domingo, 28 de abril de 2013





-21-

    

 

      La palidez del cadáver iba tornándose de un azul cerúleo a medida que el tiempo avanzaba despiadado, en tanto la plañidera campana de bronce continuaba con su enloquecedor resuene, no haciendo sino recordar, con cada golpe de badajo, la cruel realidad, la macabra visión de su progenitor, del monarca, del hombre más poderoso de toda la región, tumbado ahora inerte, eternamente impávido, abandonado a su suerte en su último viaje hacia un cielo de dudosa realidad.

     Madeleine prosiguió arrodillada frente al lecho cuando la puerta se abrió.

     -Majestad- Antoine se situó junto a ella hincando una de las rodillas en el suelo, casi como declarando su amor-. Eme aquí, tan presuroso como mis piernas me han permitido tras enterarme de la pesarosa noticia. Sabed que lamento enormemente la muerte de vuestro padre, digno monarca y mejor hombre, y sentíos dichosa, sin duda,  por haber disfrutado de sus enseñanzas y su compañía todo este tiempo.

     -Agradezco vuestras cálidas palabras, mi príncipe, y no dudo ni por un instante de vuestra desolación, del mismo modo que conozco mi buena suerte por haber sido educada por el mejor maestro. Solo espero ser la reina que mi padre deseaba que fuera, fuerte en la batalla y generosa con las llanas gentes.

     -Lo seréis, mi señora, no os quepa duda, la reina más gallarda y bondadosa que ninguna región haya tenido. Y si me lo permitís, os ayudaré a conseguirlo estando siempre a vuestro lado.

     -Así será, tal y como mi padre deseara. En la fecha indicada, el idus de este mes, nuestras nupcias se convertirán en estandarte de la memoria del rey Louis-Philippe y algún día, los cantares de gesta de toda Francia nos recordaran a pesar del paso del tiempo.

     Antoine, protector, colocó su mano sobre la de Madeleine, quien aparentemente nada sabía sobre el cambio de planes que el monarca hubiera anunciado a Godet.

    

 

 

 

     Subido al adarve, Dashiell se asomó al murete y observó, atónito, la muchedumbre exaltada que se agolpaba ante el castillo, en las calles y callejas e incluso en el exterior de las murallas de aquella vasta fortaleza, formando un manto marrón de cabezas que se extendía hasta los diferentes caminos que partían de Mauban. Era increíble la rapidez con la que la noticia de la muerte del buen monarca se había propagado, como una pequeña llama en un bosque pleno de hojarasca, llegando de toda la región gentes curiosas, ansiosas por conocer de primera mano lo ocurrido,  esperanzadas ante la idea de ver el cuerpo sin vida del rey, de tocarlo, de llorarlo.

 

 

 

 

     Marie asió fuertemente la mano de Donatien, al tiempo que eran zarandeados por las miles de personas apiñadas a su alrededor frente a la barbacana. Ante ellos, un grupo de soldados asestaba mandobles con las empuñaduras de sus espadas, sin dudar e indiscriminadamente,  haciendo caer al suelo a varios de los asistentes que inmediatamente eran pisoteados por sus propios vecinos, ansiosos por aproximarse al castillo. La muchacha aprovechó la confusión y las protestas de la turba para avanzar unos pasos, pero otro muro de gente la detuvo, sintiéndose entonces  arrinconada, aplastada, inmovilizada como en una tumba vertical. Hizo ademán de atraer hacia sí al monaguillo para sentirlo cerca, pero sus manos, aunque entrelazadas, se hallaban aprisionadas entre los cuerpos de los allí presentes. Giró la cabeza para verlo, mas no encontró rastro de Donatien a pesar de la cercanía, ni siquiera del grandioso portón de la fortaleza, únicamente rostros desconocidos, torsos sudorosos y brazos alzados en señal de disconformidad. Con la barbilla apuntando al cielo respiró hondo tratando de tranquilizarse mientras sus pulmones se llenaban, pero el hediondo tufo a pocilga que el enorme individuo alzado junto a ella desprendía la obligó a taparse la nariz entre imparables arcadas. Agachó ligeramente la cabeza sintiendo el vómito en su garganta, cuando un fuerte tirón en el cabello provocó que cayera al suelo, de espaldas, sobre los pies de los allí congregados. Había soltado a Donatien y,  pidiendo auxilio, exclamó su nombre, acallado completamente por los gritos del gentío enervado, inmutable en tanto que era arrastrada por el suelo pedregoso.  Agarró con la mano derecha la muñeca de quien la sujetaba y apoyó la izquierda sobre el suelo, intentando frenar aquella vertiginosa marcha sin fin, no consiguiendo sino desollarse la palma. De repente chocó su cabeza contra las piernas de un parroquiano. Esperanzada, comenzó a levantarse preparada para huir, haciéndose añicos sus planes cuando unas uñas afiladas se clavaron en su antebrazo y la elevaron  por completo, apareciendo frente a ella su viejo maestro, con su inconfundible oscura mirada amenazándola como antaño.

 

 

 

 

     Sus manos se soltaron tras un fuerte tirón y Donatien se quedó allí clavado, como una estatua, sin saber qué hacer. Captó entonces un grito enmudecido pidiéndole ayuda. Marie. Sin pensárselo dos veces, se colocó a cuatro patas y  empezó a gatear y a arrastrarse por entre las piernas de los asistentes, sin apenas sentir los pisotones y patadas recibidos, directo al interior de la fortaleza.

 

 

 

 

     A pesar de la rapidez con que hubieran recorrido la distancia que separaba Passan de la fortaleza, el inmenso tapón humano formado ante la entrada principal de la muralla hacía imposible el paso al interior del bastión. Annette, desesperada, tomó una bocanada de aire y acarició la parte delantera del cuello de su nervioso corcel tratando de tranquilizarlo, al tiempo que intentaba pensar lo menos posible en el calvario que Su señora estaría sufriendo sin un hombro amigo en el que apoyarse.

     De repente, un extraño movimiento entre los congregados llamó su atención. Se trataba de dos figuras, dos pequeñas hormigas moviéndose contracorriente en un gigantesco hormiguero, relativamente cerca de donde los soldados y ella se hallaban a lomos de sus caballos. Reconoció fácilmente a la que iba en primer lugar, un hombre de calva coronilla y renqueante paso, que con el brazo alzado y a golpe de báculo, se abría paso blandiendo el madero de uno a otro flanco sin importarle el rostro de quién aporrease. Pegada a él, sujetándola por el cuello el brazo del obispo, una muchacha de larga cabellera trigueña y lozanos pechos. El gorrión. La cocinera por la que su caballero Dashiell bebía los vientos.

     La rabia le hizo apartar los ojos de la sirvienta, mas su insaciable curiosidad la empujó a volverse hacia ella, deseosa por descubrir el motivo de que un soldado del norte de gran valía, quedara prendado de mujer tan vulgar e insignificante como aquella. Marie y ella se miraron, fugazmente, y Annette  sintió una afilada punzada en el pecho al ser testigo de aquellos húmedos y aterrorizados ojos suplicantes.

domingo, 21 de abril de 2013





-20-

 

 

    Las primeras luces del alba marcaron, como cada día, el inicio de la jornada de Yannick. Se estiró cuan largo y ancho era sobre su lecho, con los ojos cerrados, recordando a su familia perdida, aquellas maravillosas mañanas en las que su hermosa esposa abría los postigos, para que los primeros rayos de sol  lo despertaran al acariciar su rostro, cuando sus preciosos hijos se tiraban sobre él con sus pequeños cuerpos, suplicándole que los llevara de caza por el bosque con sus armas de madera. Abrió los ojos, húmedos por las lágrimas que llevaba tiempo reteniendo para que no se vertieran de nuevo, para que no abriera la profunda herida de su castigado corazón, y se levantó raudo, intentando dejar la mente en blanco para no sufrir, para poder continuar un día más aquella andadura en solitario.  Se vistió con las ropas de trabajo, comió un escaso mendrugo de pan que casi le hiciera perder un par de dientes y comenzó su labor bajo el calor infernal que desprendía la fragua e inundaba el taller.

     Llevaba al menos media mañana trabajando, cuando escuchara, entre sus fuertes martilleos, el rumor de caballos acercándose por la calzada. Pudiendo tratarse de la banda de forajidos que atemorizaban a las gentes de aquellos lares los últimos tiempos, el hombre limpió sus manos en el delantal de cuero y, con calma, se armó de una ligera espada, saliendo a la intemperie y colocándose en mitad del camino, para esperar a los intrusos.

     Entonces los vio aparecer. Cuatro caballos emergiendo  entre la polvareda levantada por sus cascos y, sobre ellos, no más que tres figuras. Ante él, dos soldados y una hermosa joven de buena apariencia se detuvieron y desmontaron de sus cabalgaduras.

     -¡Guardad esa espada, herrero!- profirió uno de los caballeros desenvainando la suya.

     -¿Vienes a mi casa a darme órdenes y me amenazas con ese hierro oxidado?- Yannick se giró en redondo dándoles la espalda-. Marcha entonces por donde has venido y contigo tus amigos. Ninguno sois bienvenido.

     Annette colocó una mano sobre el antebrazo del soldado, dispuesto éste a seguir al altanero villano que osaba desobedecer  sus directrices.

     -Dejadme a solas con él- pidió la doncella y camino sobre los pasos de aquel, haciendo caso omiso de la discrepancia del custodio.

     -¿Dónde has encontrado mi caballo, mujer?- preguntó el herrero sin mirarla, atento a la armadura que se disponía a reparar.

     -Si tanto os preocupa, os diré que bajo las piernas de Mi señora.

     -¿Señora? Desconocía el poder adquisitivo de las prostitutas, desorbitado si pueden rodearse de servidumbre. Lástima no haber nacido mujer- cogió la pechera con unas grandes tenazas y la colocó sobre la fragua para templar el metal que no tardó en volverse de un rojo anaranjado.

     -Deberíais ser más comedido con lo que decís- Annette sonrió-. Si los soldados nos acompañaran mientras conversamos, vuestra cabeza se habría separado del resto del cuerpo de un solo golpe de espada por hablar así de nuestra princesa.

     -¿Así la llamáis?- continuó con su tarea- ¡Vaya! Creo que lleváis demasiado lejos las fantasías de los hombres.

     -O quizá vuestra fantasía se haya hecho realidad, puesto que la mujer junto a la que ayer yacierais no era una vulgar ramera, sino la mismísima princesa Madeleine, futura reina de Mauban.

     Yannick se giró sin decir palabra, dejó los utensilios sobre la mesa de trabajo y se situó frente a la doncella, tan cerca, que sus ropajes se tocaron.

     -¿Acaso me ves cara de necio? La princesa Madeleine- rio sin ganas-, follándose a un vulgar y sucio herrero que no tiene dónde caer muerto.

     Annette miró a aquel hombre de ojos salvajes, morena tez y cabellos tan negros como el carbón que utilizaba para avivar su fragua. Le sacaba más de una cabeza y un cuerpo de ancho y comprendió perfectamente el deseo que sus músculos, aquella fuerza inmensa que surgía de su interior y su lenguaje soez habían provocado en su amada, puesto que nada tenía que ver con los nobles de alta alcurnia a los que estaba acostumbrada.

     -No os considero necio, acaso algo vulgar. Sin embargo, si deseáis comprender el motivo del impuro y bizarro acto de Mi señora, no tenéis más que preguntárselo a ella en una audiencia privada que se os concederá con gusto en el salón del trono… o en sus dependencias si así lo preferís- la muchacha se apartó del sudoroso y atónito hombre y recorrió el taller mientras continuaba hablando-. Por mi parte, he de aclararos que mi visita de hoy no trataba de sacaros los colores hablando de vuestros escarceos amorosos, sino de concederos, en nombre de nuestra heredera al trono, el honor de convertiros en herrero real.

     -Me halaga, pero no puedo aceptarlo. Ese puesto  ya tiene dueño en Mauban.

     -Ya no- unos lejanos tañidos interrumpieron a la doncella- ¡Oh, no! ¡Algo malo debe haberle ocurrido al rey!- Annette se arremangó las sayas y corrió al exterior, donde uno de los soldados la ayudó a montar a lomos de su caballo.

     Los tres jinetes desaparecieron al galope en dirección a la fortaleza. Yannick se acercó a su corcel, lo agarró de las riendas y lo metió en el establo junto al resto de sus animales.  Cuando se disponía a desensillarlo, una carta lacrada cayó al suelo. Llevaba el sello real de Mauban.

 

 

 

     Dashiell escuchaba absorto aquel retronar de campanadas que llenaba cada uno de los rincones del corredor. Varios caballeros de la guardia real de Levisoine se unieron a él ante los aposentos de su señor, quien permanecía en el interior junto al obispo Godet.

