-19-
Godet llegó a los
aposentos del príncipe con su pausado caminar y se detuvo frente al custodio
rubio que los guardaba. Observó su palidez de tierras del norte acrecentada por
la luz de las antorchas, su gran cuerpo, sus penetrantes ojos azulados que lo
miraban fríos y amenazantes y lo reconoció. Estaba seguro. Era aquel hombre a
quien dos días antes viera acompañando a Marie al convento. La rabia lo
invadió, plasmándose en su rostro como una máscara negra de odio.
-¡Anunciad mi
presencia al príncipe!- dijo el prelado con la voz temblorosa por la ira,
golpeando con su báculo en el suelo pedregoso.
El soldado no
habló, ni siquiera hizo gesto o reverencia. Abrió la puerta y lo dejó pasar, manteniendo
sobre su rostro aquella tensa mirada.
-La buena guardia
parece escasear- el obispo entró en la estancia repicando su bastón con ímpetu-.
Vuestro centinela ni siquiera os ha
comunicado mi presencia.
-La actitud de mis
soldados es intachable, cumplen órdenes de dejaros entrar sin previo aviso.
-Os agradezco el
honor, alteza- hizo una leve reverencia y decidió que era momento de callar
sobre el asunto si no quería perder la buena relación que comenzaba a amasar con
el joven-. Mi señor- volvió a retomar la conversación
situándose a su lado junto al ventanal-. Hoy más que nunca debéis sentiros
dichoso. El destino os ha sido favorable- Antoine, que miraba atento las
atestadas calles de la fortaleza, se giró hacia el religioso y lo miró con
interés.
-¿Acaso la fortuna
no me había sonreído suficiente concediéndome la mano de Madeleine? Dudo que sea
posible mayor gracia para el príncipe de un reino en apuros.
-Poco habría
durado dicha gracia si a oídos de la princesa hubiesen llegado ciertos… ¿Cómo
decirlo?… deseos del rey.
-¿De qué deseos
habláis?
- Louis-Philippe
había tomado la decisión de retrasar indefinidamente el matrimonio entre vos y
la princesa. Sabía de las dudas de ella y creía haberse confundido al obligarla
a contraer nupcias de manera tan súbita, pudiendo reinar en solitario con toda
libertad según los decretos de nuestro reino.
-¿Debo agradeceros
que le hayáis hecho cambiar de opinión?- Antoine de Levisoine escrutó aquel
rostro avinagrado surcado de arrugas y manchas, intentando adivinar lo que ocultaba.
-Más que eso-
respondió Godet secamente con una sonrisa de medio lado e instantáneamente dulcificó
su voz como si en plena confesión se hallara-. Lamento ser yo quien os
comunique el fallecimiento de nuestro monarca. Dios se lo llevó a su seno- hizo
una pausa-. Muy oportunamente para
vuestros propósitos y los míos, debo decir.
-¿Cómo? Vos…
Antoine no finalizó la frase. Los ojos negros y
sin vida del prelado admitían, entre llamaradas de fuego, que habían sido sus
manos las utilizadas por el Señor para llevar a cabo tal sacrificio.
Desde la torre más
alta de la fortaleza, las campanas anunciantes de la muerte del monarca
hicieron que el príncipe sintiera un repentino escalofrío desde la rabadilla al
cogote. A partir de aquel instante, la alianza con aquel dudoso cristiano se
había firmado con sangre.
Bastien tiró hacia él
de las riendas de su caballo y éste frenó inmediatamente, con un relincho de disconformidad.
El espeso bosque se cernía sobre ellos desde hacía tiempo y, sin rastro alguno
de civilización, temía haberse perdido por aquellos senderos apenas pisados por
el hombre y repletos de encrucijadas. Sin embargo, buscó algún espacio entre
las ramas por el que poder ver lo que le hubiera parecido un edificio en la
lejanía. A punto de perder las esperanzas de que fuera algo real y no
únicamente la imaginación de alguien agotado y entumecido, su mirada volvió a toparse con una mole
blanca sobre una colina; por fin el castillo del condado de Foix. Con alivio y
una amplia sonrisa acarició las crines de su corcel, dándole un golpe seco con
los talones para acelerar su marcha. Pronto atardecería y la niebla reptaba ya
sobre la cima de los montes que rodeaban el valle, convirtiéndose en manto de
lobos y alimañas que no tardarían en salir a cazar presas fáciles como ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario