis. Os prometo que haré todo lo que esté en mis manos para encontrarla sana y salva.
-Os lo agradezco mi señor. Pero prometedme también que mantendréis la búsqueda en secreto. La princesa no querría que la noticia se propagara como una epidemia.
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