     -¿¡Alguno sabe qué ha ocurrido!?- preguntó la mano derecha del príncipe Antoine elevando el tono de voz para hacerse escuchar.

     -¡Los guardias de la fortaleza hablaban de la posible muerte del monarca!- comentó uno de los soldados con la respiración agitada.

     -¡Buenas noticias para nuestro príncipe entonces!- dijo otro de los custodios, un joven imberbe.

     Dashiell le golpeó en la nuca con la mano abierta y lo agarró del lóbulo de la oreja atrayéndolo hacia sí.

     -Calla esa bocaza, estúpido - susurró posándole los labios  sobre el pabellón auricular para que el muchacho no perdiera detalle de sus palabras-. Las paredes oyen. Debería cortarte la lengua antes de que nos metas en un buen lío, ya que no eres capaz de pensar antes de hablar- lo soltó con desprecio, al tiempo que el inexperto soldado frotaba su roja oreja y lo miraba iracundo por haberlo ridiculizado ante sus colegas de armas, provocando las estruendosas risas de éstos.

     En ese instante todos y cada uno de ellos se giraron hacia la puerta de la estancia del príncipe, de donde el viejo obispo salió sonriente, sin dignarse a mirar al reducido grupo de soldados que lo observaban expectantes.

     Dashiell entró en el dormitorio de su señor y lo vio sentado en  uno de los poyos del ventanal, con aspecto cansado y la mirada fija en el suelo.

     -¿Es cierto? ¿El rey Louis-Philippe ha muerto?

     -Así es, mi fiel Dashiell- hizo una pausa que aprovechó para erguirse-. Ayudadme con el atuendo. Debo acompañar a mi amada Madeleine en estos duros momentos.

domingo, 14 de abril de 2013




-19-

 

 

     Godet llegó a los aposentos del príncipe con su pausado caminar y se detuvo frente al custodio rubio que los guardaba. Observó su palidez de tierras del norte acrecentada por la luz de las antorchas, su gran cuerpo, sus penetrantes ojos azulados que lo miraban fríos y amenazantes y lo reconoció. Estaba seguro. Era aquel hombre a quien dos días antes viera acompañando a Marie al convento. La rabia lo invadió, plasmándose en su rostro como una máscara negra de odio.

     -¡Anunciad mi presencia al príncipe!- dijo el prelado con la voz temblorosa por la ira, golpeando con su báculo en el suelo pedregoso.

     El soldado no habló, ni siquiera hizo gesto o reverencia. Abrió la puerta y lo dejó pasar, manteniendo sobre su rostro aquella tensa mirada.

     -La buena guardia parece escasear- el obispo entró en la estancia repicando su bastón con ímpetu-.  Vuestro centinela ni siquiera os ha comunicado mi presencia.

     -La actitud de mis soldados es intachable, cumplen órdenes de dejaros entrar sin previo aviso.

     -Os agradezco el honor, alteza- hizo una leve reverencia y decidió que era momento de callar sobre el asunto si no quería perder la buena relación que comenzaba a amasar con el  joven-.  Mi señor- volvió a retomar la conversación situándose a su lado junto al ventanal-. Hoy más que nunca debéis sentiros dichoso. El destino os ha sido favorable- Antoine, que miraba atento las atestadas calles de la fortaleza, se giró hacia el religioso y lo miró con interés.

     -¿Acaso la fortuna no me había sonreído suficiente concediéndome la mano de Madeleine? Dudo que sea posible mayor gracia para el príncipe de un reino en apuros.

     -Poco habría durado dicha gracia si a oídos de la princesa hubiesen llegado ciertos… ¿Cómo decirlo?… deseos del rey.

     -¿De qué deseos habláis?

     - Louis-Philippe había tomado la decisión de retrasar indefinidamente el matrimonio entre vos y la princesa. Sabía de las dudas de ella y creía haberse confundido al obligarla a contraer nupcias de manera tan súbita, pudiendo reinar en solitario con toda libertad según los decretos de nuestro reino.

     -¿Debo agradeceros que le hayáis hecho cambiar de opinión?- Antoine de Levisoine escrutó aquel rostro avinagrado surcado de arrugas y manchas, intentando adivinar lo que ocultaba.

