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La palidez del cadáver iba tornándose de un
azul cerúleo a medida que el tiempo avanzaba despiadado, en tanto la plañidera
campana de bronce continuaba con su enloquecedor resuene, no haciendo sino
recordar, con cada golpe de badajo, la cruel realidad, la macabra visión de su
progenitor, del monarca, del hombre más poderoso de toda la región, tumbado ahora
inerte, eternamente impávido, abandonado a su suerte en su último viaje hacia
un cielo de dudosa realidad.
Madeleine prosiguió
arrodillada frente al lecho cuando la puerta se abrió.
-Majestad- Antoine
se situó junto a ella hincando una de las rodillas en el suelo, casi como
declarando su amor-. Eme aquí, tan presuroso como mis piernas me han permitido
tras enterarme de la pesarosa noticia. Sabed que lamento enormemente la muerte
de vuestro padre, digno monarca y mejor hombre, y sentíos dichosa, sin duda, por haber disfrutado de sus enseñanzas y su
compañía todo este tiempo.
-Agradezco
vuestras cálidas palabras, mi príncipe, y no dudo ni por un instante de vuestra
desolación, del mismo modo que conozco mi buena suerte por haber sido educada
por el mejor maestro. Solo espero ser la reina que mi padre deseaba que fuera,
fuerte en la batalla y generosa con las llanas gentes.
-Lo seréis, mi
señora, no os quepa duda, la reina más gallarda y bondadosa que ninguna región
haya tenido. Y si me lo permitís, os ayudaré a conseguirlo estando siempre a
vuestro lado.
-Así será, tal y
como mi padre deseara. En la fecha indicada, el idus de este mes, nuestras
nupcias se convertirán en estandarte de la memoria del rey Louis-Philippe y
algún día, los cantares de gesta de toda Francia nos recordaran a pesar del
paso del tiempo.
Antoine,
protector, colocó su mano sobre la de Madeleine, quien aparentemente nada sabía
sobre el cambio de planes que el monarca hubiera anunciado a Godet.
Subido al adarve, Dashiell
se asomó al murete y observó, atónito, la muchedumbre exaltada que se agolpaba
ante el castillo, en las calles y callejas e incluso en el exterior de las
murallas de aquella vasta fortaleza, formando un manto marrón de cabezas que se
extendía hasta los diferentes caminos que partían de Mauban. Era increíble la
rapidez con la que la noticia de la muerte del buen monarca se había propagado,
como una pequeña llama en un bosque pleno de hojarasca, llegando de toda la
región gentes curiosas, ansiosas por conocer de primera mano lo ocurrido, esperanzadas ante la idea de ver el cuerpo sin
vida del rey, de tocarlo, de llorarlo.
Marie asió fuertemente
la mano de Donatien, al tiempo que eran zarandeados por las miles de personas
apiñadas a su alrededor frente a la barbacana. Ante ellos, un grupo de soldados
asestaba mandobles con las empuñaduras de sus espadas, sin dudar e
indiscriminadamente, haciendo caer al
suelo a varios de los asistentes que inmediatamente eran pisoteados por sus
propios vecinos, ansiosos por aproximarse al castillo. La muchacha aprovechó la
confusión y las protestas de la turba para avanzar unos pasos, pero otro muro
de gente la detuvo, sintiéndose entonces arrinconada, aplastada, inmovilizada como en
una tumba vertical. Hizo ademán de atraer hacia sí al monaguillo para sentirlo
cerca, pero sus manos, aunque entrelazadas, se hallaban aprisionadas entre los
cuerpos de los allí presentes. Giró la cabeza para verlo, mas no encontró rastro
de Donatien a pesar de la cercanía, ni siquiera del grandioso portón de la
fortaleza, únicamente rostros desconocidos, torsos sudorosos y brazos alzados
en señal de disconformidad. Con la barbilla apuntando al cielo respiró hondo tratando
de tranquilizarse mientras sus pulmones se llenaban, pero el hediondo tufo a
pocilga que el enorme individuo alzado junto a ella desprendía la obligó a
taparse la nariz entre imparables arcadas. Agachó ligeramente la cabeza
sintiendo el vómito en su garganta, cuando un fuerte tirón en el cabello
provocó que cayera al suelo, de espaldas, sobre los pies de los allí congregados.
Había soltado a Donatien y, pidiendo
auxilio, exclamó su nombre, acallado completamente por los gritos del gentío
enervado, inmutable en tanto que era arrastrada por el suelo pedregoso. Agarró con la mano derecha la muñeca de quien
la sujetaba y apoyó la izquierda sobre el suelo, intentando frenar aquella
vertiginosa marcha sin fin, no consiguiendo sino desollarse la palma. De
repente chocó su cabeza contra las piernas de un parroquiano. Esperanzada,
comenzó a levantarse preparada para huir, haciéndose añicos sus planes cuando
unas uñas afiladas se clavaron en su antebrazo y la elevaron por completo, apareciendo frente a ella su
viejo maestro, con su inconfundible oscura mirada amenazándola como antaño.
Sus manos se
soltaron tras un fuerte tirón y Donatien se quedó allí clavado, como una estatua,
sin saber qué hacer. Captó entonces un grito enmudecido pidiéndole ayuda. Marie.
Sin pensárselo dos veces, se colocó a cuatro patas y empezó a gatear y a arrastrarse por entre las
piernas de los asistentes, sin apenas sentir los pisotones y patadas recibidos,
directo al interior de la fortaleza.
A pesar de la
rapidez con que hubieran recorrido la distancia que separaba Passan de la
fortaleza, el inmenso tapón humano formado ante la entrada principal de la
muralla hacía imposible el paso al interior del bastión. Annette, desesperada, tomó
una bocanada de aire y acarició la parte delantera del cuello de su nervioso corcel
tratando de tranquilizarlo, al tiempo que intentaba pensar lo menos posible en
el calvario que Su señora estaría sufriendo sin un hombro amigo en el que
apoyarse.
De repente, un
extraño movimiento entre los congregados llamó su atención. Se trataba de dos
figuras, dos pequeñas hormigas moviéndose contracorriente en un gigantesco hormiguero,
relativamente cerca de donde los soldados y ella se hallaban a lomos de sus
caballos. Reconoció fácilmente a la que iba en primer lugar, un hombre de calva
coronilla y renqueante paso, que con el brazo alzado y a golpe de báculo, se
abría paso blandiendo el madero de uno a otro flanco sin importarle el rostro
de quién aporrease. Pegada a él, sujetándola por el cuello el brazo del obispo,
una muchacha de larga cabellera trigueña y lozanos pechos. El gorrión. La
cocinera por la que su caballero Dashiell bebía los vientos.
La rabia le hizo
apartar los ojos de la sirvienta, mas su insaciable curiosidad la empujó a volverse
hacia ella, deseosa por descubrir el motivo de que un soldado del norte de gran
valía, quedara prendado de mujer tan vulgar e insignificante como aquella. Marie
y ella se miraron, fugazmente, y Annette
sintió una afilada punzada en el pecho al ser testigo de aquellos húmedos
y aterrorizados ojos suplicantes.