     -Más que eso- respondió Godet secamente con una sonrisa de medio lado e instantáneamente dulcificó su voz como si en plena confesión se hallara-. Lamento ser yo quien os comunique el fallecimiento de nuestro monarca. Dios se lo llevó a su seno- hizo una pausa-.  Muy oportunamente para vuestros propósitos y los míos, debo decir.

    -¿Cómo? Vos…

     Antoine no finalizó la frase. Los ojos negros y sin vida del prelado admitían, entre llamaradas de fuego, que habían sido sus manos las utilizadas por el Señor para llevar a cabo tal sacrificio.                                        

     Desde la torre más alta de la fortaleza, las campanas anunciantes de la muerte del monarca hicieron que el príncipe sintiera un repentino escalofrío desde la rabadilla al cogote. A partir de aquel instante, la alianza con aquel dudoso cristiano se había firmado con sangre.

 

 

 

 

   Bastien tiró hacia él de las riendas de su caballo y éste frenó inmediatamente, con un relincho de disconformidad. El espeso bosque se cernía sobre ellos desde hacía tiempo y, sin rastro alguno de civilización, temía haberse perdido por aquellos senderos apenas pisados por el hombre y repletos de encrucijadas. Sin embargo, buscó algún espacio entre las ramas por el que poder ver lo que le hubiera parecido un edificio en la lejanía. A punto de perder las esperanzas de que fuera algo real y no únicamente la imaginación de alguien agotado y entumecido,  su mirada volvió a toparse con una mole blanca sobre una colina; por fin el castillo del condado de Foix. Con alivio y una amplia sonrisa acarició las crines de su corcel, dándole un golpe seco con los talones para acelerar su marcha. Pronto atardecería y la niebla reptaba ya sobre la cima de los montes que rodeaban el valle, convirtiéndose en manto de lobos y alimañas que no tardarían en salir a cazar presas fáciles como ellos.

 

domingo, 7 de abril de 2013


 
 
 
 -18- 

       El obispo Godet se apresuró por presentarse ante el rey, quien lo había citado con urgencia en sus aposentos. Éstos eran magníficos, con dos ventanales por los cuales la luz penetraba a raudales, tapizadas todas sus paredes para espantar el frío y con un gran lecho con dosel del que colgaban cortinajes de gruesa tela grana en el centro de la estancia.

     -Acercaos, viejo amigo- la rasposa voz del monarca salió del interior de la cama.

     El prelado se acercó con su perpetua cojera y el amortiguado golpeo del báculo sobre la alfombra. Retiró la cortina suavemente y el rostro avejentado y ajado del rey Louis- Philippe lo recibió con una forzada sonrisa, que más parecía una mueca de dolor.

     -Aquí me tenéis, tal y como pedisteis- Godet  agachó la cabeza servil.

     -Gracias por acudir tan presto. Debo apresurarme a narraros mis pensamientos antes de que mi memoria me juegue una de sus malas pasadas.

     -Decid pues lo que tanto os urge contarme.

     -Aquí, en la soledad de mis aposentos, me ha sobrado tiempo para pensar en el reinado de mi preciosa hija y creo que he cometido un lamentablemente error al hacerla desposarse con tanta premura, sin darle opción a conocer al príncipe Antoine. Sé que lo ha elegido por mí, por tratarse de mi favorito, y porque dudo que los demás pretendientes fueran dignos de ella o de nuestro glorioso reino. Madeleine es muy capaz, inteligente, valiente como no he conocido varón y de sobra sé, que no necesita  hombre a su lado que la ayude a reinar. Solo a vos, mi amigo, mi hermano,  os he comunicado estos pensamientos y deseo de buen grado que estéis a mi lado, como mi buena mano derecha, cuando esta misma tarde dicte la posposición del matrimonio.  Del mismo modo, antes de que finalice el día abdicaré el reino en mi hija y será de este modo la nueva reina de Mauban. La reina Madeleine.

     -Majestad, ¿estáis seguro de lo que decís? ¿No es la enfermedad la que habla por vuestra boca?

    -¿Cómo osáis? ¡Mi mente es más lúcida ahora de lo que lo ha sido en mucho tiempo!

    -Dejad que lo dude. Vuestra hija no está preparada para gobernar un reino como Mauban sin un gran hombre como el príncipe Antoine a su lado. No olvidéis que no es más que una mujer, una criatura débil desde la creación de Dios, nuestro Señor.

     -¡Conocéis tan bien a Madeleine como yo mismo, desde que naciera y la colocaran en vuestros brazos, y de sobra sabéis de su valía! Si hubiera nacido hombre, no sería mejor ni más valioso de lo que ya es.

     -No dejaré que le cedáis el trono sin que se una en matrimonio- la voz del prelado surgió relajada de entre sus labios, pero sus ojos negros y sin vida, refulgían como dos llamaradas.

     -¿Qué no me dejaréis?- el rey intentó incorporarse en la cama, empujándole el obispo de un manotazo en el pecho y dejándolo, de nuevo, tumbado-. ¿Qué hacéis?- comenzó a toser por el esfuerzo.

     -Estáis muy enfermo y no discurrís con claridad. Yo pensaré por vos y cuidaré a vuestra hija como merece- sus ojos brillaron maliciosos-. A partir de este momento, no deberéis preocuparos por nada, viejo amigo- Godet cogió una de las almohadas y con una calma pasmosa, la llevó hasta la cara del rey y la apretó contra su rostro mientras, sin éxito, éste trataba de agarrarlo por las muñecas para impedir el ahogo. Sin embargo, su debilidad y la falta de aire en los pulmones, no tardaron en llevarlo a una muerte lenta y agónica poco digna de un buen rey.

     El prelado volvió a colocar la almohada junto a la cabeza del fallecido, se levantó, alisó su sotana y ayudado por el bastón salió de la estancia para dar aviso de la desgraciada y repentina muerte de su amado monarca.

 

 

 

       El arrullo del viento entre los árboles trajo a su memoria al joven, terso, pálido y bello  caballero. Sonrió al recordar el hercúleo esfuerzo realizado al arrastrarlo hasta la cama, ebrio como estaba, y desnudarlo, y la posterior admiración de su perfecto cuerpo antes de arroparlo. Sentada a la orilla del lecho había acariciado una de sus mejillas sonrosadas por el alcohol, su fuerte y anguloso mentón de herencia bárbara, su ancho cuello, el centro de su pecho dónde, con la palma abierta, se había detenido para sentir los latidos de su letárgico y acompasado corazón, antagónicos al frenético palpitar del suyo, alocado con solo hallarse junto a él, un mortal, un hombre.

     A pesar del frescor que inundaba el bosque, Marie sintió calor en su rostro, el mismo que notara la noche anterior cuando expulsando todo el aire de sus pulmones, bajara la mano hasta el ombligo de Dashiell para dibujar, con la yema de su índice, la  fina línea de pelo rubio que descendía hasta su miembro. Había mirado largo rato su sexo con curiosidad, con impuro deseo, sintiendo ganas de acariciárselo, tocárselo, besárselo sin parar, pero en aquel momento él se había movido en medio de su sueño etílico y, avergonzada y presurosa, lo había cubierto con la ropa de cama marchándose sin volverse a mirarlo, a sabiendas de que si se giraba, no podría evitar yacer junto a él para no separarse jamás de su lado. Así que corrió, corrió y no se detuvo hasta llegar a su dormitorio, frío y oscuro, aunque aquella noche ni el frío ni la oscuridad la perturbaron, ni siquiera el sempiterno recuerdo del monstruo ladrón de su infancia, que Dashiell había borrado de su horizonte como la bruma en un día soleado. Desnuda y acostada en la cama, había palpado la humedad de su entrepierna y, por primera vez en su vida, se había acariciado, sin recordar pecados ni castigos divinos, rechazando la imagen de la bestia que la hubiera forzado desde niña. Entre varios gemidos ahogados y el leve pronunciar del nombre de su amado, su cuerpo, al fin, se había estremecido de placer.

     La muchacha tuvo que envolverse con la capa, al colarse entre el follaje de los árboles una ráfaga de aire empolvada que se enredó en sus cabellos. Marchaba ligera hacia el convento, pisando el barro seco acumulado en el lateral del camino, cuando sintió la imperiosa necesidad de detenerse unos instantes a coger el aire que parecía no llegar a sus pulmones, más por nerviosismo que por cansancio. Así que se sentó con la espalda apoyada en un grueso y resinoso tronco, el corazón palpitante, las sienes en un retumbar constante, como un tambor anunciando una guerra cruel, imaginando el momento en el que su mirada y la del obispo se cruzaran, ella sentada, él subido al púlpito, con aquellos dos nidos de serpientes que tenía por ojos posados en ella, amenazantes, acusadores, culpándola por no haber asistido al oficio del martes, recriminándola, a pesar de los años pasados, por haberse convertido en mujer.

     La cocinera se levantó y sacudió el polvo de las faldas, tomando la decisión de desandar el camino y regresar a la fortaleza, evitando así el encuentro con el obispo. Mas, en ese momento, una carreta tirada por un buey se detuvo junto a ella y la amable familia de parroquianos que sobre el vehículo viajaba, se ofreció a llevarla hasta el convento. Agradecida y sin poder negarse, subió a la parte trasera del carro, junto a los cuatro pequeños del matrimonio, intentando disimular su agitación por ir derecha a la boca del lobo.

        Una vez llegaron a la casa del Señor, Marie bajó de la carreta y entró al atestado convento. Allí se dirigió hasta la zona delantera, donde espera encontrar algún asiento desocupado. Ninguno. Miró hacia el altar y descubrió a Donatien, vestido de monaguillo, haciendo las labores propias de Brigitte. Se preguntó dónde podría encontrarse la vivaracha niña. Subió a la tarima y se acercó al muchacho, casi un hombre. Éste se sobresaltó al escuchar pasos tras él.

     -Tranquilo Donatien, c’est moi- le habló con su voz más dulce, viendo como los ojos del mancebo casi salían de sus cuencas.

     -Marie!- el niño a punto estuvo de echarse a llorar.

     -¿Qué ocurre?

     El niño negó con la cabeza mientras seguía con los preparativos de la misa.

     -¿Dónde está Brigitte? Me gustaría saludarla.

     -Elle est allée.

     -¿Se ha ido? Pero, ¿Dónde? Si no es más que una niña.

     -L’éveque… Je ne sais rien!

     Donatien estaba asustado, lo veía en sus ojos. Sabía qué le había ocurrido a la pequeña, no cabía duda, y tenía que averiguar de qué se trataba.

     -¿Dónde se encuentra el obispo? ¿En la sacristía?- Marie dirigió la vista hacia la puerta cerrada.

     -Non, il n’est pas là. Il est allé au chateau.

     -¿Al Castillo? Debe ser por algo urgente- miró la capilla, a rebosar de asistentes-. Ven conmigo- cogió la mano del monaguillo y lo llevó, casi a rastras, hasta la calle. Allí, se puso en cuclillas y lo giró hacia ella agarrándolo por los hombros-. Dime qué es lo que te pasa. Evitas mirarme. ¿Alguien le ha hecho daño a Brigitte?

     Volvió a negar con la cabeza, moviéndola de un lado a otro rápidamente, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas.

    -¿L’éveque te ha hecho algo?- Marie sabía que el obispo nunca había tocado a un niño. Se temió lo peor-. ¿Ha hecho daño a Brigitte?

     Donatien se abalanzó sobre ella y la abrazó fuertemente mojándole el cuello con sus abundantes lágrimas.

     -Je crois qu’il l’a tué- le susurró al oído el niño.

     Marie lo rodeó con más fuerza entre sus brazos, intentando calmar los temblores de su aún frágil cuerpo. Donatien pensaba que Brigitte había sido asesinada por el obispo y  ella sabía que aquello no era una creencia descabellada.

     Los tañidos de una campana lejana la sacaron de sus pensamientos y las gentes reunidas en el convento comenzaron a salir del mismo. Donatien agarró con fuerza la mano de Marie, ante las nuevas, nada halagüeñas, de aquellas campanadas que solo en contadas y negras ocasiones sonaban. Un soldado real llegó al galope por el camino del bosque y se colocó ante ellos.

     -El obispo Godet os anuncia la suspensión de la misa. Nuestro rey, Louis-Phillippe, ha fallecido.

    

 

 

 

     Madeleine se arrodilló junto al lecho de su padre, tomó su mano y apoyó su mejilla en ella sin hallar atisbo de vida.

     -Princesa- el médico real se situó tras la muchacha.

     -¿Por qué no se me avisó cuando mi padre agonizaba?- preguntó sin girarse.

     -Lo lamento, mi señora, pero fue el obispo Godet y no yo, quien acompañara a nuestro monarca en sus últimos instantes. Debería ser a él a quien preguntarais.

     La princesa cerró los ojos y apretó la mandíbula, evitando pronunciar cualquier blasfemia o vituperio contra el prelado ante el cadáver, aún caliente, de su progenitor.